«Cuaderno de memorias coloniales»: Isabel Figueiredo evoca el recuerdo adolescente del Mozambique portugués
Una situación ciertamente dramática porque en Mozambique no pudieron permanecer tras la independencia –“los blancos que se quedaron lo pasaron ma”- pero tampoco integrarse en este otro mundo
Para ciertos grupos de europeos transterrados desde sus fríos países al África tropical o ecuatorial hubo una época feliz en la que pudieron vivir desahogadamente merced a la riqueza de las colonias y a la explotación de la población nativa. Quienes en la metrópoli eran poco más que proletarios, se convertían rápidamente en propietarios o empresarios y tenían a su disposición servidores negros que les hacían la vida fácil y regalada. Un verdadero sueño que acabó revelándose un espejismo cuando, tras la segunda guerra mundial, se desató el proceso descolonizador que las antiguas potencias no siempre supieron resolver adecuadamente. El caso más evidente fue el de Portugal, una metrópoli atrasada y pobre de recursos que, sin embargo, poseía territorios coloniales inmensamente ricos a los que se empeñó en conservar a costa del marginamiento internacional y de guerras interminables. Hasta que el golpe de Estado del 25 de abril clausuró el “Estado Novo” y Portugal accedió a la democracia asumiendo como servidumbre inevitable la pérdida de su imperio colonial.
Isabela Figueiredo, autora de «Cuaderno de memorias coloniales» (Libros del Asteroide), conoció bien aquella situación por su condición de hija de emigrantes portugueses en Mozambique. Nació en Lourenço Marques en la época tardo colonial y conoció como niña y adolescente aquella sociedad en la que “un blanco y un negro no eran de razas diferentes; la distancia entre blancos y negros era la equivalente a la que existe entre especies distintas, Nosotros éramos blancos, personas; ellos eran negros, animales”. Con este presupuesto mental, es fácil imaginarse cómo era la vida en una sociedad en la convivían dos comunidades enteramente separadas en casi todo, salvo en el sexo, y en la que una niña, Isabel, podía abofetear impunemente a su compañera de colegio Marilia por el simple hecho de que ésta era mulata. Es fácil colegir la suspicacia existente entre unos y otros. “La mirada de los negros nunca fue para los colonos inocente: mirar un blanco a los ojos era una provocación; bajar la mirada, admisión de culpa. Si un negro corría, era porque acababa de robar; si caminaba lentamente, era porque estaba buscando qué robar… para los blancos, un negro nunca miraba para atrás con buenas intenciones. O clavaba el amarillo contra natura de sus ojos en las blancas, o buscaba qué robar, o destilaba odio”.
Este estado de cosas repercutía incluso entre los chavales. “Los niños -dice Isabel- no jugaban conmigo porque yo era blanca y yo no jugaba con ellos porque eran negros…nos mirábamos, nos cambiábamos risas. Nuestros padres conversaban ¿qué conversación pudiera ser la que mantuvieran un blanco y un negro? ¿De qué tenían que hablar?”.
Pese a todo, el abismo podía tender puentes y la autora recuerda la amistad de su padre con su vecino negro, al punto de que fue esta relación la que salvó a su familia del pillaje sufrido por los blancos en los albores de la independencia. Porque todo cambió copernicanamente cuando se produjo la emancipación y los que hasta entonces habían estado sojuzgados se convirtieron en los nuevos amos. “El tempo de los blancos había acabado” se lamenta Figueiredo.
«Cuaderno de memorias coloniales» evoca con intenso sentido poético aquellos recuerdos infantiles, los paisajes de la sabana, de los pueblos y de la capital, el trabajo de su padre -inmigrante procedente del Portugal rural y profundo- como empresario del sector eléctrico y la forma en que mandaba sobre sus empleados negros, la relación que le unió con su progenitor, al que siempre vio como un hombre poderoso y de desbocada sexualidad que satisfacía sin reparo alguno con mujeres negras, el descubrimiento de su propia sexualidad con su amiga Domingas, todo ello con un tono acusadamente nostálgico.
También expresa el trauma de la descolonización y del viaje a un Portugal que para ella, criolla, resultaba un territorio extraño. “La metrópoli era sucia, fea, pálida, helada. Los portugueses de la metrópoli eran cortos de miras, tan mediocres y estúpidos y atrasados e hipócritas…, se divertían burlándose de nosotros, echándonos en cara que allí las cosas eran difíciles, y lo eran, que aquí no había negros para que nos lavasen los pies y el culo, que teníamos que trabajar, perezosos de mierda que nunca habían dado palo al agua en la vida, que nunca habían sabido lo que era labrarse un futuro y perderlo, los tristes, los mediocres, los resignados”.
Una situación ciertamente dramática porque en Mozambique no pudieron permanecer tras la independencia –“los blancos que se quedaron lo pasaron ma”- pero tampoco integrarse en este otro mundo. “Los desterrados son personas que no pudieron regresar al lugar donde nacieron, con el que cortaron los vínculos legales, no los afectivos… En la tierra donde nací sería la hija del colono… pero la tierra donde nací existe en mí como una mancha de anacardo, imposible de ocultar”.
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