“Historia de Filipinas. Las islas del rey”, un libro sobre la colonia que estuvo más alejada de España

Reseña del libro escrito por Miguel del Rey y Carlos Canales

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El archipiélago filipino ha sido sin duda la colonia española más excéntrica y alejada y a la que durante tres siglos se accedió desde la metrópoli atravesando dos océanos (Atlántico y Pacífico) y un continente (América). Sin embargo, fue, con Cuba y Puerto Rico, la última en separarse y no porque obtuviera la independencia, sino porque la ocupó Estados Unidos. Pero entre 1564 y 1898 permaneció bajo soberanía española y son estos algo más de trescientos años los que Miguel del Rey y Carlos Canales han explicado en su libro “Historia de Filipinas. Las islas del rey” (Almuzara).

 

Esta lejanía condicionó completamente la forma en que se desarrolló la colonización de un país por demás complejo pues estaba -y está- formado por más de siete mil islas. De hecho y hasta la independencia de Méjico, el medio de transporte de personas y mercancías en uno y otro sentido era el galeón que iba una vez al año de Acapulco a Manila y que funcionó entre 1565 y 1815 cuando con la independencia del país azteca, hubo que acceder por el cabo de Buena Esperanza hasta la apertura del canal de Suez. 

 

Fue una historia compleja y asendereada en la que las autoridades españolas con muy escasos medios militares -la mayor parte de la tropa era indígena- tuvo que vérselas con cuatro grandes peligros: las eternas e ininterrumpidas luchas contras los piratas moros de Joló, Mindanao y Brunei, las insurrecciones de los sangleyes (chinos residentes) y también de algunas etnias insulares, las apetencias expansionistas de Holanda. Gran Bretaña (que ocupó la capital del archipiélago en 1762 y fue un toque de atención al punto que los autores dicen que “el gobierno no se ocupó gran cosa de las Filipinas hasta el grave suceso que supuso la toma por los ingleses de Manila”) y Francia, amén de algunas epidemias, como la del cólera de 1820. Fue, además, una sociedad colonial muy atípica formada por escasos funcionarios peninsulares, numerosos frailes, novohispanos (españoles originarios de Méjico), criollos (hijos de españoles nacidos en Filipinas) y mestizos, así como una población local formada por numerosas etnias con culturas y lenguas diferentes (tagalos, igorrotes, pampangos, pangasineses, lumad, mangyan, bajau, ibanags, ivatanes y “negritos”, que eran los verdaderos oriundos desde hacía miles de años) A todos ellos hay que sumar los moros de religión musulmana que nunca llegaron a someterse del todo a España (y que siguen aún sin hacerlo en pleno siglo XXI a la República). 

 

Los autores dedican buena parte de su estudio al siglo XIX que fue muy peculiar. Por una parte, por la repercusión que tuvo la invasión francesa de España (en la Cortes de Cádiz hubo ya un diputado filipino, Ventura de los Reyes) y luego las guerras carlistas (se sospechaba de la simpatía de los frailes por don Carlos María Isidro y hasta se temió una invasión de partidarios) Por otra, la interrupción de la relación con Méjico: el galeón dejó de navegar e incluso se evitó el contacto entre los dos países para evitar el contagio separatista. Todo ello obligo a emprender numerosas reformas y en buena medida el inicio de una política de colonización que nunca antes se había intentado desarrollar. El gobernador Clavería “españolizó”, al menos patronímicamente, en 1847 a los nativos imponiendo apellidos españoles (que aún se conservan) Además de ampliaron las líneas de fuertes españoles y el control de la población y con el fin de aumentar el control de las islas, que el ejército se había mostrado incapaz de conseguir, se encomendó dicha función a la armada como mejores, aunque no óptimos, resultados, sobre todo en el caso de los moros, por lo que Rey y Canales dicen que “el conflicto con ellos sería eterno”. Pero “al fin parecía que Luzón entero quedaba bajo soberanía española” y que estos éxitos, de haber tenido más hombres (no hubo más de 13.500, la mayoría nativos), hubieran permitido incluso asentarse en la costa norte de Borneo.

 

Además, la apertura del canal de Suez facilitó la llegada de muchos colonos peninsulares, la creación de nuevas líneas marítimas, aunque también se produjo la llegada de ideas liberales que serían el fermento de un movimiento emancipador. Por todo ello los autores consideran que el segundo tercio de este siglo Filipinas vivió una verdadera “edad de oro” que empezó a palidecer con la emergencia de los movimientos nacionalistas protagonizados por Rizal, Marcelo del Pilar, Bonifacio y Aguinaldo y el inicio de la lucha armada de guerrillas del Katipunan, con la consiguiente deserción de la tropa nativa, que era mayoritaria (en 1896 sólo había 309 soldados europeos), lo que obligó a enviar numerosos refuerzos desde la península y tomar medidas draconianas como la imposición por Weyler del sistema de trochas. Pero el general Polavieja al fin logró la pacificación y gracias a ella la firma del tratado de paz de Biacnabató con los rebeldes que los autores consideran “un error”. 

 

En todo caso, una paz efímera que se desarboló al año siguiente con la declaración de guerra de EEUU y la conquista de Manila en la que se enfrentaron “buques un poco más viejos que los estadounidenses… (pero) que no estaban obsoletos como cuenta la tradición, ni se trataba de una escuadra de buques de madera… el principal problema español, como tantas otras veces, era la desidia. Los barcos estaban en unas pésimas condiciones de mantenimiento”. 

 

El tratado de París obligó a ceder Filipinas a los vencedores. Triste final no solo para la metrópoli, sino también para los filipinos, que fueron ocupados por otro país mucho más contundente que el anterior y tuvieron que esperar medio siglo más para su independencia. La consecuencia más triste fue la pérdida del idioma español motivada por dos concausas: su no utilización como lengua franca del archipiélago y la imposición del inglés, lo que no ha podido evitar la incorporación de muchas palabras españolas a los idiomas locales. Los filipinos de hoy tienen que leer la obra  de Rizal en traducción puesto que el idioma de expresión literaria de su héroe nacional era… el español.

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