La crueldad de la colonización francesa de Argelia en 'Asaltar la tierra y el sol'
La pretendida expansión de la civilización como excusa para la ocupación de un país en una novela del francés Mathieu Belezi
A lo largo de los siglos las diversas empresas de expansión territorial han utilizado como argumento justificativo su deseo de expandir la cultura y la civilización a pueblos a los que se considera primitivos o más atrasados y la irrupción de Francia en territorio argelino no fue una excepción. El escrito francés Mathieu Belezi imagina cómo pudo ser la experiencia de unos pobres campesinos de Aubervilliers, en la Francia rural, que, seducidos por las campañas del gobierno de París para fomentar la colonización de las tierras conquistas al sur del Mediterráneo, se embarcan con rumbo a Bona para integrarse en una de las colonias agrícolas creadas con tal fin. Una experiencia ilusoria y amarga que expresa con toda crudeza en “Asaltar la tierra y el sol” (Sexto Piso).
Belezi describe un país inmisericorde tanto desde el punto de vista del medio físico -lluvias incesantes o calor insoportable, mosquitos, epidemias de cólera- como desde el humano, por la combativa reacción de las poblaciones autóctonas que rechazan la llegada de los invasores y se oponen a ellos con medios violentos entre los que se cuenta la decapitación con el temible yatagán o cuchillo de hoja curva, seguida del robo subsiguiente de la cabeza de los muertos, no ya de cualquier soldado, sino de los mismos colonos y de sus familias, hombres, mujeres o niños.
En este ambiente tenso y en una colonia rodeada de alambradas vive la familia de Seraphin y Henri con sus hijos y allegados, que soportan todas estas calamidades con estoicismos hasta perder toda esperanza en el futuro. Es, por tanto, una vida en obligada reclusión, a resguardo de enemigos invisibles que se mimetizan con el paisaje y cuyo ataque puede llegar desde cualquier punto en todo momento, de la mañana a la noche. Y todo ello mientras tratan de extraer algún fruto de terrenos baldíos, punto menos que incultivables.
De este modo, la existencia diaria se convierte en un sinvivir, pendientes siempre la defensa a cargo de soldados conscriptos que, al mando de su inmisericorde oficial, persiguen a sangre y fuego a los enemigos y se vengan de sus muertos asaltando y destruyendo aldeas. Así lo expresa el capitán Landron cuando, ante la decapitación muerte de uno de sus hombres, arenga al resto de su tropa diciéndole: “No mostraremos piedad alguna… no temblará el pulso a la hora de ensartar a los rebeldes uno a uno, a la hora de quemar sus casas y saquear sus cosechas, todo en nombre de nuestro derecho incontestable de colonizadores venidos a pacificar unas tierras que llevan demasiado tiempo en manos de la barbarie” porque “Francia tiene la sagrada misión de pacificar vuestra tierra bárbara y ofrecerles a vuestros cerebros yermos el oro de una cultura milenaria ¡os guste o no! ¡y aquellos que rechacen la mano que les tendemos serán arrollados, arrastrados, acabarán hechos picadillo por el acero de nuestros sables y de nuestras bayonetas!”.
Mientras tanto Seraphine, que ha logrado sobrevivir con su marido Henri a todas estas desgracias, “arrodillada ante las tumbas de mis dos hijos, no podía olvidar el altísimo precio que había tenido que pagar por querer jugar a los colonos para mayor gloria de la República Francesa y había noches en que lloraba de pena y otras, de pura rabia”. Y le pregunta a su marido: “¿Crees que algún día viviremos en paz?”. Cuando comprueba que hasta su hermana Rosette ha perdido la vida con su segundo marido en uno de esos asaltos, la pareja se convence de que solo les queda una oportunidad de supervivencia: deshacerse de sus escasas posesiones, renunciar al terreno adjudicado por el gobierno y regresar a Francia a vivir su pobreza sin mayores sobresaltos. La colonización no fue más que un sueño alfombrado de muerte, sufrimiento y decepciones.
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