La matanza de Melilla/Nador me recuerda imágenes de mi archivo interior. El montón de cadáveres de prisioneros de Auschwitz fotografiados por los aliados. La película La lista de Schindler, con esa otra pila de muertos en blanco y negro y un abrigo rojo entre el sepulcral tumulto, que nos hace fijarnos en el cuerpo inerme e inerte de una niña, que nos llama la atención sobre el valor y la vulnerabilidad de la persona, más allá de la indiferencia que solo sabe provocar la ideología, y la razón tecnológica y calculadora.
Toda esa masa humana apaleada, negra, indefensa, agonizante, maltratada, anónima, que parece no estar hecha de personas, sino carne y sangre, me ha hecho recordar un acto que presenté en 2018. Se titulaba “No os olvidéis de mostrar hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles” (Hb, 13,2). Entre los invitados estaba Mussie Zerai, un sacerdote eritreo que había sido citado por la fiscalía italiana en tiempos de Salvini. ¿Su delito? haberse atrevido a avisar a la guardia costera cuando alguna lancha cargada de inmigrantes naufragaba o estaba en apuros en medio del Mediterráneo.
Cuando le di la palabra, este hombre, perseguido por el gobierno etíope y nominado al Nobel de la Paz, puso sus diapositivas con las torturas a las que eran sometidos sus compatriotas en Etiopía, así como los inmigrantes subsaharianos que siguen llegando a Libia. Violaciones sistemáticas a las mujeres. Trata de blancas. Venta de esclavos. Chantaje a las familias de los presos, pidiendo dinero a cambio de la vida del ser querido. Si no llegaba el rescate los mutilaban y, si no, servían al tráfico de órganos internacional en quirófanos último modelo instalados en el desierto del Sinaí. Vimos imágenes de todo esto: el infierno en la tierra, aunque más allá de esa laguna Estigia que es el mare mortum.
Tras ese encuentro con el sacerdote, según los comentarios que recibí, una buena mayoría del público no había experimentado empatía con respecto a los seres humanos que habían sufrido todas esas torturas, o mejor, no querían sentirla. La mayor parte de los comentarios eran negativos. Unos me decían que un sacerdote no podía dar una visión tan negativa de la realidad: con ello estaba mostrando que en él no había vencido la Pascua y la resurrección. A éstos se les podía contraargumentar diciéndoles que en ellos tampoco, porque se negaban siquiera a mirar la experiencia de la cruz. Otro grupo entre el público se limitó a decir que no era inteligente ver ese tipo de imágenes, porque no podíamos hacer nada por aquella gente que moría en otros lugares recónditos, y que nos teníamos que limitar a nuestras zonas limítrofes -como si la vida de aquellos inmigrantes no valiese objetivamente lo mismo que la de nuestros hijos o hermanos: infinito.
Todos estos años he estado dándole vueltas a aquello, que me dejó muy mal cuerpo, la verdad. Estos días he estado leyendo un libro que me ha dado una respuesta plausible. Se trata de Invulnerables e invertebrados (Anagrama, 2022), de Lola López Mondéjar. Una de las tesis que defiende esta señora, cuando intenta explicar el mundo en el que vivimos a través de su experiencia psicoterapéutica y de su gran erudición, es que nuestra sociedad normaliza que los individuos vivan en una fantasía narcisista de invulnerabilidad que les hace rechazar cualquier elemento de la realidad que les haga recordar su fragilidad y dependencia. Por ello -quizás sin darnos cuenta-, hemos estado alimentando un nuevo modelo de humanidad zombi, que ella llama invertebrada, porque ha perdido la columna vertebral, el eje moral, que solo se hace posible cuando aprendemos a demorar la satisfacción de la apetencia o del goce en función de un ideal que va más allá del propio ombligo, o del ombligo de nuestra tribu ideológica, ya que el narcisismo también puede ser entre coleguillas.
Esta psicoanalista también nos recuerda que esta cualidad de invertebrados nos hace ínfimamente tolerantes al dolor propio y cada vez más tolerantes e indiferentes ante el dolor ajeno, por aquello de que somos un animal mimético que tiende a sufrir con el que sufre, excepción hecha de los psicópatas, claro, paradigma moral de nuestro neoliberalismo abisal.
A los que me decían que en Mussie Zerai no había vencido la resurrección, yo les diría que evalúen su cristianismo, porque quizás no es capaz de trascender aquello que decían Feuerbach y Marx con respecto a la religión, que es el opio del pueblo. Y a aquellos que se quejaban del masoquismo de ver imágenes sobre aquella gente sufriente a la que no conocíamos ni conoceríamos, les recordaría que vivimos en una sociedad paliativa, como la llama Byung-Chul Han, que solo trata el síntoma del dolor con analgesia, sin afrontar sus motivos. A estos, que rehúyen el sufrimiento y se entregan al goce de muerte, también les recordaría que no se pueden afirmar por separado la universal dignidad de todo ser humano y el valor infinito de mi hermano o de mi hijo.
Si afirmamos el conjunto sin el particular nos movemos solo de boquilla o en las redes sociales, linchando a los sucesivos chivos expiatorios y soltando soflamas ideológicas que no nos mueven del sillón, y así no conocemos nunca a nadie más allá de la propia zona de confort. Si se afirma el particular y no el conjunto, el resultado es igualmente insatisfactorio, aunque en este caso la reacción es a cuidar de los míos y que zurzan a los que no pertenecen a mi club selecto, sea deportivo, religioso o ideológico.
Valdría la pena fijarse muy bien en las imágenes y vídeos que nos han llegado de la frontera sur española con Marruecos, como deberíamos fijamos en las de la guerra de Ucrania. Estaría bien que intentemos averiguar qué puede hacer cada uno de nosotros para que cosas así no se repitan. El tema no es tan sencillo como culpar a los políticos e invocar la desesperanza, porque está claro que, pese a la diferencia de los discursos, al final todos justifican la carnicería, sean de derechas o de izquierdas, nacionales o internacionales.
Las imágenes de muerte se repiten en la cabeza como una pesadilla insomne. Si simplemente las dejamos caer en el olvido estamos diciendo al mundo que la vida de nuestros hijos no importaría si no estuviésemos nosotros para protegerlos. Si meramente voceamos fórmulas propias de nuestro gueto, sin desplazarnos un milímetro en nuestra vida cotidiana, el resultado es que son muchos los que naufragan a nuestro alrededor sin poderse subir a balsa alguna – y quizás mañana somos nosotros los que bracean inútilmente. Además, con esa actitud le estamos diciendo a nuestros hijos, amigos y conciudadanos, que en el fondo nos la repampinfla, porque lo único que importa es la propia supervivencia invertebrada.
No sirvamos de coartada para la cultura nihilista del descarte -la que deja fuera a los demás y con ello a nosotros mismos, ni que sea por la indiferencia que alimenta las peores inercias. Dejemos que nos polarice el encuentro con el otro -siempre misterioso. Y desde esa sorpresa practiquemos la hospitalidad, ya que “por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles”.
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