La gente de mi época nacíamos en el Reino de la Mentira, versión española y rancia (o sea, cutre pero menos penetrante).
Las verdades oficiales se repetían: nuestro invicto Caudillo, España es lo mejor (esto aún colea), la conspiración judeo-masónico-separatista, Franco inaugura un nuevo embalse (esto no solía ser falso), nuestros atletas sólo alcanzan honrosos penúltimos puestos porque los jueces son antiespañoles, y así.
La persona media, incluyendo ahí franquistas moderados, no lo creía: ellos están en su papel diciendo eso, y yo estoy en el mío creyendo la mitad de la mitad. Quedaba, además, el humor, último refugio del disidente, donde brillaba con luz propia la llorada "Codorniz", "la revista más audaz para el lector más inteligente".
En 1968 los cafés de Santiago hervían con tertulias políticas, que no se encontrarán ahora en ninguna universidad porque distraen de la empleabilidad y nodan créditos para ningún master prestigioso en Madrid.
Por lo visto, antes, en algunos países soviéticos, la gente se refugiaba en una especie de cinismo, el "double thinking": oficialmente digo una cosa, pero pienso (y, si no me ven, hago) otra.
Ahora, en la Postverdad, no es así porque no hay el problema de las mentirotas intragables. En la Postverdad la realidad ya no es punto de referencia, así que creeremos las cosas según la habilidad técnica y la insistencia del comunicador.
Realmente, la Postverdad no es nueva; en España se remonta al gran encantador de serpientes Felipe González, y en su ulterior desarrollo han influído no sólo oscuros conspiradores malvados sino también, simplemente, las modernas técnicas de comunicación y las asesorías de comunicaciónde toda empresa o institución que se respete.
Y en un mundo líquido, al haber dejado de ser públicamente visible algo como la verdad, que por definición no es muy líquida, las razones de fondo para creer o no creer algo pasan a segundo plano.
Tampoco hacen hoy falta ciudadanos críticos, ni de los que harían otra cosa si nadie les viera, porque al ciudadano 'postverdadense' siempre le están viendo, y además no es cínico sino bueno y crédulo (cree a la ciencia, al estado, a la UE).
El cínico no creería las mentiras del gobierno —el buen cínico, ni las suyas propias creería—; el 'postverdadense', siempre que le bombardeen bien bombardeado, acaba creyendo; no es casualidad que la Postverdad esté cómoda con la corrección política.
Resultado: hay menos disidencia; la uniformidad se impone (a veces, incluso legalmente). Se acabó reírse de las verdades oficiales; ay de quien se ría públicamente de las fuerzas armadas españolas, de la policía, o de la ideología de género.
Cambiados los marcos y reescrita la música de fondo, vibraremos con la Selección de fútbol, o contra Venezuela o contra el planeta Marte; juraremos no comprar productos catalanes, o quelos verdaderos culpables de la crisis somos nosotros, y que hay que pagar los impuestos porque la ley es la ley.
Antes de atacar a las universidades públicas hubo una campaña, justo cuando más investigaban. La gente cree a pies juntillas que España no puede pagar 18 parlamentos, aunque Estados Unidos pague 51 y la pequeña Austria, nueve, o jura por los huesos de sus padres que nuestras cutres autonomías tienen más poderes que California. La realidad importa poco.
En la época de la mentira y el cinismo, el ciudadano mantenía sus zonas de reserva mental: el gobierno controla mi actuación exterior, pero no mi mente, y mi mente no ignora la realidad o, 'ad cautelam', de entrada, desconfía.
El mentiroso tenía remedio, porque lo sabía y algún día podría enmendarse; el 'postverdadense' no ve nada que enmendar. (Poca novedad: siempre ha sido más difícil remediar la estupidez que la maldad).
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