Si los españoles no se hubieran dejado arrastrar por la histeria, la intolerancia, el excesivo legalismo y la falta de sentido común, este artículo sería un recordatorio de obviedades que yo no recomendaría leer. Pero tal y como están las cosas, pocos momentos habrá más oportunos para refrescar la declaración de independencia norteamericana; sobre todo porque no conozco españoles que la condenen; ergo, no toda secesión debe de ser mala.
Lo primero es que la Declaración es muy corta. Los principales argumentos son del tipo de invocar el derecho natural y el derecho divino; poner por testigo a Dios y al resto de la humanidad. También hay otros argumentos detallados, de los cuales los redactores hacen un listado. Son del tipo de tener que pagar impuestos no consentidos, carecer de representación en Westminster, soportar las dificultades diversas que el rey Jorge III ponía a sus parlamentos coloniales, negarse a sancionar leyes de los mismos, acuartelar tropas en tiempo de paz y otras “desfeitas” por el estilo.
Se notará que en aquellos tiempos, ningún impuesto en Francia, España o Portugal se cobraba pidiendo el consentimiento de los afectados; no se torpedeaba a las asambleas regionales (o equivalentes), porque ni siquiera existían; las Cortes españolas apenas se reunían y los Estados Generales franceses, nunca. Los reyes de Prusia o España estacionaban a sus tropas donde y cuando querían. Sólo ellos podían hacer leyes. Sólo determinados puertos (y no gallegos) podían comerciar con América. Y así sucesivamente. En resumen, bastante más oprimida estaba la gente de Galicia, Alentejo o Prusia que los colonos norteamericanos y no por ello se independizaban. Probablemente y en el fondo, los colonos norteamericanos se independizaron más porque habían madurado políticamente que por el peso de sus argumentos. Y la torpeza de Londres (con excepciones, como Burke) añadió leña al fuego.
Tampoco estará de más recordar que George Washington, indiscutiblemente un gran político, fue un rico terrateniente, propietario de esclavos, que en el conflicto Franco-Británico por el control sobre el Canadá, famoso por “El Último Mohicano”, se distinguió luchando en el lado inglés.
Que la independencia norteamericana fue ilegal —como tantas—, va de suyo; cosa distinta es que fuera ilegítima. Cuando el legislador, o sea, Westminster, dictó leyes para atajar el asunto (las Coercive Acts), los colonos las desobedecieron, tiraron el té al mar (el famoso Boston Tea Party) y boicotearon los productos británicos (al revés que aquí, que se boicotean los catalanes). Además, acudieron a la violencia. Y no respetaron debidamente a quienes no querían independizarse: la declaración de independencia la firman todas las Trece Colonias, pero la guerra de independencia tuvo algo de guerra civil (lo que se repetiría luego en Hispanoamérica, por cierto), y la cantidad de súbditos británicos leales que luego tuvo que exiliarse fue grande. Y no sólo ellos; también extranjeros y ex-esclavos emigraron al británico Dominio del Canadá, en cantidad suficiente como para crear en él la provincia de New Brunswick.
¿Es la independencia lo mejor para los catalanes? Depende; yo no lo sé; ellos sabrán. Pero sé cómo se escribe la historia. (Y eso que hoy no nos toca revisar la de España).
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