En estos días me piden algunos amigos que me pronuncie sobre la viabilidad constitucional de que se conceda por el gobierno una amnistía para las personas implicadas, de alguna forma, en la organización y ejecución del “desafío” institucional que supuso la declaración unilateral de independencia de Cataluña.
La cuestión es complicada porque los tribunales de justicia ya han dictado sentencia condenatoria en este caso respecto a una parte de los dirigentes implicados; precisamente contra aquellos que comparecieron voluntariamente ante el juez instructor, ingresaron en prisión, han sido juzgados por el Tribunal Supremo y han cumplido una buena parte de la condena. Los principales beneficiarios de la amnistía que ahora se solicita serían aquellas personas, implicadas en los mismos hechos, que optaron por huir de España y maniobrar en países extranjeros para no ser extraditados y puestos a disposición de la justicia española. Este caso sigue abierto ante la justicia europea, por lo que la medida de gracia que exigen al gobierno entraría en flagrante contradicción con la actividad del estado español ante el tribunal de la UE, que resolverá el caso en los próximos meses.
Por los avatares del destino, que es como muchas veces se escribe la historia, el grupo que rompió el compromiso de mantenerse en sus puestos después de los sucesos del 2017, y de defender la legitimidad de su actuación ante la justicia española, tiene ahora en su mano el poder de inclinar la balanza entre los candidatos de los dos bloques que en las últimas elecciones generales empataron en número de escaños y pugnan por obtener el gobierno de la nación. Curiosamente, esta jugada de “match-point” le ha llegado a Puigdemont en el momento en el que su partido ha obtenido el menor apoyo electoral de toda su historia y estaba a punto de desaparecer de la escena política. Justo en el momento en el que ERC está gobernando en Cataluña y ostenta la hegemonía en el sector independentista.
¿En qué lugar queda ERC al haber optado por una política de pactos que posibilite un camino de entendimiento con los gobiernos de España? ¿Fueron incautos sus líderes al presentarse voluntariamente ante el juez instructor? Si la amnistía implica el “olvido” de unas acciones delictivas que, en puridad, nunca debieron perseguirse ¿Tendrá el estado que indemnizar a los encausados por los perjuicios que han tenido?
En la polémica que se ha suscitado en estos días se evoca la amnistía promulgada en 1977 como consecuencia de la transición del régimen dictatorial a la democracia. Pero la situación no es comparable porque el factor más importante que posibilitó la promulgación de la ley amnistía entonces fue que la conciencia de la sociedad, el “ethos social" mayoritario, había cambiado y resultaba necesario adaptar el marco legal a lo que la ciudadanía demandaba y necesitaba. El consenso en la sociedad española de la época fue prácticamente general. También lo era el contexto internacional porque se estaba saliendo de una larga dictadura que no guarda ningún parecido con la Cataluña de 2017 cuando Puigdemont ejercía de presidente de la Generalitat.
En este punto se debe recordar que, pese a lo obsoleto de las instituciones construidas durante el franquismo, en aquel momento se respetaron las reglas del juego establecidas. Las propias “cortes” franquistas votaron a favor de la Ley de Reforma Política en un episodio histórico que supuso la autoinmolación del régimen anterior. Pero, aun en aquellos momentos, no hubo ruptura del marco legal. Los juzgados y tribunales continuaron aplicando la legislación vigente hasta que el nuevo parlamento elegido democráticamente modificó el marco legal. En el otoño de 2017, las famosas leyes de desconexión no llegaron a entrar en vigor, pero su finalidad era, precisamente, asegurar la continuidad del marco legal, como es esencial en una democracia.
El problema es netamente político por lo que, a este respecto, como jurista, mi opinión no puede ser otra que la de considerar que la amnistía que se solicita es inviable en el actual marco jurídico. Se precisaría de una ley que ha de ser dictada por las cámaras parlamentarias. Lo hemos visto con la reforma del código penal y los indultos concedidos a los procesados que comparecieron voluntariamente ante la justicia y fueron juzgados por los mismos hechos. Los resultados electorales en Cataluña han puesto de manifiesto que la mayor parte de la población ha aprobado estas medidas de gracia otorgando la mayoría al PSC.
La anterior reflexión nos lleva a destacar el poder transformador de las leyes porque, desde luego, para garantizar las libertades públicas de todos los ciudadanos, y la seguridad jurídica propia de un estado de derecho, el cauce apropiado para acometer cualquier reforma que modifique las reglas del juego en democracia, debe respetar el marco legal.
Las aspiraciones legítimas de modificar la estructura territorial del Estado deben poder ser debatidas en el parlamento, que encarna la soberanía nacional. Incluso en lo que se refiere a la Constitución que, evidentemente, debe ser respetada, pero no como un monumento jurídico inamovible e invariable. La propia carta magna en la que hoy por hoy se basa la convivencia pacífica de todos los españoles, prevé su reforma. Si analizamos la historia constitucional española -con el paréntesis de la dictadura consecuente con el golpe de estado de 1936- podemos ver la evolución de los sucesivos textos constitucionales que fueron acompañando a cada periodo histórico, desde las Cortes de Cádiz. Durante la I República, llamada “la federal” hubo hasta cinco textos constitucionales distintos en tres años: el tratamiento de la religión siempre fue una materia muy polémica, y también lo fueron las propuestas federalistas o centralistas, e incluso se modificó, según la época, la propia naturaleza de la forma de estado: la república o la monarquía. Todas estas cuestiones pueden y deben ser debatidas por las nuevas generaciones. En el derecho comparado tenemos el caso de la constitución del Reino Unido, que es consuetudinaria y de conformación histórica sucesiva; como también observamos la evolución de las ya seis constituciones que ha tenido la República francesa, o las múltiples enmiendas de la los EEUU y de muchos países latinoamericanos.
Por estas razones no comparto que nadie se apropie del adjetivo “constitucionalista”, y menos que se identifique el mismo al pensamiento político intransigente con cualquier replanteamiento que postule la modificación de la constitución o la distinta configuración de nuestras instituciones. ¿Acaso los ciudadanos que anhelan la desaparición de la monarquía y la instauración de un régimen republicano no tienen la consideración de españoles? ¿Acaso quienes piensan que el encaje territorial de algunos de los territorios en el Estado debe adaptarse a fórmulas federalistas no tienen los mismos derechos que los que aspiran a una España jacobina y centralista?
En definitiva, son legítimas las aspiraciones independentistas de Puigdemont, y está en su derecho cuando impone condiciones exorbitantes para dar soporte a la investidura de Pedro Sánchez a la presidencia del gobierno. Más aún, se ha de reconocer que en el periodo electoral Junts-per-si no escondió sus reivindicaciones y su programa fue votado por numerosos ciudadanos.
Lo que, sin embargo, veo menos razonable es que determinados partidos de izquierda asuman las condiciones que se imponen menospreciando por completo el marco legal vigente, a cambio de conseguir la presidencia del gobierno, cuando no figuraba este modo de proceder en sus programas electorales. El “París bien vale una misa” es propio de otros tiempos. Los ciudadanos y ciudadanas que votaron estas opciones dieron su apoyo a los compromisos adquiridos por cada uno de los partidos en sus programas electorales y no pudieron pronunciarse respecto de las propuestas que hoy pone encima de la mesa Puigdemont. Lo correcto sería que, ante una propuesta tan relevante, se hiciese una consulta democrática a los propios militantes. Pedro Sánchez ya utilizó esta fórmula para obtener la secretaría general del PSC, y las formaciones que integran la opción de SUMAR han utilizado con frecuencia este mecanismo para conocer la opinión de la militancia. ¿Por qué no hacerlo ahora?
Pero ciñéndonos al papel de la administración de justicia en este tema, los políticos de uno u otro signo no pueden delegar en los jueces y tribunales la solución de un problema del que son responsables. Deben buscarse fórmulas para que los ciudadanos de todas las comunidades, nacionalidades y regiones perciban que la España democrática cuenta con una justicia que les va a garantizar los derechos fundamentales que establece la Constitución y la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero, desde luego, es el parlamento español el que representa a toda la ciudadanía y ostenta la soberanía nacional como poder legislativo, supremo intérprete de la voluntad nacional en cada momento de la historia. A los jueces les corresponderá cumplir con exactitud las leyes que el parlamento apruebe una vez que se tramite el correspondiente proyecto de ley, pero no antes. Lamentablemente la crispación y polarización que se generó en la sociedad española por la pésima gestión de la reforma del Estatut de Cataluña de 2006, por todas las partes, nos ha abocado a un callejón, cuya salida debe buscarse por las vías de la negociación y el consenso.
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