Haciendo gala de amarga ironía, decía en una reciente charla la antropóloga feminista Silvia Carrasco que en ninguna comunidad autónoma estaban tan desarrolladas leyes y directrices trans como en Euskadi y Catalunya. “Aquí lo autodeterminamos todo, desde el sexo hasta la nación”. Fiel a esa filosofía, el Parlament acaba de reivindicar la autodeterminación de la prostitución.
Poca gente sigue sus tediosos debates. Sería difícil hacer de “Canal Parlament” una plataforma de pago. Sin embargo, vale la pena visionar la sesión plenaria del pasado 7 de julio, donde se discutía una moción de C’s sobre “los derechos de las trabajadoras sexuales”. La moción concitó un amplio acuerdo con los partidos independentistas y los comunes. Sólo la voz de la diputada socialista Gemma Lienas se alzó, solidaria con las mujeres en situación de prostitución, contra un enfoque neoliberal en el que prevalecen los intereses de los proxenetas y los privilegios de los puteros. Al cabo, explicaba la escritora feminista, “se trata de decidir a qué tipo de sociedad aspiramos. ¿Queremos una sociedad donde haya una reserva de mujeres disponibles para los caprichos de los hombres, para sus ritos de masculinidad, para que puedan ejercer sobre ellas actos violentos?”. Sólo en apariencia la pregunta quedó sin respuesta.
Los hombres fuimos los grandes ausentes del debate. Y eso lo dice todo. La prostitución siempre ha sido un comercio entre hombres; un comercio en el que unos varones someten o condicionan mujeres, y las ponen a disposición de los apetitos sexuales de otros hombres. Pero en el hemiciclo sólo se habló de mujeres, de mujeres que ejercen un “trabajo sexual” y lo hacen libremente. La posmodernidad, tan disruptiva, no ha hecho sino remozar terminológicamente aquello del “oficio más antiguo del mundo”. Es decir, el discurso patriarcal de toda la vida. Hablar de “trabajo sexual” es una manera de ocultar la violencia, la degradación física y psicológica, la destrucción de la autoestima, que supone la prostitución para las mujeres que se ven inmersas en ella. Y eso no es opinable: infinidad de estudios e informes, empezando por los de la propia OMS, lo certifican. Pero esa acepción conlleva también la carga de la responsabilidad: son las mujeres prostituidas quienes deben hacerse cargo de su prostitución. Les guste más o menos, esa es la opción laboral que escogieron, ¿no?
En realidad, no es pertinente plantear la cuestión de la libertad cuando hablamos de prostitución. La edad media de entrada en ese mundo es inferior a los catorce años. Pobreza, racismo, machismo, continuum de violencias… Los factores sociales y culturales que convergen en la prostitución vacían por completo de sentido la noción de libre consentimiento. Se hace difícil creer que personas que se dicen demócratas e incluso de izquierdas no puedan comprender algo tan elemental. Gemma Lienas recordó en su alocución los nombres de Rosa Luxemburgo, Alexandra Kollontai, Federica Montseny, Emma Goldman, las “Mujeres libres” de CNT… Todas las tradiciones del movimiento obrero y del feminismo histórico fueron siempre abolicionistas. Para la izquierda consciente, la mujer prostituida era Fantine de “Los Miserables”, la más desvalida de las hijas de nuestra clase. Tuvo que triunfar la idolatría del mercado para que el infierno que viven millones de Fantine fuese categorizado como una vida laboral homologable.
Las personas, hombres o mujeres, que “piensan” la prostitución como un trabajo lo hacen porque se creen a buen resguardo de ese destino. No se imaginan a si mismas – ni a sus hijas – haciendo felaciones a destajo, ni soportando prácticas sexuales aberrantes a manos de tipos violentos o de dudosa higiene. La prostitución es un trabajo… para otras. Y esas acostumbran a ser mujeres pobres y fenotípicamente “exóticas”. Mal que les pese a algunas representantes de la izquierda más progre, la idea del “trabajo sexual” está teñida de racismo y de clasismo. Esas diputadas se indignarían – con toda razón – si un hombre les preguntase cuánto le cobrarían por un servicio sexual. Sin embargo, no les parece degradante ni ofensivo que hagamos esa pregunta a determinadas mujeres, cuyo abuso está ya tarifado. Añadamos, pues, la hipocresía a la pose de superioridad. No se trata de dignificar a las mujeres prostituidas llamándolas “trabajadoras”, sino de banalizar una prostitución que nunca se querría para sí.
La sesión parlamentaria contó con la presencia en el palco de invitados de representantes del pretendido “sindicato” OTRAS, que fueron efusivamente saludadas por la coalición del “trabajo sexual”. Las mismas fuerzas políticas que las invitaron han vetado repetidamente la presencia de supervivientes de la prostitución, como Amelia Tiganus o Alika Kinan. “Hay que escuchar a las prostitutas”. El mantra es conocido. Pero no se quiere oír a esas mujeres que describen la cruda realidad de los burdeles – “campos de concentración”, los llaman -, sino el relato reconfortante de la “puta feliz”. Es el relato que promueven las industrias del sexo y que incansablemente prodiga Conxa Borrell, a tal punto omnipresente en platós, parlamentos, universidades y ruedas de prensa que cabe preguntarse de dónde saca tiempo para practicar el oficio con el que jura realizarse.
Alika Kinan dice que, por experiencia, ha llegado a la conclusión de que quienes defienden el “trabajo sexual” tienen algún interés oculto en la industria proxeneta. No es, ciertamente, el caso de las intervinientes en el Parlament. El sectarismo, la ignorancia o la petulancia pequeñoburguesa explican su hostilidad a la tradición abolicionista y su seguidismo de las construcciones neoliberales. Ante semejante confusión ideológica, los propietarios y accionistas de los grandes burdeles de la Jonquera pueden dormir tranquilos. Las mujeres prostituidas en sus locales, no. Mucho hablar de “derechos laborales”, pero nadie ha sido capaz de enunciar ni uno solo. ¡Que prueben a redactar un convenio colectivo del ramo de la prostitución! No serán capaces de esbozar un párrafo siquiera que no contenga una violación flagrante de los derechos humanos o del derecho del trabajo. En términos estrictamente sindicales, a la vista de los estragos que la prostitución supone para la salud de las mujeres, su práctica debería estar lisa y llanamente proscrita, como lo fue en su día el trabajo infantil en las minas. Pero, en el caso de algún grupo parlamentario, hablamos de cosas particularmente dolorosas. Como lo recordaba en redes una buena amiga, veterana militante de izquierdas, el grupo de los comunes cuenta en sus filas con un antiguo secretario general de CCOO: podría explicar a su portavoz qué es un sindicato y en qué consiste su labor.
En cualquier caso, el espectáculo resultó descorazonador. Pero la realidad es muy tozuda. Y, por suerte para la izquierda, el movimiento feminista también. La regulación de la prostitución responsabiliza a las mujeres de su propio destino. El abolicionismo, por el contrario, señala la responsabilidad de los hombres, que detienen una incontestable posición de dominio en nuestras sociedades patriarcales. Por eso combate la trata y la demanda que la alimenta. Por eso despenaliza totalmente a las mujeres, a quienes se obliga a brindar los medios necesarios para que recompongan su autonomía vital. Decían algunas diputadas que no se puede andar por ahí distribuyendo carnets de feministas. Cierto. Se trata de acomodarse melancólicamente a las servidumbres que impone el capitalismo de nuestros días… o de optar por el progreso civilizatorio que marca la lucha por la igualdad.
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