El Berlín del inicio de la Segunda Guerra Mundial en los diarios del diplomático chileno Carlos Morla Lynch

Reseña del libro que aborda la situación de la capital de Alemania en los orígenes del conflicto

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Carlos Morla Lynch fue un personaje fascinante por muy diversas razones. Para los españoles, sin duda, por su generoso acogimiento en la representación diplomática chilena a más de 2.000 perseguidos durante la guerra civil y a diecisiete de la ideología contraria cuando llegaron a Madrid los nacionales quienes, con escasa generosidad, pretendieron no reconocer tras su victoria el derecho de asilo. Pero además por su poliédrica personalidad ya que fue un hombre culto, amante de la música y él mismo compositor, dotado de extraordinarias capacidades sociales, lo que le permitió conocer tanto en París, como en Madrid o en Berlín, sucesivos destinos diplomáticos, a destacadas figuras de la vida cultural y social. Y también porque desde muy joven llevó unos diarios que permiten conocer el ambiente de aquellos años prodigiosos con todo detalle.

 

Si la Editorial Renacimiento publicó en 2008 los cuadernos redactados durante su estancia en España entre 1929 y 1939, ahora ha publicado los correspondientes al período del 20 de abril de 1939 al 2 de julio de 1940 en que permaneció como encargado de negocios de su país en la capital alemana con el título de “Diarios de Berlín, 1939-1940”. Tan solo algo más de catorce meses, pero un tiempo crucial en el que se firmó el pacto entre Alemania y la Unión Soviética, se inició la segunda guerra mundial con la invasión de Polonia, Inglaterra y Francia declararon la guerra a Alemania -se pregunta “si Alemania, Inglaterra y Francia están en guerra con Alemania en defensa de Polonia -vaya una defensa- ¿por qué no lo están también con Rusia?” que, recuerda, se comió la mitad de ese mismo país- y se produjeron las ocupaciones de Dinamarca, Noruega, Bélgica y Holanda, el ataque ruso a Finlandia, la derrota francesa y la tardía y oportunista incorporación de Italia a la contienda. 

 

Morla describe el ambiente de la capital alemana cuya vida se vio sometida a sucesivas restricciones (de iluminación callejera, circulación rodada -sólo podían ir en coche los diplomáticos- y penurias alimenticias, aunque al autor, cliente fiel del Grill Room del hotel Eden, nunca le faltó el caviar) No dejaron, sin embargo, de celebrarse recepciones y cuchipandas -raro es el díe que no participara en alguna- con abundancia de enredos amorosos (se ceba particularmente en los de dos mujeres depredadoras: Sol Magaz, nuera del embajador español, y Nini de With, mujer del ministro holandés) Mientras tanto, los funcionarios de los servicios consulares chilenos se empantanaban en una orgía de corrupción con la expedición de visados de entrada a los judíos, algo que Morla denunció aunque sin que parezca haber tomado medidas serias más allá de su inhibición personal. Todo ello en un ambiente sórdido de espionaje universal por la omnipresencia de la Gestapo (“hay espías hasta desnudos” en el baño turco) y el convencimiento del autor de que todas las claves utilizadas por las embajadas eran conocidas por los alemanes.

 

El diplomático chileno se manifiesta claramente enemigo de Hitler, del que dice: “me parece un personaje grotesco y el bigote central a lo Chaplin da la impresión de que fuera de aquellos que se hacen en carnaval sujetos a con elástico detrás de la cabeza, esto es, postizo. Su nariz también recuerda las de cartón. En resumen, una persona de carnaval y todo el aparato, un film de Maurice Chevalier y la Mc Donald con música y parada”. Y más adelante le califica de “calamidad en dos patas”. Lo más curioso es que, aparte de su visión crítica del nazismo, en el fondo es un admirador de Alemania y un severo crítico de Inglaterra -y de Churchill- que considera no ha ayudado realmente a Polonia y sí inducido a Francia a entrar en una guerra que no le interesaba. Se compadece de los sufrimientos de los judíos, de los que dice “están aquí considerados como el diablo, son más odiados que los negros en Estados Unidos”, pero lo cierto es que de vez en cuando no puede ocultar un cierto racismo y de hecho su propia mujer Bebé se negó a bailar con uno de ellos. Por el contrario, admira a los alemanes, sobre todo a los hombres, cuya belleza -revelando una pulsión homosexual indiscutible- refleja reiteradamente, sobre todo cuando va al baño turco: “Constato -dice- que los hombres alemanes son de una belleza extraordinaria, sudan en el baño turco algunos ejemplares de hechuras impecables”; y más adelante: “he ido a darme un baño turco; se bañan muchos oficiales del ejército que llegan de uniforme y que luego aparecen desnudos como espléndidos blancos y dorados ¡hermosa raza germánica!”. También le gusta la gente modesta (“me fijo en las figuras magníficas y en las manos de los jóvenes camareros. Raza físicamente superior” y se encariña de uno de ellos llamado Hansi Sieg, de 17 años, al que conoció en el hotel Adlon (“acaricio la salida que haré que haré con el chico alemán”) Y revela lo que le ocurrió de niño “cuando me colocaron en un kindergarten junto con mis dos hermanas. Como yo era hijo único, muy bonito, me hicieron pasar por mujer, vestido de igual manera que mis hermanas. Así pasaron las cosas hasta el día en que, acosado por la necesidad, me levanté la faldita y oriné contra un árbol. Estupefacción de las monjas y descomunal escándalo”-.

 

Su confortable estancia en Berlín, donde asiste a conciertos -admiró y conoció a Furtwängler- y funciones de ópera-, pasea por el Tiergarten y el Zoo, visita Potsdam y alrededores, y mantiene una intensa vida social, no le hace olvidar a España y a los españoles, a los que recuerda con cariño, sobre todo a los jóvenes callejeros: “Los alemanes son educados, limpios y le tratan a uno con una cordialidad respetuosa que tiene su encanto. No puedo evitar que me digan a cada paso Excelence y siento algo distinto a lo que me inspiraban los chicos españoles, a éstos los quería -hablo del pueblo- a pesar de que eran maleducados y bruscos. Es otra cosa. Sigo cerca de ellos, de esos milicianos, lustrabotas, estanqueros, novilleros, camareros, etc. Pero cada vez más alejado de esa casta llamada aristocracia donde no se encuentra más que un señoritismo fatuo, a pesar de sus polainas blancas”. Critica, en particular, la cruda represión que se estaba produciendo tras el fin de la guerra civil, los numerosos fusilamientos, el maltrato recibido por Besteiro y Hernández y tiene palabras muy severas sobre Franco.

 

Quince meses que dieron para más de setecientas páginas de un texto que incluye numerosos modismos lingüísticos del español hablado en Chile, así como muchas notas aclaratorias, y de cuya edición han cuidado Inmaculada Lergo y José Miguel González Soriano.

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