Catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami.
El puñetazo de Rajoy sobre la mesa fue posible mediante la aplicación del temido artículo 155 de la Constitución española. Se le ha criticado por haber esperado tanto tiempo luego de la sublimación del desafío del independentismo que culminó con la ilegal “Declaración (unilateral) de Independencia (DUI).
La tozudez del gobierno catalán en celebrar un referéndum el 1 de octubre se había sublimado mediante la aprobación de una ley que decretaba la desaparición (“desconexión”) del ordenamiento constitucional español. Además, otra chapucera medida legislativa ponía los fundamentos de una República.
Aunque esta decisión estuvo en la agenda mental de todos los protagonistas, su retraso se debe no a la incapacidad gubernamental del partido dominante, sino a la intrínsica personalidad de la propia medida. El 155 es un apartado peculiar en el trufado texto de la Carta Magna española de 1978, una de las fundamentales hazañas de la recuperada democracia en 1977. Ese artículo es verdaderamente excepcional (y vago, a propósito), y de ahí su retraso en su aplicación pionera y las consecuencias imponentes de su activación.
Decepcionando a los que ilusoriamente habían esperado una operación de tipo quirúrgico, apenas invasivo, la intervención contundente ha respondido al retrato de una suspensión de la autonomía catalana. Solamente el cese del práctico estado de excepción recalificará la operación como temporal. El peor diagnóstico, más allá del estricto escenario catalán, incluye el más grave daño colateral de la sentencia de muerte del propio tejido del “estado de las autonomías”.
La decisión de Rajoy fue, y es todavía, noticia. Pero también todavía lo fue la propia cocción del 155 y su notable instalación en el texto constitucional. El artículo es verdaderamente excepcional. Fue ya en su momento una advertencia del Estado que toleraba el verdaderamente admirable texto total de la Constitución. No se fiaba en puridad de la traviesa conducta de los entes secundarios a los que concedía una engañosa naturaleza especial. Era como el padre que lel dejaba a los hijos inexpertos las llaves del nuevo automóvil para una noche excepcional.
El artículo 155 redefinía la naturaleza real de las “nacionalidades”, una innovación lexicográfica que el artículo 2 había inventado para pudorosamente evitar el maldito vocablo de “naciones”. El innovador sistema no se parecía en absoluto a una especie de Confederación de Estados soberanos, en la que los órganos comunes no se pueden inmiscuir en la médula interna de los socios. La autonomía era un “derecho a un autogobierno político-administrativo limitado”. Se leía la brutal diferencia entre el concepto de “nación” y la vaga noción de “nacionalidad”.
Los especialistas en derecho constitucional en aquel entonces se transfiguraron en estrellas académicas en un campo que durante los postreros años del franquismo era la tumba de jóvenes catedráticos que se escapaban a estudiar los regímenes de las democracias occidentales. El Estado, en fin, se reservaba el “control político” (las llaves del automóvil y la licencia de propiedad). Podría ejercer ese control “a posteriori”, siempre sujeto a una “discrecionalidad política”, en palabras certeras de Oscar Alzaga, democristiano, afín a los orígenes del Partido Popular.
Tampoco se le puede reconocer una cualidad inventora, pues el espíritu y el contenido del 155 eran calcados de varias constituciones occidentales, que se guardan cuidadosamente de las veleidades de las diversas clases de experimentos regionales. La Constitución italiana, en sus artículos 125 y 126, transpira similar reserva. Pero el caso más diáfano es el 37 del texto constitucional alemán, que se conoce oficialmente como Ley Fundamental, y que los padres de la Constitución española consideran como su más clara inspiración.
Es curioso que el texto español demande que el gobierno que intente aducir la activación del 155 deberá comunicarlo a la comunidad díscola y esperar correcciones y propósito de enmienda. Y además deberá conseguir el apoyo de una mayoría absoluta del Senado. Esta condición parece lógica, ya que se espera que esa cámara alta responda a un espíritu territorial. Pero resulta que el caso español actual es una deprimente muestra del deterioro de la intención original, convertida en una rama del Congreso de los Diputados, y ha llegado a reclamar su urgente reforma o incluso su desaparición. La mayoría absoluta del PP en el Senado convierte esta condición de procedimiento en superflua.
Finalmente, conviene fijarse en un adverbio clave para justificar la acción del gobierno. Las primeras líneas del artículo leen así: “Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España…”. En suma: se trata de un procedimiento excepcional. Al menos para el gobierno, las circunstancias y los delitos de los que se acusa al Govern y Parlament de Catalunya son excepcionales.
No por casualidad el 155 no ha sido usado antes (con la excepción del conato de castigo de la Comunidad Canaria, por su resistencia a aplicar la legislación de la UE en materia de tarifas). Y es que en realidad el 155 no fue pensado sospechando de Catalunya. Fue inspirado por la latente amenaza del contexto vasco, cuya “nacionalidad” podía caer presa de las garras de ETA.
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