La jornada electoral del 26-M nos deja numerosas indicaciones. En el campo independentista, la pugna entre ERC y los neoconvergentes sigue abierta. El ciclo no se cerrará del todo hasta la celebración de las elecciones autonómicas. Y el comportamiento del electorado indica cuán incierto se antoja aún su desenlace: si ERC se impone con nitidez en el ámbito municipal –con la enorme carga simbólica que supone vencer, incluso por la mínima, en Barcelona-, Puigdemont gana el pulso a Junqueras en los comicios europeos. ¿Un partido para la gestión local y otro para la indignación nacional? Es muy probable que las elecciones al Parlament se convoquen tras conocerse la sentencia del Supremo. El contenido de la misma y su impacto emocional en Catalunya serán determinantes para una configuración definitiva del escenario político. En cualquier caso, la robustez electoral que muestra el campo independentista y la viveza de su polo radical hacen difícil entrever una atenuación del conflicto.
Revertir la situación requeriría una entente muy decidida de las izquierdas. Y ahí los últimos comicios han echado una palada de cal y otra de arena. El PSOE ha ganado las generales, las europeas y ha hecho un muy buen papel en ayuntamientos y comunidades autónomas. La ventana de oportunidad que brindan los escaños obtenidos en el Congreso no deben hacer perder de vista, sin embargo, la fuerza que conserva el bloque de las derechas y la extrema derecha. Si siguen sumando “a la andaluza”, el PP se hará con la alcaldía y la presidencia de la comunidad de Madrid, configurando así un relevante contrapeso al gobierno del Estado. Pero, si bien el socialismo se recompone de la mano de Pedro Sánchez, la izquierda alternativa, necesaria para constituir mayorías progresistas, se ve sumida en una grave crisis. Los pésimos resultados cosechados por Unidas Podemos este domingo son el corolario de un declive ininterrumpido desde la irrupción de las confluencias en diciembre de 2015. Su ímpetu inicial hizo incluso albergar la ilusión de un sorpasso del PSOE. Si el mayor acierto de Pablo Iglesias fue propiciar la moción de censura que, hace un año, desalojó al PP del gobierno, el espacio político ha ido acumulando errores y debilidades. Ahora pasan dolorosas facturas. La derrota de los “ayuntamientos del cambio” es sin duda la más sangrante.
El caso de Barcelona ofrece pistas inequívocas para entender el fondo del problema. ERC se impone como el voto útil independentista de las clases medias. Pero, la ciudad no es independentista: los partidos contrarios a la secesión siguen sumando una amplia mayoría de concejales. En el duelo Maragall-Colau, el republicano se impone por un puñado de votos. Barcelona en Comú resiste reativamente bien en términos absolutos y sólo pierde un concejal respecto a 2015. Sin embargo, la pérdida de votos y el desplazamiento de porcentajes en relación con el PSC que se producen en los barrios populares, aquellos que auparon a Colau a la alcaldía, son significativos. En Nou Barris, por ejemplo, Bcomú obtuvo el 33,7% de los sufragios en mayo de 2015; ahora desciende al 22,9%, mientras los socialistas pasan del 16,2 al 28%. Incluso donde Bcomú permanece como la fuerza más votada (Horta-Guinardó, Sant Andreu, Sant Martí, Ciutat Vella, Sants-Montjuïc…), el flujo de votos hacia el PSC es una constante.
¿Alguien duda que esto resulte de las ambigüedades con respecto al “procés”? A diferencia de las inclinaciones de algunos de sus cuadros, la base electoral de los “comunes” es mayoritariamente contraria a la independencia. El “procés” ha llevado las cosas demasiado lejos. Si no abraza la perspectiva federalista, la izquierda alternativa consumará un fracaso de cuyo inminente riesgo alerta la pérdida de más de 100 ediles en los municipios catalanes. Sucumbir a los cantos de sirena de ERC sería fatal. Si quiere tener un futuro, esta izquierda debe buscar las alianzas necesarias –difíciles, pero no imposibles– para cerrar el paso a la incierta aventura de un gobierno independentista en Barcelona.
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