Estando, como estamos, en la era de la postverdad, donde todo es líquido, resulta curioso que ciertas verdades de esas oficiales y redondas sobrevivan incólumes. Y una de ellas es "el buen ciudadano paga los impuestos". La democracia española ha sido un notable éxito hasta ahora, pero se le nota la inmadurez en esa afición a mitos oficiales altisonantes, afición que no tienen, o no tanto, las democracias ya curtidas, cuyos ciudadanos critican al sistema por menos de nada.
La historia enseña que diversos aspectos importantes de la democracia constitucional se debieron no a que la gente pagase los impuestos sino a que se negaba a pagarlos. Para la democracia, es vital que el poder, incluso legítimo, necesite regularmente pedir nuestro dinero y someterse a votaciones. Ello obligaba a los reyes, si querían fondos, a convocar a los parlamentos o cortes medievales. Por su gusto, preferirían gobernar sin parlamentos. Así lo hizo Carlos I de Inglaterra de 1629 a 1640 (con resultados desastrosos para su propia cabeza, que acabó cortada por el hacha del verdugo). Si ya tuvieran seguros esos fondos, si los "buenos ciudadanos" pagasen sin rechistar, los reyes no necesitarían convocar parlamentos, éstos languidecerían, no habría elecciones, no habría que renovar anualmente el consentimiento a los impuestos y al presupuesto. Eso fue lo que ocurrió, en España, y más aun en Francia: cuando en 1789 se convocaron los Estados Generales, llevaban unos 175 años sin reunirse. Por eso el parlamentarismo y la representación tienen una deuda con quienes no querían pagar sus impuestos; de ahí "no taxation without representation" y "no taxation without consent". Así que si los impuestos no han sido consentidos por nosotros o nuestros representantes (y en España la mayoría parlamentaria representa al gobierno, no a nosotros), o si son claramente injustos, o muy regresivos, o confiscatorios, no tendremos obligación constitucional de pagarlos (art. 31 de la Constitución). A menos que la Constitución no importe, claro.
Así que si los impuestos no han sido consentidos por nosotros o nuestros representantes o si son claramente injustos, o muy regresivos, o confiscatorios, no tendremos obligación constitucional de pagarlos (art. 31 de la Constitución).
Como el tema es muy antiguo, sobran ejemplos. La Carta Magna de 1215 prohibía al rey percibir impuestos sin consentimiento salvo en casos muy tasados, como casar a su hija mayor por primera vez (¿qué pensarían las demás hijas?).
En el notado Case of Shipmoney (1638), John Hampden se negó a pagar un pequeño impuesto de veinte chelines que Carlos I precisaba para construir unos buques. No ganó el pleito, pero más gente se negó a pagar, y dos años después una ley suprimió el impuesto.
En 1773, en el Boston Tea Party, los colonos arrojaron un cargamento de té al mar, en protesta contra unos impuestos no votados por ellos ni sus representantes (no tenían representación en el Parlamento de Westminster). En realidad, sus coetáneos franceses, prusianos o españoles soportaban impuestos peores sin queja alguna (que nadie escucharía) ni representación popular (a nadie se le ocurría que no estar representado en Madrid fuera un agravio). En 1776, América se declararía independiente. En 1846, H.D. Thoreau se negaba a pagar impuestos por considerar que el estado norteamericano era esclavista.
¿Tienen esos casos algún trasfondo común? Sí: un contrato que el gobernante rompe o no respeta. Y hay que admitir que en España esa idea no está en el imaginario colectivo ni acaba de echar raíces, mientras que otras ideas no-constitucionales -"la ley es la ley y es para cumplirla", "el buen ciudadano paga los impuestos"- han calado rápido, a pesar de que realmente no son españolas, sino importaciones recientes. La idea contractual implica que el Estado no tiene por principio un derecho unilateral sobre nuestro dinero -aunque, ciertamente, puede haber momentos,como Inglaterra bajo los bombardeos hitlerianos, en los que el buen ciudadano paga y no protesta-. Si el Estado tuviera un derecho a priori y absoluto sobre nosotros, sin necesidad de justificarlo, sería Dios. No por casualidad, Hobbes, que era una persona creyente, dijo que su Leviatán absolutista era un mortal god (con minúscula, pero god).
Se diría que muchos españoles ex-católicos de hoy no han cesado de profesar lealtades de tipo religioso; simplemente, las han transferido al estado, como en otros países ocurrió hace siglos. Ignoran que, como decía Chesterton, creer en el estado es creer en los hombres que manejan el estado (por ejemplo, Rajoy y Montoro, sin olvidar otros que ahora están en prisión pero no hace muchos años estaban manejándolo).
Yo creo que lo realmente patriótico ES PAGAR LO MENOS POSIBLE AL ESTADO, pues nos exige mucho, pero cada día nos da menos. El Estado es un enorme tinglado, que SOLO ESTÁ AL SERVICIO DE LOS POLÍTICOS, Y NO DE LOS CIUDADANOS. Está es la pura y dura realidad.
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