“Mujeres en primera plana” o cómo las mujeres conquistaron la igualdad en la España del siglo XX
También resulta significativo constatar que, pese a lo que se dicho, la república nunca estableció una igualdad total
Doria es un periodista competente y audaz, capaz de analizar la actualidad con pluma acerada, pero a la vez un profundo conocedor de la historia reciente, que es la que nos permite comprender el presente de forma adecuada. Y ha expurgado una serie de publicaciones -fundamentalmente Estampa, pero también Crónica, Ahora, Barcelona gráfica e incluso el diario ABC- para recopilar una antología de textos periodísticos, la mayor parte de los años treinta, que nos ayudan a entender la lucha de las mujeres para ir ganando cotas de igualdad y asumir progresivamente funciones que antaño estaban incomprensiblemente reservadas a los varones. El resultado es «Mujeres en primera plana» (Edhasa).
Ha utilizado para ello textos de diversos profesionales de la época, algunos de ellos mujeres como Josefina Carabias, Magda Donato (en realidad Carmen Eva, hermana de Margarita Nelken), Rosa María Arquimbau, Irene Falcón o Félix Centeno (seudónimo de María Luz Morales), pero también numerosos hombres, los más conocidos, Jacinto Miquelarena, Antonio G. de Linares (Antonio González Linares) o Braulio Solsona, (amigo de Azaña y que fue gobernador de varias provincias en tiempos de la república).
Seguramente suscitará una sonrisa leer la peripecia de María Goiri que en 1893 se presentó en San Bernardo con la pretensión de matricularse en Filosofía y letras y la admitieron porque no había norma que lo impidiese, pero la obligaron a personarse diariamente en el decanato desde donde un bedel le acompañaba a cada una de las clases, en las que se sentaba separada de sus compañeros varones. Fue una pionera en unos tiempos en los que, como escribió Carabias, sólo había tres salidas decentes para la mujer: el matrimonio, el convento o el estanco. Poco a poco las mujeres fueron ganando protagonismo propio y a aquella intrépida siguieron otras que consiguieron graduarse principalmente como maestras o abogadas. Algunas conquistaron incluso la alcaldía de pequeños municipios en el País Vasco. Y hubo otras que ejercieron como deportistas, aviadoras o toreras.
Pero el problema fundamental era el de la mentalidad, común a ambos sexos. Bastará con citar dos ejemplos de que la mujer no era ajena a este problema. Lolita Capdevila, la “reina de los mercados de Barcelona” (en los años treinta se pusieron muy de moda estos certámenes) declaró a su entrevistador, Manuel P. de Somacarrera, que su aspiración suprema era “tropezar a ser posible con un hombre que me quiera mucho y me dé pocos disgustos” y la letrada Pilar Padrosa se lamentaba a Solsona de que las mujeres preferían a los hombres como abogados.
También resulta significativo constatar que, pese a lo que se dicho, la república nunca estableció una igualdad total. Costó bastante otorgar el voto a la mujer (y lo consiguió, como se sabe, una diputada de derechas, Clara Campoamor) y hubo profesiones que continuaron vedadas (jueces, magistrados o registradores de la propiedad), mientras que los partidos políticos veían su incorporación con renuencia, salvo el Socialista y el Radical Socialista y hubo que crear una Unión Republicana femenina para crearles acomodo (añado de mi cosecha que las libertarias tuvieron que crear durante la guerra civil «Mujeres libres», habida cuenta que entre los suyos se le las veía con recelo y de hecho, nunca hubo ninguna mujer con papel relevante; Montseny fue ministra, sí, pero un verso suelto entre su gente).
Doria culmina su antología con dos textos impactantes: el de Antonio G. de Linares sobre el asesinato de Hildegart Rodríguez Carballeira, la “hija perfecta”, por su madre Aurora y el de Donato, que se hizo pasar por loca para ingresar en el manicomio de mujeres (donde, por cierto, había estancias de primera y de tercera) Y una coda final: me ha enternecido la cita que hace de María “la Biyosa”, una profesión ya desaparecida que era la ejercida en los teatros y cabarés de Barcelona por la mujer que cuidaba del vestuario de los y las artistas. Yo conocí -y entrevisté- a la última, la señora Cinta, que ejercía de tal en el «Barcelona de noche» de la calle de las Tapias…
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