Paula Cifuentes reivindica la memoria de María Cristina, reina gobernadora y madre de Isabel II

Tres fueron las mujeres que ocuparon la jefatura del Estado en la España del siglo XIX. Una, por derecho propio, Isabel II, hija de Fernando VII y las otras dos en función vicaria y por la minoría de edad de sus respectivos vástagos: María Cristina de Borbón, con respecto a su hija Isabel y María Cristina de Habsburgo Lorena, a su hijo Alfonso. De todas ellas quizá sea de la última mujer de Fernando VII de la que se ha escrito menos y no siempre bien. Paula Cifuentes la reivindica en «María Cristina, reina gobernadora» (Ariel).

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Libros María Cristina, reina gobernadora

 

Tres fueron las mujeres que ocuparon la jefatura del Estado en la España del siglo XIX. Una, por derecho propio, Isabel II, hija de Fernando VII y las otras dos en función vicaria y por la minoría de edad de sus respectivos vástagos: María Cristina de Borbón, con respecto a su hija Isabel y María Cristina de Habsburgo Lorena, a su hijo Alfonso. De todas ellas quizá sea de la última mujer de Fernando VII de la que se ha escrito menos y no siempre bien. Paula Cifuentes la reivindica en «María Cristina, reina gobernadora» (Ariel).


Libros Maru00eda Cristina, reina gobernadora


Llegó de Nápoles para convertirse en la última mujer de uno de los peores reyes que ha tenido España, el felón Fernando VII, del que era sobrina -hecho que reiteraba la nefasta tendencia endogámica de la familia real-, con la función de dar sucesión al trono, objetivo para el que fue considerada persona muy adecuada dada la fertilidad de las mujeres de su estirpe. Y, en efecto, del achacoso Fernando logró dar a luz dos hijas, Isabel, que llegaría a reina y Luisa Fernanda, que emparentaría con los Orleans de Francia y sería duquesa de Montpensier.


Dice Cifuentes que María Cristina recibió una buena educación y no le regatea prendas. Destaca su “cordialidad y jovialidad a toda prueba”, añade que “en el trato de tú a tú resultaba fascinante”, que era “una verdadera relaciones públicas”, afirma que, además, poseía “muy poca capacidad para el rencor”, le atribuye sensibilidad para con los pobres, emulando el mismo sentimiento que mostró María Antonieta, considera que fue una mujer muy religiosa y un ”un ser leal que sabía recompensar a quienes la habían apoyado” Eso sí, considera que fue una mujer muy absorbente: “si no había nacido para reinar, sí lo había hecho para gobernar; hasta el último de sus días querrá controlarlo todo lo que tuviera a su alcance”.


Ciertamente le tocó regir el país en una época convulsa. Hubo de luchar para que el achacoso Fernando no restableciera le Ley Sálica, que hubiera supuesto derivar la sucesión en favor de su hermano Carlos en lugar de en su hija Isabel (para lo que María Cristina contó con la ayuda de su hermana Luisa Carlota, casada con Francisco de Paula, otro hermano de Fernando VII, aunque con el tiempo acabó enemistada con ella; por cierto, desmiente la anécdota del bofetón que quiere la leyenda diera al ministro Calomarde y al que éste habría respondido con la frase de “manos blancas no ofenden”).


Nada más convertida en reina gobernadora hubo de afrontar la primera guerra carlista, estuvo siempre en medio de las trifulcas entre moderados y liberales, soportó la humillación de tener que restablecer la constitución de 1812 por el motín de los sargentos de la Granja y finalmente hubo de sufrir la enemistad de Espartero, que consiguió apartarla del poder y enviarla al exilio.


Cifuentes es muy comprensiva con su vida sentimental. “Amaba de forma pasional” -dice- claro que no a su primer cónyuge, el rey Fernando, con quien casó por una mera razón de Estado, sino a Augusto Fernando Muñoz, aquel guardia de corps del que se enamoró siendo viuda y con el que contrajo un matrimonio secreto que duraría toda la vida. La reina fue, a la postre, feliz con un plebeyo en un matrimonio desigual que no estuvo exento de críticas pero que dio numerosos vástagos de los que se preocupó en colocar adecuadamente. De su segundo marido afirma que era discreto y reservado y prefería hacer negocios a puerta cerrada, consiguiendo que María Cristina fuera inmensamente rica. En definitiva, que formaron “un tándem perfecto”.


Pese a todo cuanto se ha dicho, no elude en María Cristina algunas graves responsabilidades. “Hay dos cosas que se pueden achacar a la reina madre: que no educara a su hija para las exigencias que un puesto tan difícil, como el de reina constitucional, requería; y, en segundo lugar, que la forzarse a casarse con la persona menos idónea, hecho que tuvo dos consecuencias directas: la desafección del pueblo de España y la promiscuidad postrera de Isabel” (por cierto, atribuye a Muñoz el mérito -si así puede adjetivarse- de haber convencido a Isabel II de que aceptara como marido su primo Francisco de Asís).


Concluye la autora indicando que María Cristina “Fue reina y mujer al mismo tiempo de tal forma y compatibilizó una vida real y otra burguesa, con dos familias diferentes”.


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