El mundo intelectual, fracturado por la guerra entre Israel y Hamás

Lluís Rabell

Two state solution 1

La guerra lo arrasa todo a su paso. Y la que libran Israel y Hamás no desmiente esa trágica verdad que atraviesa los tiempos. Pero este conflicto, que moviliza a la comunidad internacional, ha provocado ya un daño colateral. “Esta guerra está fracturando también buena parte del campo de las ciencias sociales y del pensamiento, acaso de modo irreversible”, se alarma el filósofo Pierre Charbonnier, profesor en la Facultad de Ciencias Políticas. En efecto. A partir del 7 de octubre, dos campos se han formado rápidamente. Por un lado, se acusa de “antisemitismo” a los manifestantes de la causa palestina; y, por otro, se tilda de “fascismo” a los partidarios de la guerra conducida por Israel. Hasta tal punto que podríamos hablar de “campismo”, esa manera de unirse inmediatamente a uno de los campos en liza, sin tomar en consideración la singularidad de un determinado acontecimiento.

 

Tenemos un campismo de derechas, condensado en la célebre fórmula del oficial de la marina americana Stephen Decatur (1779-1820), “my country, right or wrong”, que podría traducirse como “mi país, con razón o sin ella”, máxima del alineamiento bajo una política patriótica, ya sea pacífica o guerrera, justa o mortífera. “Es como si alguien nos dijera: ‘Mi madre, sobria o borracha’”, ironizaba al respecto el escritor británico G.K. Chesterton (1874-1936), viendo en dicha expresión la manifestación de un nacionalismo primario, “algo que ningún patriota debería decir, salvo en casos desesperados”.

 

Para la derecha identitaria, la defensa incondicional del gobierno israelí ha adoptado la forma de una reacción occidentalista: Israel sería la cabeza de puente de Occidente en un oriente musulmán. Una importación del conflicto orquestada por el nacional-populismo que compara la situación de Israel en el Próximo Oriente a la de Francia y sus extrarradios “islamizados”.

 

El campismo de izquierdas es, por su parte, una herencia de la guerra fría. Se trata de un reflejo político que demoniza un único enemigo (generalmente, el imperio americano) e incapacita para imaginar otras formas de imperialismo, concretamente ruso, como cuando se desencadenó la guerra de Ucrania. Ordenada por Vladimir Putin, la invasión del 24 de febrero de 2022 enterró sin embargo “la visión obsoleta de un mundo en blanco y negro, donde todas las víctimas del único imperialismo – americano – se unirían milagrosamente para hacerle frente”, señala Dominique Vidal, antiguo periodista en Le Monde Diplomatique y especialista en Oriente Medio.

 

No obstante, el campismo sigue impregnando ciertas franjas del anticapitalismo. “Un logicial marxista antiimperialista y estatista caduco que identifica rabia política y criminal, hasta el punto de validar, e incluso de glorificar, el asesinato”, analiza la politóloga Catherine Hass desde la plataforma digital Lundimatin. Una lógica según la cual “los enemigos de mis enemigos son amigos míos”, capaz de convertir las exacciones contra civiles en actos de resistencia, crímenes de guerra en luchas de liberación y a Hamás en movimiento progresista. “El campismo es la enfermedad del pensamiento”, resume Dominique Vidal. Una polarización que impide con frecuencia pasar del reflejo a la reflexión. “El tiempo del pensamiento ha sido aplastado por la tempestad de la guerra y sus atrocidades, la reflexión ya no es actual”, resume, por su parte, el filósofo Ivan Segré.

 

La controversia intelectual se refiere en primer lugar a la asimetría de la compasión. Muchos investigadores reprochan a algunos de sus colegas o amigos no haber mostrado suficiente compasión hacia las víctimas judías asesinadas, ni haber manifestado solidaridad con los rehenes a causa de una indignación selectiva.

 

Peor aún, “una parte significativa de la izquierda no ha condenado los crímenes contra la humanidad del 7 de octubre”, se indigna la socióloga franco-israelí Eva Illouz. Esas matanzas no constituyen un ataque como los demás, sino que se trata de crímenes que reavivan la amenaza existencial sobre los judíos y sobre el Estado de Israel. “Esa masacre retrotrae a los judíos al sentimiento de que su inseguridad ontológica no ha sido resuelta ni por el advenimiento de la nación, ni por la democratización de las sociedades”, analiza Eva Illouz. La ruptura se ha producido de entrada en el ámbito de la compasión con esta frase, “tantas veces oída en la izquierda, ‘es terrible, pero…’”, prosigue la directora de estudios de la EHESS, quien considera que ese “’pero’ resulta casi tan chocante como el silencio con el que fueron tratadas las víctimas, en particular las mujeres víctimas de violencias sexuales, pues ese ‘pero’ encuentra siempre circunstancias atenuantes a la masacre”.

 

“Naufragio intelectual y moral”

 

La compulsividad de las redes sociales acentúa la precipitación y la polarización. Como dice el Eclesiastés (3,7), hay un tiempo para cada cosa, “un tiempo para callar y un tiempo para hablar”. Sin embargo, la sociedad del comentario recubre los acontecimientos bajo un diluvio de opiniones, de invectivas, de anatemas y de intimidaciones, hasta el punto de aniquilar el tiempo del duelo y la estupefacción. Es por eso que este conflicto, donde prima “el sentir en detrimento del argumento”, da fe del “hundimiento de la interlocución”, subrayan Anne-Lorraine Bujon y Antoine Garapon, coordinadores de un dosier de la revista Esprit consagrada al “Próximo Oriente desgarrado” (nº308, diciembre de 2023).

 

“Hay un tiempo para cada cosa, una ética del momento justo, y esa temporalidad debe ser respetada. En horas como ésas (las del 7 de octubre), se trata de condenar y de compadecer, y no de relanzar el debate, ni de ampliarlo”, explicaba el filósofo y especialista del islam Abdenour Bidar (Le Monde, 17/10/2023).

 

La asimetría de la compasión no sólo afecta a las víctimas en Israel. El “doble rasero”, la “doble vara de medir” por cuanto se refiere a los palestinos son objeto de críticas incesantes en las tribunas de opinión y en los anfiteatros de las universidades. Del lado israelí, víctimas y rehenes tienen rostros y retratos, cuyos carteles son a veces arrancados; del lado palestino, las víctimas se ven reducidas a cifras y estadísticas, que parecen acumularse de modo inexorable. Con un balance macabro mucho más abultado en este caso: más de 17.000 palestinos muertos desde el inicio del conflicto, frente a las 1.200 víctimas israelís, según las cifras facilitadas por los beligerantes. “¿Algunas víctimas serían acaso más acreedoras de compasión que otras?”, resume el sociólogo y médico Didier Fassin, titular de la cátedra de Cuestiones morales y desafíos políticos en las sociedades contemporáneas del Colegio de Francia, mientras que la filósofa americana Judith Butler insiste acerca de “la igualdad en deplorar la pérdida de cualquier vida”.

 

“Una vida vale lo mismo que otra, sí, pero no todas las muertes son idénticas”, replica la filósofa Julia Christ, miembro de la Revista K, digital cuyos artículos tratan de “los judíos, Europa y el siglo XXI”. En efecto, “matar destripando a mujeres embarazadas y quemar familias enteras no es lo mismo que causar muertes de civiles como ocurre con la guerra que libra Tsahal (el ejército israelí), cuyo objetivo no es asesinar niños, sino neutralizar a Hamás”, prosigue la autora de El olvido de lo universal (PUF, 2021), que deplora la ausencia de ceremonias de homenaje de las autoridades francesas a los ciudadanos franco-israelís ejecutados.

 

“No todas las violencias pueden ser calificadas del mismo modo, a menos que pretendamos esquivar la potencialidad de lo inhumano en el corazón de lo humano”, insiste, en la revista Esprit, la filósofa Myriam Revault d’Allones, abrumada por “quienes han tratado de reducir el horror del 7 de octubre ‘explicándolo’; es decir, disolviéndolo en un proceso causal”“Se trata de un naufragio intelectual y moral”, deplora Eva Illouz, que se siente “abandonada” por su familia de pensamiento y confiesa que sus puntos de referencia se han hundido. “Se ha establecido una extraña alianza entre los islamistas extremistas y antimodernos y los combates postcoloniales de izquierdas”, prosigue, recordando que “Judith Butler había declarado en 2006 que Hamás pertenecía la izquierda internacional porque era una fuerza antiimperialista”. Incluso si esta figura icónica de la izquierda crítica “ha intentado explicarse sobre esa cuestión, admite Eva Illouzha creado una enorme confusión política y moral”.

 

Clima de sospecha

 

En efecto, esta izquierda global quizá no sea siempre tan unilateral y caricaturesca. “Condeno las violencias cometidas por Hamás sin la menor reserva”, ha escrito Judith Butler, el 13 de octubre en la web AOC (Análisis Opinión Critica). Hamás ha cometido una masacre atroz e indignante”, antes de precisar que “sería extraño creer que toda condena lleve aparejado el rechazo a comprender, por temor a que esa comprensión nos lleve a relativizar las cosas y enturbie nuestro juicio”. Profesora en la Universidad de Berkeley, esta intelectual apreciada en los campus americanos y célebre en el mundo entero, en particular por sus trabajos sobre el género y la vulnerabilidad, estima que al publicar una declaración según la cual “el régimen de apartheid es el único responsable” de los ataques de Hamás, los grupos de Solidaridad con Palestina de Harvard (Harvard Palestine Solidarity Groups) “cometen un error y están equivocados”.

 

Si Judith Butler reconoce que estos grupos de estudiantes tienen “razón sin duda cuando recuerdan la historia de violencias”, que han llevado a los palestinos, como dicen, “a vivir en un estado de muerte, a la vez lenta y súbita”, se equivocan cuando “atribuyen de este modo la responsabilidad de lo sucedido, nada puede disculpar a Hamás por las atroces matanzas que perpetró”. “Es necesario resistirse a la disimetría de la compasión, pero la simetría de las compasiones no equivale a la simetría de las posiciones”, analiza Rony Brauman, antiguo presidente de Médicos sin fronteras. “Comprendo la angustia existencial de los judíos de Israel y los pogromos del 7 de octubre representan un horror absoluto. Sin embargo, no son unos millares de combatientes fanatizados quienes amenazan a Israel, sino su política extremista. Asistimos a una guerra colonial”.

 

Ya se soltó la palabra que constituye sin duda uno de los nudos principales de las controversias que invaden el espacio público. Para una parte de la opinión y de toda una generación, el paradigma de la colonización prima de ahora en adelante sobre el del exterminio. Tanto más cuanto que la “lógica de la identificación” ha substituido a la “política de alianzas”, observa el politólogo Bertrand Badie. Desde las gradas de los hinchas de los equipos de futbol del Sur global hasta una miríada de movimientos sociales internacionales, “la bandera palestina reúne ahora a todos cuantos sufren y son o se sienten dominados”, observa el autor de Por una aproximación subjetiva a las relaciones internacionales (Odile Jacob, 144 páginas, 16’9º euros).

 

Pero, ¿de qué colonización estamos hablando? La más de las veces, de las colonias de poblamiento que el Estado hebreo sigue propiciando en los territorios ocupados desde la guerra de los seis días, en 1967. “Gaza no es una colonia”, precisa el sociólogo Bruno Karsenti, miembro de la Revista K. “Es un territorio soberano”, insiste, reconocido por la comunidad internacional tras el reparto de Palestina decidido por la ONU el 29 de noviembre de 1947. “El ataque terrorista del 7 de octubre tuvo lugar en el territorio no menos soberano de Israel, y por eso la guerra contra Hamás es legítima”, prosigue el autor de El lugar de Dios (Fayard, 512 páginas, 28 euros).

 

“Gaza sigue estando ocupada, replica Rony Braumanlas idas y venidas están controladas, el mar y el espacio aéreo vigilados, el bloqueo impide el acceso a los bienes más elementales”. Y Judith Butler añade: “Si no podemos plantear siquiera el debate sobre la cuestión de saber si el yugo militar israelí sobre la región tiene que ver con el colonialismo o con el apartheid racial, entonces no podemos esperar comprender el pasado, ni el presente, ni el futuro”.

 

La crítica anticolonialista se extiende a veces hasta el propio Estado hebreo, denunciado por una parte de la izquierda radical como un “Estado colonial”. Tanto más cuanto que dos “catástrofes”, dos acontecimientos sin duda incomparables pero que impregan las memorias, se miran frente a frente: la Shoah y la Nakba, el exterminio de los judíos durante la segunda guerra mundial y la expulsión de los palestinos en el momento de la creación del Estado de Israel (1948).

 

Los debates políticos y mediáticos sobre la guerra que libra Israel desde el 7 de octubre lo demuestran sin lugar a dudas: este conflicto se convierte a veces en una guerra de las memorias. “Si hubiese que seguirlas, observa el historiador Guillaume Blancnos veríamos obligados a escoger uno u otro campo”. Sin embargo, prosigue el autor de Descolonizaciones (Seuil, 2022), “la historia no es un supermercado, no podemos escoger. No existe un universo donde encontramos el horror de la Shoah perpetrada contra millones de judíos entre 1939 y 1945, y otro donde habita el terror de la colonización que sufren hoy todavía cientos de miles de palestinos. Sólo hay un mundo y tan solo un pasado. La historia debe aprehenderlo todo. Por eso hay que desembarazarse de los reflejos maniqueos para poder enseñarla y aprender de ella”. Un llamamiento a la historia para evitar el conflicto de las memorias, un recurso a la razón pedagógica a fin de atenuar las fracturas ideológicas.

 

Reacciones airadas

 

Numerosos intelectuales, en particular israelís, como Eva Illouz, se han aplicado a denunciar “el régimen de apartheid jurídico y político que prevalece en los territorios ocupados”, así como la coalición gubernamental constituida tras las elecciones legislativas de 2022 por los ultraortodoxos, el Likud y los colonos mesiánicos de Cisjordania y Jerusalén-Este – imbuidos de ideología supremacista y portadores de un proyecto escatológico. El partido Otzma Yehudit (“poderío judío”, en hebreo), dirigido por Itamar Ben Gvir, actual ministro de seguridad nacional de Israel, “representa lo que nos vemos obligados a designar, a disgusto, como un fascismo judío”, escribía en las páginas de Le Monde en noviembre de 2022, caracterización que sigue manteniendo hoy en día. Especialista en la historia del fascismo y profesor en la Universidad hebraica de Jerusalén, el historiador israelí Zeev Sternhell (1935-2020) había sostenido incluso que “en Israel crece un racismo próximo a lo que fue el nazismo en sus inicios”. Palabras muy duras, para algunos incluso chocantes, pronunciadas por intelectuales sionistas de izquierdas, resueltos a impedir que Israel dé la espalda a sus principios democráticos.

 

Sin embargo, esas críticas no revisten siempre el mismo sentido en los ámbitos opuestos al sionismo. Según la filósofa Avishag Zafrani, preguntada por la revista Esprit“la inflación del léxico antisionista del apartheid, del colonialismo y del militarismo” ha contribuido a “deslegitimar la propia existencia de Israel” – que es también un “Estado refugio” – y ha llevado a “hurgar en las críticas del colonialismo occidental y del apartheid sudafricano, cuyas coordenadas no se corresponden con las de la situación israelí”.

 

En Francia, ha sido otra comparación la que ha cristalizado la disputa más viva entorno al enfoque llamado “decolonial” del conflicto. En una tribuna publicada en AOC, el antropólogo Didier Fassin ha señalado “preocupantes similitudes” entre una masacre seguida de un genocidio, cometidos a principios del siglo XX en el África austral, y las exacciones perpetradas en la guerra que hoy se libran Hamás e Israel. En 1904, en efecto, una parte de los Herero, etnia mayoritaria de la futura Namibia, a la sazón colonizada por los alemanes, se rebeló contra éstos, quienes tras haber roto el acuerdo de protectorado se habían apropiado de las mejores tierras y multiplicado los abusos contra los nativos. Los Herero mataron a 120 colonos. Una masacre cuya revancha provocará el exterminio programado de los Herero, de los que un 80% de la población desaparece entre 1904 y 1911. Precisando que “comparación no equivale a razón”, Didier Fassin estima que “hay una responsabilidad histórica para prevenir lo que podría convertirse en el primer genocidio del siglo XXI. Si el de los Herero se produjo en medio del silencio del desierto del Kalahari, la tragedia de Gaza se desenvuelve ante los ojos del mundo entero”.

 

Las reacciones de una parte de sus colegas fueron airadas. Un colectivo, del que forman parte los sociólogos Luc BoltanskiBruno KarsentiDanny Trom y la filósofa Julia Christ, considera que “Didier Fassin reactiva un gesto antisemita clásico que procede siempre por inversión: acusar a los judíos de ser culpables de aquello que algunos se preparan o fantasean con hacerles”. Otras réplicas, por parte de la socióloga Eva Illouz en Philosophie Magazine o del historiador del genocidio Herero Joël Kotek en L’Express, han abundado acerca de la iniquidad de la comparación: ninguna orden de exterminio ha sido promulgada por el gobierno israelí, a diferencia de las órdenes expresas emitidas por Lothar Von Trotha (1848-1920), general al mando del cuerpo expedicionario alemán en esta región del Oeste africano, a principios del siglo XX.

 

Líneas que empiezan a moverse

 

Didier Fassin ha respondido a sus detractores subrayando que pretendía poner de relieve una “estructura histórica” susceptible de conducirnos al peor de los escenarios posibles. Interrogado por Le Monde, el antropólogo deplora las “maniobras de intimidación” y las “campañas de calumnias” instigadas por universitarios contra colegas que sólo intentan “situar las terribles masacres del 7 de octubre en un hilo histórico, alertando sobre la gravedad de la situación que se vive en Gaza”. La razón de la acentuación de las tensiones en Francia y en Europa radicaría en el hecho de que “los gobiernos han comunitarizado las tomas de posición, asimilando cualquier crítica dirigida contra la política israelí al antisemitismo, a fin de descalificarla”, dice.

 

La crisis es aguda y las heridas profundas. “Lo terrible es que los judíos y los israelís en particular aparecen como colonizadores occidentales que no han aprendido nada de la historia. Y, ahora, cuando uno es judío, incluso en la universidad, procura no mostrarlo demasiado”, afirma la filósofa Julia Christ“Tal vez la era poscolonial haya suplantado el período post-Shoah, apunta Bruno KarsentiEl recuerdo y el significado de la destrucción de los judíos de Europa como brújula de la política europea se desvanecen. Y eso es grave para todo el mundo; es decir, para todas las minorías, tanto si son conscientes de ello como si no lo son”.

 

“Muchos de mis colegas admiten practicar alguna forma de autocensura para protegerse”, señala por su parte Didier Fassin, quien firmó, el pasado 15 de noviembre en Mediapart, junto a más de 1300 investigadores y universitarios, una tribuna denunciando “los obstáculos a la expresión de un pensamiento académico libre tras los dramáticos acontecimientos del 7 de octubre”. De hecho, la mayoría de universitarios permanece silenciosa. “Pero cada vez más voces se hacen oír en el mundo académico internacional, incluida Francia, para pedir que se ponga fin a la hecatombe de civiles en Gaza”, añade el profesor, recordando “lo que Michel Foucault afirmaba en su último curso, impartido en el Colegio de Francia, acerca del “La valentía de la verdad”: decir la verdad es la valentía de quien habla, puesto que se expone a ciertos riesgos, y es también la de su interlocutor, que acepta recibir un mensaje susceptible de herirle. Es una condición de la vida democrática”.

 

Cada parte enfrentada podría reivindicar esa filosofía de “decir la verdad” e incluso lo que Foucault llamaba “la gran cólera de los hechos”. Pero hay líneas que empiezan a moverse. Así, en una tribuna de opinión de Le Monde, el filósofo Pierre Zaoui evita hablar de “pogromo” para referirse al 7 de octubre o de “genocidio” para hablar de la ofensiva del ejército israelí, “esas palabras espantajo que lo embrollan todo”, escribe el autor de La travesía de las catástrofes (Seuil, 2010). Para Pierre Zaoui “ya va siendo hora de que una mayoría de judíos grite”, como se pidió a los musulmanes que lo hicieran tras el 11-S, “Not in my name” – no en mi nombre – “frente a las innombrables violencias que padece desde hace más de un mes la población de Gaza, y en primer lugar sus niños”.

 

La fractura se ha extendido también al terreno del feminismo. Algunos colectivos afean a otros su falta de reacción frente a las violaciones, asesinatos y atrocidades sexuales infligidas a las mujeres israelís el 7 de octubre. Una polémica recurrente desde hace años, y particularmente viva en el curso de las manifestaciones de solidaridad con el movimiento iraní “Mujer, vida, libertad”. De manera general, la guerra entre Israel y Hamás reactiva la crítica lancinante hacia el “islamo-izquierdismo” y el wokismo por parte de los círculos conservadores. “El antisemitismo es el estadio supremo del wokismo”, lanzaba el escritor Alain Finkielkraut en el Journal du dimanche del 5 de noviembre.

 

“Este tipo de simplificaciones no nos ayuda en nada”, lamenta Julia Christ, rehusando sumarse a “la crítica neoreaccionaria de los enfoques poscoloniales y los estudios de género”, cuya presencia en la universidad tiene, según ella, toda legitimidad. De ahí la importancia de pasar de la moral a la política. Desde la universidad Columbia, en Nueva York, facultad dividida por manifestaciones, contramanifestaciones y cartas dirigidas a la administración por uno y otro bando, y “donde, desgraciadamente, cada cual puede hacer valer atrocidades para esta fase de una guerra que ha durado demasiado tiempo”, el filósofo Souleymane Bachir Diagne observa que “el campo cuya voz se ha tornado inaudible en medio del estrépito y el furor es el de la paz”. Ese partido, prosigue este respetado representante del pensamiento poscolonial, entiende que “hay que reagrupar a la conciencia universal en torno a la cuestión palestina, cuestión que no podemos contentarnos con ‘gestionar’, y de la solución de los dos Estados, cuya promesa encerraban los acuerdos de Oslo (suscritos por Isaac Rabin y Yasser Arafat en Washington, en 1993)”.  

 

“¿Serán capaces los intelectuales de volver a trabajar juntos después de lanzarse acusaciones tan graves y de trazar unas líneas de frente tan marcadas?”, se pregunta Pierre Charbonnier. A pesar de las divisiones que amenazan con fracturar durablemente a la comunidad universitaria, la fuerza de la razón y de la intelectualidad acabará por prevalecer. Porque es con frecuencia en la vorágine de los acontecimientos donde las sociedades necesitan de la fuerza del pensamiento para orientarse.

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