Leemos estos días en los medios que el Senado del Brasil aparta del gobierno a la presidenta Dilma Roussef. Y lo primero que nos preguntamos es si eso sería posible en España. Y resulta que no lo sería, pues, para empezar nuestro prescindible Senado no tiene esa función (ni ninguna apreciable).
Lejos de Brasil, en Francia, y ante las medidas antisociales que se avecinan, hay a diario manifestaciones, incluso enérgicas, protagonizadas por trabajadores y también por universitarios. No faltan diputados en la mayoría gubernamental que se oponen, y el primer ministro Valls, ante la resistencia parlamentaria a su proyecto de ley, tiene que acudir al dudoso artículo 49.3 de su Constitución, que le permite sustraerse al voto de la Asamblea Nacional. Otro caso impensable hoy aquí.
Como tampoco sería pensable lo que sucede últimamente en Grecia: ante las nuevas reformas se producen importantes manifestaciones contra el gobierno y el partido Syriza; manifestaciones, incluso, de la policía. ¿Más impensable todavía? En Gran Bretaña, con motivo del Brexit, muchos conservadores se oponen a Cameron e incluso hacen campaña en contra, incluyendo algún ministro. Y no son sancionados ni expulsados del partido.
¿Y aquí? Aquí nos escandalizamos de la involución de Hungría o de la extrema derecha en Austria, mientras seguimos repitiendo acríticamente la verdad oficial: España es una democracia constitucional occidental como la que más. Ahora bien, visto el camino de recortes de libertades que llevamos, y lo poco que nosotros, el pueblo, podemos hacer, ¿es eso sostenible, sin más?
Si las faltas de democracia son ocasionales, pase, pero si han venido para quedarse, ¿para qué mantener ese piadoso autoengaño nacional? A lo que más se parece España, observada con lupa, es a una partitocracia que poco a poco se va volviendo más autocrática, aunque con una autocracia postmoderna, estilo Tocqueville-Huxley. Nótese que lo que hoy abunda en el mundo no son las dictaduras militares rudas y bigotudas sino las democracias formales pero escasas de liberalismo, en la práctica semidemocráticas y sobradas de autoritarismo más o menos sutil (cada vez menos). Proféticamente decía Huxley que las nuevas dictaduras no serían como las antiguas y que se basarían en el consentimiento. España está resultando autocrática no sólo comparada con los mejores momentos de Atenas o del constitucionalismo anglosajón, sino comparada con Francia o Brasil.
Saquemos lecciones:
Primera, de carácter formal e institucional: nuestras instituciones constitucionales no garantizan mucha división de poderes; no hay muchos “checks and balances”. La vida política española real casi sugiere una administración pública jerárquica: las decisiones se toman arriba, por el gobierno, y no pueden ser revertidas por ninguna institución; Senado, Tribunal Constitucional u otra, porque no hay instituciones verdaderamente independientes de Los Que Mandan.
Segunda lección, en el terreno social: nuestra sociedad no puede (si es que quiere) hacer como las sociedades civiles de esos países. Está controlada como nunca; tal vez anestesiada; ¿quién se manifiesta hoy espontáneamente en España? Y, ¿para qué serviría, fuera de arriesgarse a una fuerte multa? El propio mundo universitario (sin excluir ciertos rectorados) parece entregado a las metas del capitalismo financiero; metas anti-populares y contrarias al humanismo y a la idea de universidad. La universidad siempre fue un fermento de descontento que ni las dictaduras domesticaban del todo: uno llegaba a la universidad y se hacía anti-franquista. Siempre los universitarios querían cambiar el mundo; ¿siguen queriéndolo hoy? El altruismo no les tira mucho, y los saberes superiores no directamente útiles, tampoco.
Tercera: en España no sólo fallan instituciones y partidos; no sólo es un estado semi-policíaco; no sólo hay control social sino que ahora -hay que rendirse a la evidencia- también lo hay mental.
Muchos están indefensos, incluso mentalmente. Los españoles bienintencionados repiten frases de súbditos acríticamente, como “la ley es la ley y es para cumplirla”, aunque esa ley pueda perjudicarnos a nosotros y beneficiar a los ricos,o no la hayan elaborado nuestros representantes (así, nuevo artículo 135 de la Constitución, que lo que garantiza es… que pagaremos). O véase, también, cómo cala la mentalidad de sumisión en mantras como “el buen ciudadano paga sus impuestos” (en vez de “el buen ciudadano paga impuestos justos y votados por él o sus representantes”, como decían la Carta Magna y la Declaración de Independencia americana); sometámonos al estado de derecho que, así, pasa a obligarnos a nosotros más que al gobierno; no superemos 120 kph aunque no haya radares; los recortes de libertad son inevitables…
Estos españoles, crédulos como nunca, interiorizan lo que manda el estado, hasta sobre cómo educar a sus propios hijos. Una propaganda inteligente y de apariencia moralizante nos ha convencido de que los culpables de la corrupción en el fondo hemos sido todos, por intentar no pagar el IVA al fontanero, y los culpables de la crisis, también, pues todos despilfarrábamos. Los gobernantes, inmersos en la corrupción -algunos de ellos incluso defraudadores de ese erario público que dicen custodiar-, se ponen de zorro cuidador de gallinas/predicador de la nueva moral ortodoxa del gran capitalismo financiero transnacional. Y -claro está- para esto no se necesita mucha democracia constitucional; si es que no es incluso un estorbo.
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