En absoluto quisiera yo ofender a nadie, ni añadir tensión a la ya existente entre España y Catalunya, pero, intentando ir a las raíces, lamento mucho decir que los españoles parecen no haber sido muy buenos en política, según muestra la historia. Más de una vez han convertido un problema político difícil, pero manejable, en un drama, incluso violento. Los británicos, por el contrario, como dice el profesor peruano Carlos Hakansson, son especialistas en no dejar a la olla alcanzar demasiada presión.
Pues, señores, si es cierto el principio "quien tiene más poder, tiene más responsabilidad", la parte de culpa de Madrid sería mayor que la de Catalunya, aunque por supuesto ésta también tenga. Los catalanes no serán simpáticos, y tendrán todos los defectos del mundo (aparte de haberse beneficiado desde el siglo XIX del mercado único español), pero nadie negará que ahora son sistemáticamente insultados y denigrados y no se les escucha ni concede ni el beneficio de la duda. Con Catalunya se incumplen a diario unos principios que para nosotros, los juristas, son como deformación profesional: dar a cada uno lo suyo y oír a ambas partes.
No recuerdo campañas contra los productos vascos, ni siquiera cuando ETA mataba cincuenta personas al año; en cambio, hace algunos años se lanzó una campaña nacional contra los productos catalanes, de la que el PP nunca se distanció lo suficiente. Aún hoy, hay quien va al supermercado con listas de productos catalanes, para no comprarlos, aunque llene su carro de productos chinos. Con motivo del Estatuto de 2006, se orquestó otra campaña nacional recogiendo firmas contrarias, cosa sin precedentes. Y Rajoy tampoco se distanció. La brecha social (no ya la legal o institucional) entre España y Catalunya no se reparará en decenios.
Consideremos ahora los órganos del Estado: el Tribunal Constitucional ya ni aparenta imparcialidad, comportándose como un fiscal o un sancionador y recaudador, más que como el órgano jurisdiccional que dice ser. La Corona ha mostrado escasa imparcialidad o moderación, mostrándose Felipe VI más como un órgano del poder ejecutivo que como el titular del poder neutro; compárese su postura con la de Isabel II acerca de Escocia.
Así las cosas, me gustaría a mí saber quién en Europa, en tales circunstancias, no se volvería separatista. ¿Cómo reaccionarían los madrileños o los de Vitigudino si contra ellos se alzara una movilización general así?
Una parte del problema es, simplemente, que España sigue siendo unitaria-centralista en el fondo, y muchos españoles lo ven normal y correcto, como ven natural que el túnel hidrodinámico para barcos esté en Madrid. Con el tiempo, el centralismo se ha convertido en segunda naturaleza, como puede verse en los principales medios de comunicación y en no poca gente, incluso instruida y razonable.
Un breve vistazo a la historia nos ayudará. Hacia 1810, los hispanoamericanos sólo querían libre comercio, una cierta descentralización y otras cosas bastante tolerables. Sólo un puñado de personas eran auténticamente independentistas; un grito corriente en América era "Viva Fernando VII; abajo el mal gobierno".
La cerrazón española los llevó al separatismo abierto. Pero Madrid no aprendió. Hacia 1830, Cuba comenzó a reclamar un cierto autogobierno y no mucho más. Pero a los pocos diputados antillanos en Cortes no se les hacía caso, y si querían eficacia tenían que sumarse a un gran partido nacional, nunca estaba muy interesado en lo antillano, igual que ningún gran partido hoy está interesado en Galicia ni Asturias.
Durante décadas, Madrid no prestó a las reclamaciones antillanas gran atención; no concedió nada a Cuba, libró una guerra contra los rebeldes cubanos (1868-1878) y mantuvo la esclavitud. Por fin, en 1897, cedió, otorgando unos Estatutos de Autonomía a Cuba y Puerto, cuando ya era literalmente "too little, too late". En 1898 los acorazados estadounidenses pondrían fin a la presencia española en América.
"Historia, magistra vitae est", decía Cicerón. Sí, pero, ¿querrá España escuchar a la maestra?
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