Nacionalismos: El bueno, el malo y el feo

Joaquín Roy

Catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami.

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Nunca lo ha tenido fácil la Unión Europea. Desde su fundación de la mano de Robert Schuman, siguiendo el guión dictado sibilinamente por Jean Monnet, se propuso afeitar el malévolo efecto de la acción de los propios socios del nuevo invento. Pero debía contar con su explícita colaboración. Era como esperar que el enfermo terminal ayudara a su muerte. 


El estado-nación, ese descubrimiento tan europeo que debiera estar cobrando derechos de autor a toda la humanidad, era el malo de la película.


De ahí que el remedio menos drástico fuera la combinación de la supervivencia del estado junto al nacimiento y desarrollo de una vaga identidad supranacional, tan etérea que Jacques Delors lo llamó un OPI (Objeto Político no Identificado).


Durante varias décadas esta estrategia funcionó aceptablemente. Pero entre las reticencias del Reino Unido, que siempre ha estado más fuera que dentro de la UE (y más acusadamente ausente cuando precisamente moraba en su interior) y la manía de De Gaulle por su “Europa de las Patrias”, la criatura fue creciendo más a golpe del aumento del número de sus miembros y la amenaza de la Unión Soviética, que por su propia fortaleza.


Pero no solamente sobrevivió, sino que se convirtió en el peor experimento de integración regional del mundo, si se descartan todos los demás (reescribiendo la ocurrencia de Churchill sobre la democracia liberal). 


El balance de la aportación de la UE a la pacificación y democratización del continente, a su aportación como modelo (o, al menos, como punto de referencia) de cooperación entre los estados, es notable, con tendencia a sobresaliente.


Pero Monnet y Schuman, y también Thatcher y De Gaulle, no parecían contar con una variante de la nación que se había fusionado con el estado. Reaparecieron, se crearon, se inventaron, se imaginaron, se rescataron (de todo hay en la viña de la señora Europa) unas naciones olvidadas, escondidas, reclamadas. 


Comenzaron a exigir un lugar en el sol en compañía de los sólidos estados-miembros de la UE. La calidad de “nación” de los estados ortodoxos coincidía con la de los nacionalismos, tanto de los de base étnica (en la senda romántica del Volk alemán) como los basados en la voluntariedad ejercida mediante la celebración del plebiscito diario de Renan. 


Todos eran inventados, imaginados, según la pionera definición de Benedict Anderson en su pionero libro Imagined Communities.


La alfombra europea, coincidiendo con la desintegración de la Unión Soviética, y la normalización política al este del muro de Berlín, fue testificando el despertar de numerosas bellas durmientes que solamente esperaban el beso milagroso del príncipe nacionalista. Los estados-nación tradicionales no estaban preparados para este curioso milagro. 


Por ejemplo, Francia creía haberlo resuelto por la acción efectiva de l’Etat, que había construido la nación francesa, curiosamente siguiendo el procedimiento de la apisonadora de Napoleón.


Con la desintegración de Yugoslavia, esa entelequia práctica de Tito, ya las alarmas se encendieron con fuerza inusitada. Las naciones reconvertidas en provincias federales reclamaron su lugar. La artificial Checoslovaquia se “normalizó” en el divorcio de terciopelo. Pero las “naciones” adormecidas salieron a la superficie como los tejones de su hibernación. ¿Y, de lo mío, qué?, reclamaron los olvidados.


La crisis económica acrecentó las reclamaciones de los pretendientes a ser reconocidos como estados-nación más allá de diversas fórmulas de semi-federalismo, autonomismo o regionalismo interior. 


El impacto de la inmigración exterior y los movimientos interiores, favorecidos por innovadores procedimientos como Schengen, incidió con fuerza en sociedades que habían funcionado más bien que mal en su “multiculturalidad” interior.


Pero los nuevos nacionalismos intra-estatales identificaron como opresivos no solamente a los socios comunitarios de la UE, sino también a la propia entidad continental. 


Como ha demostrado dramáticamente el novedoso reclamo del ex presidente catalán Carles Puigdemont, de ser meta ansiada de pertenencia y reconocimiento internacional, la UE se ha convertido en el nuevo enemigo de la senda hacia la independencia. 


La causa ha sido la contundencia con que el establishment de Bruselas ha tratado los requerimientos del independentismo, antes y después del fallido referéndum. El trío de Ennio Morriconi se ha completado: al bueno (Catalunya independiente) y al malo (el estado español) se ha unido el “feo” (la UE).


De ahí que Bruselas se enfrente ahora a un dilema: insistir en la ley comunitaria a rajatabla o analizar el nuevo fenómeno. 


Mientras “Europa” siga siendo una realidad estrictamente histórica, cultural, geográfica, “civilizacional”, con fronteras precisas (pero nunca confesadas en público), y la Unión Europea siga siendo una organización de estados, el problema de los gobiernos seguirá siendo doble: funcionar como ente colectivo y como “nacional”. Pero deberán resolver sus propios problemas “nacionales”.


La “nación” basada en el argumento de la decisión renaniana es la más fácil de crear (no se necesita una base étnica, racial, religiosa). Pero es la más cara. Tiene que rendir cuentas, ventajas, beneficios. La lealtad gratuita, simplemente como resultado de un generoso filantropismo al revés, lleva al fracaso.


La manipulada ocurrencia genial de Kennedy en su discurso de toma de posesión sigue vigente y es garantía de la supervivencia política de todo estado-nación. “No preguntéis a América qué puede hacer por vosotros, sino qué vosotros podéis hacer por América” es un credo que parece ahora agrietado por los que votaron por Trump. 


¿Y, de lo mío, qué?, parecen reclamar los nuevos nacionalismos europeos. En juego no está solamente la esencia del estado nación, sino de la misma Unión Europea, y de Europa. 

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