La imposible renovación del CGPJ

Pascual Ortuño

Catalunyapress opicgpj
Foto: Europa Press

 

He descubierto que una de las tareas más reconfortantes de los jubilados es la de volver a conectar con la gente joven. Me han invitado en algunos institutos de enseñanza media a dialogar con los alumnos sobe temas de ética y de justicia y me ha sorprendido mucho el interés que muestran los alumnos sobre la politización de la justicia, a propósito del bloqueo que impide la renovación del poder judicial. No es fácil explicar lo que está pasando.

 

Lo primero que intento aclararles es que el “poder judicial” se concreta en el acto de juzgar y decidir mediante una resolución motivada las demandas que llegan a diario a los tribunales. Al realizar esta actividad, los más de cinco mil jueces que hay en España encarnan el poder judicial, que es el tercer poder del Estado de Derecho. Se quedan extrañados porque lo que yo les digo no concuerda con lo que repiten los medios de comunicación para los que el poder judicial son esas personas que aparecen en los telediarios con unas togas negras con puntillas en las mangas y que no quieren dejar sus puestos, aunque ya se ha vencido el plazo para el que los eligieron. La opinión de muchos jóvenes es que la misión del CGPJ es la de favorecer los intereses de los partidos políticos que los nombraron y que, por esa razón, el PP no quiere cambiarlos porque los suyos son mayoría, y así contrarrestan las decisiones del gobierno. 

 

He de hacer un esfuerzo para no confundirlos más. Les digo que, en realidad, la justicia es un asunto complejo. En la organización del Estado de Derecho los jueces tienen dos misiones importantes. La primera es garantizar a todos los ciudadanos los derechos fundamentales. La segunda función es la de aplicar la ley cuando alguien la incumple.

 

Luego les aclaro que la función judicial tiene muchas limitaciones: la principal es que no pueden sentenciar según su criterio, sino que tienen que hacerlo según lo que establece la ley. En consecuencia, los legisladores, son los que establecen lo que es justo y lo que es injusto. Cuando se critica a los jueces mucha gente piensa que no hacen bien su trabajo, y no es así: son las leyes que establecen los parlamentos las que condicionan las sentencias. La otra importante limitación es que para estudiar en profundidad los casos los jueces necesitan medios, tanto de personal como de tipo material. Aquí los problemas son mayores porque en España se ha diseñado el sistema de soporte a la justicia de una forma absurda. La infraestructura necesaria para e trabajo de los jueces está repartida entre tres administraciones distintas y, en muchas ocasiones, enfrentadas entre sí: el CGPJ, las comunidades autónomas, que tienen competencias en medios materiales y de parte del personal, y el ministerio de justicia. Los jueces carecen de competencia incluso para dar instrucciones a las personas que trabajan en las oficinas judiciales. Lo de “El Proceso” de Kafka es menos enrevesado. Por esta razón existe también un déficit importante de eficiencia en el funcionamiento. 

 

La explicación a este despropósito radica en que a aquellos responsables políticos que pretenden ejercer el poder sin límite alguno, una administración de justicia eficaz no les interesa. Acudiendo a la estadística, el principal cliente de los juzgados son las Administraciones Públicas. La mayoría de las demandas se dirigen por los ciudadanos contra los ayuntamientos, los ministerios, la seguridad social, la hacienda pública, y en consecuencia prefieren que la justicia no sea demasiado rápida ni eficiente.

 

Y a todo esto, los alumnos me preguntan: ¿pero todo esto qué tiene que ver con el CGPJ? Y aquí está la verdadera razón de su importancia. El famoso consejo es un organismo cuya misión consiste constitucionalmente en garantizar que todo el aparato de la justicia funcione bien para que los jueces puedan trabajar y cumplir su función constitucional. Así es como se concibió, y sus responsabilidades son: organizar los sistemas de acceso a la judicatura, emitir informes respecto a los proyectos de ley, proponer al poder ejecutivo (tanto al gobierno central como a los autonómicos) la modernización y adaptación de las estructuras de personal auxiliar y material (informática, etc….), fomentar la excelencia profesional de los jueces y jueces mediante programas de formación inicial y continua y, finalmente, la competencia que ha originado el bloqueo en la renovación del CGPJ, es decir, la de seleccionar a los miembros de la carrera judicial más idóneos para las presidencias de las Audiencias Provinciales, de los Tribunales Superiores de Justicia, del Tribunal Supremo y parte del Tribunal Constitucional y el Tribunal de Cuentas. 

 

Según la Constitución, integran este consejo veinte vocalías. Doce de ellas han de ser miembros en activo de la carrera judicial (elegidos por y entre los propios jueces que deben proponer a tres candidatos por cada plaza para que el Parlamento designe a esta docena de vocalías judiciales) y las otras ocho vocalías deben elegirse por el Congreso y el Senado entre juristas de reconocida competencia. Entre ellos, elijen al presidente.

 

Cuando se estableció el sistema en los primeros años de la transición democrática, con el espíritu de consenso y de lealtad constitucional imperante, la norma establece que el Parlamento ha de designarlos por mayorías cualificadas. Implícitamente lo que el legislador constituyente impuso fue que se eligiesen por criterios de igualdad, mérito y capacidad y  que se pusieran de acuerdo en la designación por mayoría cualificada. Pero muy pronto las élites de los partidos políticos mayoritarios secuestraron las funciones de los diputados y senadores y procedieron a repartirse las vocalías entre ellos, utilizando criterios que, salvando numerosas excepciones, consistían en la fidelidad de los candidatos a los dirigentes de los partidos que los designaban. 

 

Así, de esta forma, se comenzó a degradar el sistema de justicia hasta extremos que podemos considerar dramáticos para el Estado de Derecho. Cuando el PP obtuvo la mayoría absoluta siendo Trillo Figueroa el responsable de justicia del PP, la composición del CGPJ fue ya ciertamente lamentable. Los criterios de imparcialidad, mérito y capacidad se sustituyeron por el rodillo de la mayoría que aseguraban al partido gobernante un grupo de jóvenes jueces -en su mayoría y salvando numerosas excepciones- de absoluta confianza de los líderes políticos. Tanto es así que cuando tras el atentado del 11-M obtuvo la mayoría absoluta el PSOE, aquel consejo tan escorado hacia quiénes los habían nombrado, protagonizaron la primera insurrección constitucional (delito que debería tipificarse penalmente en el mismo grado que la sedición). Basta recordar la arrogancia que mostró un joven Magistrado de discutible mérito e idoneidad, Enrique López, elegido por la mayoría conservadora portavoz de aquel consejo que consiguió demorar su renovación durante tres años (el referido portavoz fue recompensado con un nombramiento posterior para el Tribunal Supremo y hoy es el consejero de justicia de la comunidad de Madrid).

Pero la responsabilidad de la situación actual es compartida por el PSOE puesto que, cuando tuvo oportunidad de enmendar la ley y acabar con el sistema de cuotas de fidelización no lo hizo. Y también los partidos minoritarios, como Izquierda Unida o los nacionalistas vascos y catalanes se adaptaron al pervertido sistema al obtener su parte de la tarta. Otro tanto hay que decir de las asociaciones judiciales.

 

Y llegamos al momento actual en el que Carlos Lesmes ha dado un sonoro portazo en una jugada de estrategia calculada, puesto que durante muchos años ha tenido en sus manos la posibilidad de acometer la reforma del sistema, primero cuando fue alto cargo de los gobiernos del PP en el ministerio de justicia, y después cuando ha ejercido la más alta jerarquía del sistema judicial durante nueve años. Lo que pretende ahora es eludir toda responsabilidad ante un gravísimo problema que él mismo contribuyó a crear.

 

Desde luego, no es éste el momento mejor para pactar una renovación del CGPJ que, después de tanta espera, se ha vuelto a intentar con la misma mecánica que la que generó el problema. Pese a que los medios se han apresurado a anunciar un inminente pacto, las competencias que corresponden al Congreso y al Senado han vuelto a ser secuestradas de nuevo por los líderes de los partidos mayoritarios, el ministro Bolaños y el señor González Pons. Pero es evidente que, aun cuando parecía que estaban alcanzando acuerdos sobre criterios de elección, lo cierto es que han retomado la técnica de repartir las vacantes en base al reparto de cromos. Las conversaciones han terminado cuando el PP ha encontrado una nueva excusa para seguir justificando el contumaz bloqueo, ya crónico, al exigir que el Parlamento no debata una hipotética propuesta de reforma del código penal que rebaje las penas del delito de sedición.

 

Este nuevo intento tenía ya su muerte anunciada. En vísperas de un nuevo proceso electoral y, una vez abierta ya la lucha política sin cuartel de la próxima campaña electoral, ninguno de los dos partidos quiere renunciar a la posibilidad de conseguir en menos de un año un CGPJ acomodado a las nuevas mayorías parlamentarias que ambos, respectivamente, esperan obtener. Los dirigentes populares han aprovechado ahora como justificación a mantener el bloqueo la torpeza del PSOE de no haber activado mucho antes la iniciativa de reforma del código penal, y presentarla ahora como moneda de cambio para que Esquerra Republicana se sume a la aprobación de los presupuestos. Una reforma que, por cierto, ya había sido reclamada por muchos juristas durante el anterior gobierno de Rajoy como vía razonable de salida del conflicto con los independentistas catalanes.

En definitiva, el órgano esencial para que en España esté garantizada la separación de poderes, tiene caducado su mandato desde diciembre de 2018, y sigue sufriendo una especie de secuestro institucional de incalculables consecuencias para la estabilidad democrática. La confianza de los ciudadanos en los jueces se está desmoronando a pasos agigantados porque las reformas estructurales, que indudablemente necesita, no se acometen de forma adecuada, máxime cuando se incrementa la sobrecarga de trabajo por el cáncer que padecemos de la judicialización de la política ante la incapacidad de nuestros líderes de resolver los problemas ciudadanos. 

 

La dinámica en la que nos encontramos inmersos por las posturas incompatibles e irreconciliables de los partidos políticos en una especie de guerra total entre ellos, sin tregua posible ni siquiera entre los socios del gobierno, puede conducir a una quiebra del Estado de Derecho que haga de España un Estado fallido. La propia democracia puede estar en juego. El prestigio y el liderazgo que hemos ejercido en los países de nuestro entorno cultural en otros tiempos, ha sido dilapidado.

Es preciso recordar que, al acabar la segunda guerra mundial, los políticos que hicieron la reconstrucción de Europa tuvieron muy claro que, para impedir la reaparición de sistemas dictatoriales, era necesario establecer unos poderes judiciales fuertes, independientes y respetados, que fuesen garantes del cumplimiento de los derechos humanos y de las leyes fundamentales del sistema democrático aprobadas por mayorías democráticas cualificadas. La experiencia histórica había demostrado que las corrientes demagógicas basadas en la agitación de las masas populares, la “popolocracia”, fue la puerta de entrada de las dictaduras que posibilitaron la desaparición de la división de poderes. La vacuna contra los totalitarismos que arrasaron la Europa continental en el primer tercio del siglo XX pasaba por fortalecer un efectivo y eficiente poder judicial independiente y prestigiado, fuera de toda sospecha, como árbitro supremo en los conflictos individuales y colectivos.

 

La conquista por los partidos políticos de las mayorías en los altos tribunales ha generado grandes beneficios a quienes las han ostentado, pero ha sido a costa de erosionar el prestigio de la justicia. En este sentido el senador Cosidó, veterano parlamentario del PP desde 2004, prestó un gran servicio al pueblo español al aportar la prueba irrefutable del funcionamiento anómalo del sistema con su famoso mensaje de whatsapp, aun cuando en realidad no reveló nada nuevo. El sistema estaba ya tan adulterado que resultaba difícil desprestigiarlo más.

 

En el momento presente es imposible volver al punto de partida y negociar la renovación entre el PSOE y el PP como si no hubiese pasado nada. La mayoría de los candidatos oficiosamente propuestos hace ya cinco años están bajo la sombra de la sospecha. De ellos únicamente dos han expresado públicamente que no aceptan participar en estas condiciones, mientras que el PP reivindica ahora, como excusa y para intentar lavar su imagen, que sean todos los jueces los que elijan directamente a los vocales sin mediatización parlamentaria. 

 

La cuestión es tan importante para la supervivencia del Estado de Derecho en España que no puede demorarse hasta lo que resulte del resultado de las próximas elecciones. Lo que se necesita es un gran pacto de Estado por la justicia y que la comisión constitucional del Congreso, con la asistencia de un grupo de expertos de nuestras universidades, inicie los trabajos para la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, con el compromiso de que se apruebe por el procedimiento de urgencia que se posibilite la renovación urgente de este órgano en base a criterios de independencia, mérito y capacidad, desterrando el sistema de reparto de cuotas entre los partidos mayoritarios. La alternativa a esta propuesta es seguir como estamos. Sin un consenso responsable de la clase política en su conjunto no es posible la renovación con las actuales mayorías parlamentarias, y me temo que tampoco lo será después de las elecciones generales de 2023, por lo que los actuales vocales adquirirán en la práctica el carácter de vitalicios, aun cuando sin posibilidad de ir cubriendo las vacantes por defunción que se produzcan.

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