Catalunya tiene un gobierno zombi. El debate de política general, que debía mostrar la unidad y capacidad de iniciativa del ejecutivo presidido por Pere Aragonés, no ha hecho sino certificar la muerte clínica de la coalición entre ERC y Junts. La caótica celebración del 1-O, con abucheos a Carme Forcadell – y a cuantos líderes han llamado a poner paz en las filas independentistas -, por parte de los exaltados seguidores de Puigdemont, torna impensable una vuelta atrás. Lo que hay ahora es una batalla por el relato, para determinar quién tuvo la culpa del fracaso. Si la ruptura no se ha hecho aún oficial, es por el miedo a perder prebendas y recursos por parte de quienes abandonen el gobierno. Y por un vértigo compartido ante la incertidumbre del día después.
No tiene mayor interés especular sobre posibles giros argumentales, algo a que nos tiene acostumbrados la política catalana. Lo cierto es que hay cansancio y ausencia de perspectivas por parte del independentismo. La estrategia de tensión con el Estado no es más que una bravuconada impotente, blandida por el ensimismado “soviet carlista” de Waterloo. La vía, más pragmática y realista, por la que apuesta ERC necesita alejarse de esa sobreactuación. La coexistencia entre las dos almas del soberanismo se ha tornado imposible. De fondo, tenemos una sociedad emocionalmente dividida… y, al mismo tiempo, cansada e inmersa en unas problemáticas cotidianas – muchas veces angustiosas –, a años luz de las contiendas palaciegas entre los hermanos enemigos.
De algún modo, la fórmula de un gobierno ERC-Junts – con el tortuoso y efímero apoyo de la CUP – contenía una contradicción de origen con los resultados electorales. La “mayoría independentista del 52%” siempre ha sido un espejismo: ni correspondía a una sólida base social, ni abrigaba proyectos compartidos de gestión – en materia de política fiscal, medioambiental o de infraestructuras –, ni tampoco hoja de ruta alguna hacia la independencia. Los presupuestos aprobados el año pasado salieron adelante gracias a los comunes. En realidad, las elecciones del 14-F perfilaron el deseo ciudadano de un cambio de rumbo. El PSC fue el partido más votado, empatado en escaños con ERC. Los republicanos lograban por fin el sorpasso del espacio convergente, haciendo bandera de la negociación con el gobierno de izquierdas de Pedro Sánchez… y siendo premiados por ello. Si sumamos los apoyos recibidos por los comunes al caudal de votos recogidos por PSC y ERC, podemos detectar que se expresaba de este modo una corriente transversal, mayoritaria en la sociedad catalana, favorable a dejar atrás la confrontación del último período, a reconducir las tensiones por la vía del diálogo y a ocuparse del “gobierno de las cosas” – un deseo que las dificultades económicas y las amenazas desatadas por la guerra de Ucrania han fortalecido sin duda. La pugna insomne por la hegemonía ha prolongado hasta hoy la ficción de un gobierno de unidad independentista. Pero la cosa no da ya más de sí. Es inútil prolongar la ceremonia de confusión. Y, menos que nadie, debería contribuir a ello la izquierda.
En el debate de política general, Pere Aragonés se sacó de la manga la propuesta de llevar a la mesa de negociación con el gobierno español la adopción de una “Ley de Claridad”, similar a la canadiense, para establecer las condiciones de un referéndum “que fuese reconocido y tuviese efectos”. No le faltó razón al siempre agudo diputado del PP, Alejandro Fernández, cuando celebró que, con esa propuesta, el President enterrase el 1-O y su supuesto mandato, en la medida que reclamaba la celebración de un referéndum de verdad. La lectura más optimista – en política hay que tomarse en serio lo que dicen los demás para poder discutir y avanzar – sería esa: ERC busca una pista de aterrizaje, observando a la derecha nacionalista por el retrovisor y tratando de acomodar el discurso sobre la autodeterminación de Catalunya a un pacto con el Estado español. Pero un feliz aterrizaje requiere una pista despejada y bien señalizada. La buena disposición de la izquierda debería comportar balizarla adecuadamente para evitar accidentes.
En ese sentido, creo que los comunes se equivocaron votando con ERC una resolución favorable a la “vía canadiense” – tumbada por el Parlament. Porque, más allá de la implícita renuncia a la unilateralidad – algo positivo -, siembra más confusión que claridad y no ayuda a decantar una perspectiva de reencuentro. Más que una “pantalla pasada”, ésta sería una aburrida carta de ajuste. Pido perdón de antemano por citarme a mí mismo. Invoco como circunstancia atenuante que lo escrito sobre la “Ley de Claridad”, por haberlo sido hace años, pone de relieve que se trata de un recurso muy manido y una propuesta sobradamente rebatida.
“La “Ley de Claridad”, aprobada la Cámara de los Comunes y el Senado federal el año 2000, no fue concebida para facilitar ningún referéndum de autodeterminación en Quebec. Antes bien se trataba de disuadir a la provincia de “volver a hacerlo”. El referéndum ya se había celebrado en 1995 y había arrojado como resultado una ajustada mayoría contraria a la secesión. La ley se elaboró tras el pronunciamiento de la Corte Suprema. El alto tribunal consideró que la Constitución no admitía el derecho de autodeterminación, ni la separación unilateral de ningún territorio. Pero, si la clara mayoría de una provincia se pronunciaba a favor de la secesión, el gobierno federal debería negociar una solución… respetando la Carta Magna. Es decir, la Constitución seguiría plenamente en vigor en tanto los términos acordados no fuesen discutidos por todas las partes que se habían dotado de ese marco de convivencia. Así pues, lo que hacía la “Ley de Claridad” era fijar las condiciones bajo las cuales el gobierno federal podría entablar conversaciones susceptibles de concluir con la separación de un territorio. Y esas condiciones eran muy estrictas: la pregunta del referéndum debía ser inequívoca y la Cámara de los Comunes debía validarla; ese mismo parlamento tenía la potestad de determinar si la consulta había decantado una mayoría suficiente para avalar una decisión de tal envergadura; y, sólo si era así, el gobierno podía iniciar las conversaciones. Finalmente, para ser efectiva, la secesión requería la aprobación previa de una enmienda constitucional.”
Y, en ese mismo artículo, publicado en julio de 2019, concluía: “Aunque una y otra responden a estándares democráticos, la Constitución Española es distinta a la Constitución federal canadiense. Por mucho que quisiera, el gobierno español no podría pactar una “Ley de Claridad” y llevarla al Congreso: los aspectos a que se refiere requerirían una reforma constitucional previa. La Constitución Española, con sus exigentes procedimientos de modificación, representa en sí misma una “Ley de Claridad”. Por otro camino, llega a la misma conclusión que la canadiense: en un Estado democrático, la secesión de una parte no es, ni debe ser fácil. No puede estar sujeta a la voluntad de una mayoría – acaso efímera – que actúe ignorando los derechos de todos aquellos que se verían afectados por su decisión.” Ni que decir tiene que aquella ley no fue en absoluto del agrado de los independentistas quebequeses. Justamente porque no era un dispositivo para facilitar consultas, sino para meditarlas muy mucho… y hacer todo lo posible para ahorrárselas. El debate no es teórico. Tenemos experiencias, propias y cercanas, que deberían habernos vacunado contra la frivolidad en cuestiones de tal trascendencia. El 1-O resultó tan divisorio de la sociedad catalana como imposible de implementar. Ni siquiera el independentismo, la parte que lo promovió, es capaz de hacer una lectura compartida del mismo. El brexit ha llevado a Gran Bretaña a una situación tremendamente complicada, precipitando su decadencia. Como señalaba el escritor Jordi Amat en una reciente entrevista, aquellas preguntas dirigidas a la ciudadanía que acaban inquiriendo acerca de una identidad no pueden ser respondidas racionalmente, ni procesadas en términos políticos. Fracturan a las naciones y las conducen a un callejón sin salida, a la frustración y el declive. El populismo se maneja bien en la polarización y el plebiscito; la democracia necesita asentarse en la deliberación, la intermediación y el pacto.
La izquierda en su conjunto debería hacer pedagogía al respecto. El necesario diálogo con el independentismo que se muestre dispuesto a entablarlo – y, por ende, el acercamiento entre sectores de la sociedad catalana que aún recelan unos de otros – no se producirán dando cuerda a ilusiones caducas, sino afianzando el terreno donde la aproximación es posible. Como siempre, el corto plazo de la política lo complica todo. Hay presupuestos que aprobar en Madrid y en Barcelona… y elecciones municipales a la vista. Si se consuma la salida de Junts del gobierno catalán, añadir a ese panorama una nueva contienda autonómica no sería la mejor de las opciones. Pero, de un modo u otro, Aragonés no podría seguir gobernando sin establecer un pacto con la izquierda, y de modo insoslayable con el PSC. Cualquiera que fuese el alcance de ese acuerdo – circunscrito a los presupuestos o extendido a otras áreas de posible consenso en la gobernanza del país -, el sólo hecho de que se produjera rompería el “cordón sanitario” establecido en torno al primer partido de Catalunya. Más aún: reordenaría el debate en torno a un eje de políticas públicas, alejado de la estéril y paralizante confrontación identitaria. Así las cosas, podría abrirse paso un abordaje sereno del desencuentro entre España y Catalunya, del malestar por un insuficiente reconocimiento de la singularidad nacional, de la superación de las heridas del conflicto en el propio seno de la sociedad catalana, acaso la elaboración de un nuevo acuerdo de convivencia válido para unas cuantas generaciones. En eso debería centrar sus esfuerzos la izquierda, y no en resucitar viejas serpientes de verano, encarnación de las vacilaciones que aún subsisten en las filas de ERC.
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