No es crisis migratoria sino de humanidad

Jorge Martínez Lucena
Doctor en Comunicación i profesor de Antropología en la Universitat Abat Oliba CEU

La polarización informativa de la COVID-19 es ya casi endémica. Cifras de muertos, de ingresados, porcentajes de las UCIS ocupadas, nuevas variantes -inglesa, brasileña, sudafricana, india-, estadísticas oficiales, vacunas disponibles, trombos, solidaridad con los países más pobres, pérdida del olfato y el gusto, especulaciones sobre el misterioso origen de esta infección zoonótica en Wuhan, donde hay mercados húmedos y trasiego y consumo de especies salvajes, pero también un laboratorio nivel 4, donde los científicos estudian nuevas cepas o incluso las inventan, con finalidades militares o incluso médicas. No se sabe. La rueda de las opiniones y las novedades no deja de girar en torno a ese coronavirus que nos tiene el corazón lleno de inquietudes, porque nos ha recordado que somos vulnerables, mortales, dependientes, y que estamos conectados unos a otros de un modo mucho más real y complejo del que nos permiten imaginar nuestros mitos individualistas y narcisistas.


Dos niños caminan por un tejado al tratar de escapar de la nave de primera acogida del polígono del Tarajal, en Ceuta, en una imagen del pasado 20 de mayo

Niños caminan por un tejado - Europa Press


En ocasiones, como sucedió la semana pasada, algún acontecimiento nuevo es capaz de desbancar al bichito de su hegemonía mediática. Me refiero, en este caso, a un hecho protagonizado por el rey de Marruecos, Mohamed VI, que, como ha hecho en muchas otras ocasiones para presionar a España y a la Unión Europea, abrió la frontera con Ceuta, propiciando un masivo intento de entrada a nado en nuestro país por parte de miles de inmigrantes marroquíes y subsaharianos que buscan una vida mejor. Muchos de ellos eran menores de edad.


Parece que, pese a las objeciones legales, incluso los menores están siendo devueltos al reino alauí, tras el duro trabajo de salvamento realizado por nuestras fuerzas de seguridad del estado.


Desde la diplomacia marroquí se ha alegado el cansancio de la policía marroquí tras una dura época de Ramadán. Sin embargo, esa relajación fronteriza ha sido debida a otras razones. En primer lugar, el señor Mohamed VI nos quiere recordar que nuestros vecinos marroquíes son indispensables para la estabilidad de España y de la Unión Europea, para no ser devorados por los aporofóbicos populismos que crecen con el riego mediático de la “invasión yihadista”, las “oleadas bárbaras” y las “avalanchas migratorias”.


Marruecos, como Turquía o Libia –aunque esta última esté sumida en un desgobierno y una guerra civil que no tiene nada que ver con las otras dos-, han sido contratados hace tiempo para minimizar la visibilidad del fenómeno migratorio proveniente tanto de África como de Oriente Medio. En el lenguaje políticamente correcto se habla de colaboración en la lucha contra las mafias y los abusos a los que son sometidos los que peregrinan desde el Sur hacia Occidente por parte de esos explotadores que organizan los cayucos, las pateras y los viajes en lanchas neumáticas de naufragio fácil.


En segundo lugar, el rey de Marruecos y su diplomacia nos quieren decir claro y alto que no les ha gustado que España haya acogido para su tratamiento contra la COVID a un dirigente del Frente Polisario. Mientras que Trump, antes de finalizar su mandato en Estados Unidos, reconoció la soberanía marroquí del Sahara Occidental, España y Europa siguen erre que erre, sin querer doblegarse a ese respecto.


Algunos incluso creen que Marruecos está en un proceso de reconquista de Ceuta y Melilla, e incluso de las Islas Canarias, algo que parece lejano de la realidad a simple vista.


Sin embargo, lo que se está planteando como un problema geo-estratégico y estrictamente diplomático -nos han repetido los medios estos últimos días- es un problema humanitario. Pero no un problema exclusivo de un jerarca autoritario magrebí que no respeta los derechos humanos, como tendemos a entender, etnocéntricamente, de este lado del Mare Nostrum


Hemos visto cómo a este Señor poco le importaba la vida de bebés o de muchos de los chicos a los que ha dejado intentar entrar en Ceuta nadando con flotadores hechos con botellas. Eso es cierto: para él, los intereses políticos y económicos justifican la asimilación de las personas a mercancías. Pero no nos engañemos, don Mohamed VI nos hace el trabajo sucio. Es él quien impide que los inmigrantes lleguen a nuestro espacio de visión europeo, a cambio de preventas en las negociaciones pesqueras y en los fondos de la UE. Somos nosotros los que subcontratamos a mercenarios para que nos solucionen la falta de seguridad de la realidad.


La cosa es que llegan muchos migrantes a España. Nos renuevan demográficamente. La mayoría llegan de Sudamérica por nuestros aeropuertos, pero el drama lo hemos montado en el Mediterráneo, donde hace unos días vimos cómo, pese al aviso dado por una ONG dos días antes de la catástrofe, más de 200 personas –mujeres embarazadas y niños incluidos- fueron devoradas por olas de 6 metros en el canal de Sicilia, al norte de Libia, porque los gobiernos europeos quisieron darles una lección a las mafias de la inmigración. Y a qué precio.


Dos de las lecciones del COVID nos está costando aprenderlas: somos vulnerables y somos inter-dependientes. No sólo lo somos nosotros. También son seres humanos los que llegan del Sur, independientemente de sus razones: climáticas, políticas, económicas, por hambre o huyendo de las guerras. El problema no son los mal llamados (o etiquetados) “menas” –menores no acompañados- que, según el populismo, vagan y delinquen por nuestras calles, sino los adultos de la sociedad en la que han desembarcado, que no los quieren precisamente porque les recuerdan su condición de vulnerables y dependientes.


El problema es que no van a dejar de serlo –como nosotros- por mucho que les ignoremos o intentemos construir un muro coronado por concertinas para separar nuestra vida de la suya. El tiempo que no invirtamos ahora en su vida lo tendremos que invertir después en cárceles y psiquiátricos, que, por cierto, es mucho más caro, ineficiente y menos educativo que la hospitalidad y la acogida.

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