Se armó un considerable revuelo a partir de un fragmento de la intervención de Irene Montero, el pasado 21 de septiembre, ante la Comisión de Igualdad del Congreso. La derecha y Vox – con particular vehemencia – acusaron a la ministra nada menos que de promover la pedofilia, atribuyéndole la afirmación de que “los niños tienen derecho a tener relaciones sexuales con quien les dé la gana”. Ni que decir tiene que se trata de una manipulación. En realidad, Irene Montero replicaba a la diputada de Vox, Lourdes Méndez, defendiendo la necesidad de una adecuada educación sexual, justamente para dotar a los menores de recursos para identificar posibles abusos. La frase de la ministra, eso sí, sacada de contexto, podía ser fácilmente explotada: “Todos los niños, las niñas, les niñes – volveremos sobre la tediosa oficialización ministerial de la neolengua queer – de este país tienen derecho a conocer su propio cuerpo; a saber, que ningún adulto puede tocar su cuerpo si ellos no quieren, y que eso es una forma de violencia. Tienen derecho a conocer que pueden amar o tener relaciones sexuales con quién les dé la gana, basadas, eso sí, en el consentimiento”. Una coletilla precisando algo así como “al alcanzar la edad y la madurez necesarias para que tal consentimiento sea realmente libre e informado”, quizá hubiese evitado una utilización torticera de esas palabras.
Sólo quizá. La izquierda se indigna ante la demagogia de Abascal, amigo de pedófilos declarados como Sánchez Dragó, clamando contra una izquierda “que amenaza la integridad de nuestros hijos”. Y tiene motivos la izquierda para sulfurarse. Pero aún anda lejos de captar el fondo del problema, aún no es consciente del amplio flanco que está prestando a los ataques de las derechas. Trotsky decía que, a fin de cuentas, las únicas críticas útiles son las llamadas “críticas destructivas”. A condición, claro está, de saber encajarlas. En la medida que el adversario quiere ante todo hacerte daño – decía el viejo revolucionario -, al descargar sus golpes, pone al descubierto los puntos más vulnerables de tus defensas, que necesitas fortificar. Desde luego, lo de Vox no es una crítica, sino una calumnia. Pero tampoco deberíamos esperar que la extrema derecha manejase la dialéctica con la caballerosidad de un maestro de esgrima. Lo importante es ver qué flanco desguarnecido ataca. Si lo hacemos, tal vez empecemos a entender por qué gente tan poco delicada como Giorgia Meloni le ha dado un revolcón a una izquierda históricamente imbuida de finneza como la italiana.
PP y Vox han olido sangre con la “Ley Trans”. Y no exactamente por una cuestión de principios o de coherencia ideológica. El PP gobierna comunidades que cuentan con leyes y protocolos transgeneristas. Pero esas disposiciones, con el apoyo de la izquierda, han ido entrando por la puerta de atrás de los parlamentos autonómicos, sin que la ciudadanía se percatase de ello. Ahora, el feminismo ha abierto una batalla a nivel nacional. La controversia atravesó al propio gobierno de Pedro Sánchez y ha desencadenado un conflicto en las filas del PSOE. Con toda razón, el feminismo alerta de que el proyecto de “ley trans” – convertido en fetiche del Ministerio de Igualdad -, amenaza no sólo los derechos adquiridos por las mujeres, sino la salud y el desarrollo integral de los menores. Países como Suecia o Reino Unido, que adoptaron en su día leyes similares, están haciendo marcha atrás en materia de tratamientos hormonales y quirúrgicos, de consecuencias irreversibles. Todo el entramado jurídico que esta ley viene a coronar se basa en la creencia reaccionaria de que es posible “nacer en un cuerpo equivocado”, sustituyendo, como fundamento de derecho, la realidad biológica por la idea de un “sexo sentido”, dictado por una voz interior. Un sexo que se identificaría con los estereotipos que el machismo más rancio ha utilizado desde siempre para definir el semblante y los comportamientos “propios” de hombres y mujeres. En realidad, lejos de ser rupturista, la ley confiere una nueva e inusitada vitalidad a los estereotipos patriarcales, proyectando su reflejo invertido. Antes, una niña debía vestir de rosa y jugar con muñecas; ahora se afirma que, si a un niño le atraen esos juguetes, es que en realidad se trata de una niña, y hay que reafirmar esa identidad.
El exabrupto de Abascal puede funcionar. No porque Irene Montero promueva la pedofilia, sino porque su ley amenaza efectivamente el desarrollo saludable de la infancia y la adolescencia. Al saltar la polémica ante la opinión pública, muchas familias pueden percibirlo así. La ministra habla el lenguaje de una secta, no el del pueblo llano. La gente de los barrios no entiende qué demonios es eso de “les niñes”. Pero sí que entenderá que puede perder la patria potestad sobre sus hijos, si no acepta que éstos sean inducidos a iniciar una “transición” llena de peligros para su salud. Y captará también, quizá confusamente, que todo ese discurso conlleva una inquietante hipersexualización de la infancia, pues niños y niñas serían capaces de “autoidentificar” su verdadero sexo – enmascarado en la ley con el apelativo de “género” – desde la más temprana edad. Con su bronca, la extrema derecha está apelando a esa legítima inquietud, consciente de que ese sentimiento irá a más. Y la izquierda, en la inopia, opta por “sostenella e no enmendalla”. No sólo el gobierno mantiene su proyecto, desoyendo el clamor del feminismo, sino que lo tramita por vía de urgencia, acortando plazos, evitando comparecencias, y confiriendo potestad legislativa a la Comisión de Igualdad para hurtar el debate al pleno y, con él, a la ciudadanía. Naturalmente, PP se puso las botas este último martes en la Junta de Portavoces del Congreso, presentando un recurso de reconsideración que reclamaba la tramitación de la “ley trans” en los tiempos habituales. Vox apoyó la iniciativa, que fue rechazada por PSOE, Unidas Podemos, ERC y Bildu. Trascienda poco o mucho todo eso a la opinión pública, lo cierto es que la izquierda ha tomado un rumbo de colisión con el feminismo que está dividiendo las filas de los partidos progresistas y que, más pronto que tarde, tendrá consecuencias en las urnas. Y no es menos lamentable que esa misma izquierda tenga un comportamiento caciquil, abandonando a la derecha la defensa de los procedimientos democráticos.
Para rematar la ceremonia de confusión, el PP propone al PSOE una “negociación seria” para sacar adelante la propuesta socialista, de corte abolicionista de la prostitución, que prevé incrementar la persecución del proxenetismo y multar a los consumidores de sexo de pago. La derecha es consciente de que el PSOE necesita sus votos, porque los socios del gobierno no están por la labor. Desde luego, la ley del PSOE resulta muy insuficiente frente al problema de la prostitución, que no puede atajarse solamente con medidas punitivas hacia proxenetas y puteros, sino que requiere de ambiciosos y bien dotados programas sociales y reformas legislativas que amparen a las mujeres en situación de prostitución y les ayuden a recomponer sus vidas. Pero es que buena parte de la izquierda – singularmente, los más fervientes partidarios de la “ley trans” – ha comprado el discurso neoliberal del “trabajo sexual”. Por no decir que reconocen en la mujer prostituida una de esas “identidades” y “disidencias” que pueblan el caleidoscópico imaginario de la posmodernidad. Nuevo desencuentro con el feminismo, históricamente abolicionista.
Y nueva ocasión para que la derecha se apropie el lenguaje de la sensatez, contraponiéndolo a la jerga incomprensible de una izquierda que habla como los médicos de Molière, soltando latinajos sin sentido para darse importancia ante el vulgo y ocultar su crasa ignorancia. Porque, contrariamente a lo que cree esa izquierda, la derecha y la extrema derecha no necesitan ser coherentes para ser escuchadas. Pueden torear sus contradicciones con mayor facilidad que nosotros. Se mueven en un terreno abonado por décadas de neoliberalismo, cuando se intuye un cambio de rasante de la historia. La desazón, las frustraciones, la ira, la ausencia de perspectivas… agitan el ánimo de millones de personas que han ido perdiendo toda confianza en las instituciones democráticas y en la política. Las derechas saben formatear esa inquietud y desviar esa cólera hacia franjas y colectivos más débiles, resguardando así a las élites. Para empezar, su discurso puede parecer más comprensible y antojarse mucho más sensato que las extravagancias de esa izquierda desnortada. O bien volvemos al materialismo, al pensamiento crítico y a la ciencia; o bien retomamos la lucha por la igualdad hablando a la clase trabajadora un idioma donde reverberen sus duras condiciones de existencia… o la derecha, en sus manifestaciones más radicales, seguirá haciéndonos añicos.
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