Catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami.
¿Por qué, en Estados Unidos, donde el cambio es la seña de identidad más acusada, algunos aspectos nunca cambian? ¿Por qué muchos malos hábitos se resisten a dejar paso a novedades que demuestran ser la base del éxito del país más desarrollado de la tierra y todavía la primera potencia? ¿Por qué la explicación de ese liderazgo se debe a unos pocos factores? ¿Por qué Trump profesa una visceral oposición a la inmigración, sabiendo que es la clave del éxito del país? Porque millones de sus compatriotas interpretan el nervio del ADN americano como una amenaza para su comparativa ventaja social.
Mientras, en este drama los que siguen pagando los platos rotos son los negros. La explicación de su endémica discriminación es el contraste de su implantación en Estados Unidos con la manera que el resto de la ciudadanía se instaló en el “sueño americano”. A esta idea que es Estados Unidos, casi todos llegaron por libre voluntad. Nadie puede decir que sus abuelos fueron obligados a cambiar de residencia. Aunque se puede aducir que el hambre, las persecuciones religiosas, el ansia de mejora económica fueron factores impotentes para empujar a la emigración desde Europa, Africa o Asia, también es cierto que la mericanización voluntaria es la clave del éxito de Estados Unidos.
Es este el país que es ejemplo más genuino de la construcción nacional opuesta a la basada en la etnia, la religión, la raza. Estados Unidos es el espécimen más definido de la nación de opción, basada en la convicción personal. No por casualidad los teóricos del nacionalismo llaman a esta alternativa como “liberal”. El “sueño americano” explica su supervivencia. Mientras millones de ciudadanos de otros continentes contesten cada noche con un voto negativo la pregunta de Ernest Renan en su imaginario “plebiscito diario”, y decidan optar por el truque de residencia, Estados Unidos existirá.
El día que una mayoría de norteamericanos voten negativa la residencia, el país quedaría desierto. No hay nada que una a los norteamericanos, excepto su deseo de ser. Su religión se resume en la garantía que les presta la Declaración de Independencia: la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. No les regala una garantía, sino una promesa. Y les basta.
Sin embargo, la ausencia de obligación de residencia tiene dos excepciones cruciales: las minorías negra e indígena. Estos dos sectores contrastan en su implantación en lo que para ellos es, más que un sueño, una “pesadilla americana”. Los originales dueños del inmenso territorio, aunque sus inmemoriales ancestros cruzaran el estrecho de Alaska en los albores de Norteamérica, han quedado reducidos a sus reservas, marginados, carcomidos por la pobreza y el alcoholismo. Ni siquiera en la esporádica mitificación en las películas de Hollywood, Sitting Bull y sus imitadores superan la mística de Buffalo Bill.
Los negros desgraciadamente quedaron marcados por el pecado original de no haber reservado billete para el viaje forzado a Estados Unidos. Su implantación ha sido resistida desde el principio por ellos mismos y por los descendientes de los negociantes que los depositaron en América. Con la emancipación y su desastrosa ejecución, la peculiaridad de su residencia se hizo más evidente. Cuando se vieron despojados del beneficio que de forma gratuita habían regalado a sus dueños, su cotización perdió enteros en Wall Street.
Las sucesivas medidas correctoras de la discriminación y la segregación no hicieron más que evidenciar aún más la división de la sociedad. A pesar de las acciones de Martin Luther King, que pagó con su vida su atrevimiento, los avances legales sobrealimentaron el resentimiento racista de una parte de la sociedad que se resistía a la reforma. La “discriminación positiva” y los subsidios de alimentos multiplicaron la oposición.
Simultáneamente, la sociedad negra, que había dejado de llamarse “de color”, para adoptar un curioso viaje de regreso a ser calificada como “africana”, contempló con estupefacción que otros recién llegados de otros continentes escalaban puestos. Los latinoamericanos comenzaron a superar a los negros no solo en recursos económicos, sino en número. Como resultado de los nuevos parámetros del censo, mientras los blancos se mantenían con el 63%, los hispanos (15%) y los asiáticos (10%) arrinconaban a los negros (13%).
Internamente los nuevos “African-Americans” decidían optar por un peculiar nacionalismo: se defendían con sus señas de “black is beautiful”, entronizaban su peculiar inglés heredado de sus dueños, y acaparaban algunas profesiones de entretenimiento. Algunos eran más afortunados y cooptaban las plantillas de los equipos de baloncesto. Por su parte, algunos conseguían instalarse en las escaleras del poder como senadores y diputados, gracias en parte a la reestructuración de los distritos electorales. Llegaron, con el apoyo decisivo de sectores blancos, a optar por lo increíble: la presidencia de Estados Unidos. Ya era demasiado y la oposición a ese descaro no se lo perdonaron ni a Obama ni al resto de la sociedad negra, y menos a los demócratas y liberales.
El espejismo de la elección del primer presidente negro soslayó la resistencia de la América profunda y el mutis de la “mayoría silenciosa” que Nixon trató de despertar. Ahora Trump la ha reinventado. Se olvidó que a Obama solamente lo votaron aproximadamente un tercio del electorado, mientras otra tercera parte optó por los candidatos republicanos. Otro tercio se quedó en casa. Entre ese 60-70% de los norteamericanos que se abstuvo de votar a la corrección electoral tradicional, estaba agazapado el sector mayoritariamente blanco, tanto de altos ingresos como de baja clase media que siguió los sonidos del flautista Trump.
Los que rechazaron a la candidata Hillary Clinton creyeron, y todavía lo creen, que sus tambaleantes economías han sido horadadas por el ascenso de “los de abajo”. Creen ahora que sus suburbios impolutos, reales o imaginados, están amenazados por las hordas socialistas de origen mayoritariamente latino, y los “terroristas” que insisten en la protesta ante lo que consideran peligrosa intromisión de las fuerzas de seguridad en la vida diaria.
Solamente ha faltado que la evidencia estadística de la superpoblación negra de las cárceles y el número de víctimas del mismo origen se “enriquezca” con tristes muertes de negros a manos de policías blancos.
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