La inmigración, debate pendiente en la izquierda

Lluís Rabell

Catalunyapress rabell1feb24

 

Cada día que pasa, vamos tomando consciencia de la trascendencia de las elecciones europeas del próximo mes de junio. El rumbo de la construcción europea está en disputa en medio de una profunda crisis del orden global. La guerra se ha enquistado en Ucrania, desangra al pueblo palestino y amenaza con incendiar Oriente Medio. La reelección de Trump es una hipótesis verosímil. Y eso supondría un refrendo mundial para el nacional-populismo, lanzado al asalto de las democracias liberales. La “operación especial” de Putin es, en última instancia, un choque gran-ruso con el proyecto integrador europeo.

 

Pedro, si las amenazas son tales no es debido a conspicuas conspiraciones reaccionarias. Lo esencial ocurre a plena luz del día. Hay una reconfiguración del capitalismo mundial y una tensa redefinición de las hegemonías y las relaciones geoestratégicas. Y nuestras sociedades se ven tensionadas en medio de una desazón general. En el horizonte, se vislumbra angustiosamente el crescendo bélico, el avance del cambio climático y la decadencia de las clases medias, mucho más que la posibilidad de un futuro mejor. El cambio de perspectiva, el paso del miedo a la esperanza, depende ante todo de la propuesta de un proyecto creíble para Europa, de un proyecto federal capaz de aunar sus enormes potencialidades. Hoy por hoy, con unas fuerzas conservadoras ampliamente capturadas por el discurso del repliegue nacional de la extrema derecha, esa responsabilidad incumbe ante todo a la izquierda. Y, si hay que apurar más aún, depende – cuando menos en lo inmediato – de la capacidad de la socialdemocracia para sobreponerse a ciertos fracasos y a notorias torpezas, algunas muy recientes, y dar un paso al frente.

 

Porque, reconozcámoslo, si la extrema derecha ha dejado de ser marginal y llega a los gobiernos, es en gran medida porque la izquierda no ha hecho las cosas bien, porque ha rehuido batallas y terrenos de disputa donde otrora había sido fuerte. La extrema derecha ha captado la ira de los perdedores de la globalización y ha formateado sus miedos, mientras la izquierda tendía a sermonearlos desde la superioridad intelectual de las élites ilustradas – curiosamente, un genuino producto del ascenso social propiciado por el hoy menguante Estado del Bienestar, de matriz socialdemócrata. La cuestión de la emigración ha sido, es – y sin duda será – uno de los terrenos más decisivos. Por ahí es por donde la izquierda ha perdido más fuelle en Europa. Y en la respuesta a ese desafío es donde más nos jugamos. El tema estará en el corazón de muchos comicios: europeos, nacionales e incluso autonómicos. (Sin ir más lejos, la derecha independentista catalana, que proclamaba su voluntad “acogedora” durante el “procés”, se siente tentada de explorar los réditos del discurso antiinmigración y el miedo a un “gran reemplazo”. Refuerzo de una identidad mítica y amenazada… para aglutinar una base social frustrada tras el fracaso de un viaje a ninguna parte).

 

Tiene mucha razón el profesor y ensayista Josep Burgaya, compañero de Federalistes d’Esquerres, cuando urge a la izquierda a abrir sin temor una discusión por demasiado tiempo diferida, ciertamente compleja, pero insoslayable. (“Immigració: ni tabús ni estigmes”. Ara. 30/01/2024) Necesitamos declinar una política migratoria clara. Y necesitaríamos que fuese una política europea. La evolución demográfica de las viejas naciones industriales hace que, en el curso de las próximas décadas, se necesite el aporte humano de unos cincuenta millones de personas – que sólo pueden asegurar los flujos migratorios – para mantener la capacidad productiva de Europa y sus avances sociales. Eso es lo primero que hay que saber y decir.

 

Resultará vital tratar de gobernar ese proceso, para que sea lo más ordenado posible. Como señala igualmente Burgaya, el problema reside menos en la capacidad de integración cultural de las sociedades democráticas que en las condiciones materiales de la acogida, atenuando previsibles tensiones sociales. La política exterior europea deviene en ese sentido fundamental. Lo ideal, para garantizar los derechos y la seguridad de los migrantes, sería la contratación en origen. Del mismo modo, que la cooperación, el comercio justo, las ayudas al desarrollo de los países emisores, la contribución a la justicia climática – así como una diplomacia común pacifista –, generando oportunidades, contendrían los movimientos más desesperados. Aún así, hay ya demasiados y poderosos factores – guerras, hambrunas, desertificación… – actuando. Una oleada migratoria de fondo está en marcha y no se detendrá. Migración económica y demandas de asilo. Se trata de gestionarlo todo de la manera más humana y respetuosa. La externalización de las fronteras no evitará las tragedias. Europa no puede desmentir con los hechos los valores que proclama sin acabar por pagarlo muy caro. Pero hay que actuar también de modo realista. Y no va a ser fácil compaginar todos los aspectos de la cuestión. Cuanto más desordenadas sean las llegadas, más fácilmente serán absorbidas por sectores económicos de escaso valor añadido, que basan su modelo de negocio en la explotación de una mano de obra desprotegida. Eso no sólo es injusto para los extranjeros, sino que favorece una percepción negativa por parte de los trabajadores autóctonos – que podría agravarse en los próximos tiempos, sobre todo si hay fuerzas políticas con altavoces institucionales y terminales mediáticas que se dedican a azuzar el miedo.

 

Sabemos – y podemos demostrar, cifras en mano – que la inmigración aporta al cabo mucho más de lo que demanda en materia de prestaciones. Sin su contribución, la Seguridad Social difícilmente podría presentar las cuentas que hoy exhibe. Pero no ignoremos las tensiones que pueden aparecer ante los zarpazos de la precariedad, la condensación de la pobreza en terminadas zonas urbanas y la crisis habitacional. El espíritu solidario y la fraternidad que promueven las entidades sociales puede verse desbordado por la intolerancia, si llega el momento de acceder a determinados servicios, becas o prestaciones… y los ingresos de un familia trabajadora se salen por poco del baremo correspondiente, mientras que otra, apenas más pobre, logra esos beneficios. El color de la piel puede volverse muy visible.

 

Durante demasiado tiempo, la izquierda – socialista y alternativa – ha preferido ignorar ese extremo. En España, las dimensiones de la inmigración extranjera – que sólo ha alcanzado proporciones importantes en las últimas décadas – han permitido que eso fuera así. Se ha ido reformulando una Ley de Extranjería, objeto de críticas fundadas, pero que también ha amparado distintos procesos de regularización, en particular bajo gobiernos del PSOE. Pero pronto no bastará ya con eso. La izquierda tendrá que proponerle un relato coherente a la sociedad, una proyección de país, si no quiere dejar la iniciativa a la extrema derecha. Por supuesto, no cabe achantarse ante su agitación xenófoba y la excitación del miedo. Pero no bastará con desmentir bulos. Porque tampoco cabe ignorar la dura situación de la clase trabajadora, de los barrios más desfavorecidos. Y aún menos pretender acallar su inquietud invocando el racismo. Si la tensión se torna insoportable, el viraje en sentido contrario puede ser muy brusco y nada acorde con los valores tradicionales de la izquierda. En Inglaterra, el Labor no se atreve a renegar del brexit por miedo a la reacción del viejo electorado obrero que se dejó seducir por la ilusión de un retorno al pasado merced al cierre de fronteras. Y en Alemania, Die Linke bordea el abismo a causa de la escisión liderada por la carismática diputada Sahra Wagenknecht, que rechaza el “buenismo” de esa formación radical, pero cuyo discurso no está nada claro en qué se distinguirá del de Alianza por Alemania – a la que pretende disputar el voto popular. Aquí y allá, la izquierda alternativa se ha embebido mucho de política identitaria y posmodernidad, y ha quedado muy debilitada. Conserva menos lazos que la socialdemocracia con la tradición materialista ilustrada, a la que hay que recurrir para reencontrar un camino transitable. En el escenario que se avecina, nada sería más erróneo que abordar la cuestión de la inmigración bajo el prisma étnico o de comunidades religiosas – lo cual no quiere decir que se maltrate el derecho al culto o las manifestaciones culturales propias de los recién llegados. Pero la izquierda necesita ante todo hablar un lenguaje social y de derechos, de integración ciudadana democrática. El comunitarismo nos debilita y da alas a la fragmentación de las poblaciones. Sobre la incomunicación, la desconfianza y la ausencia de códigos compartidos de ciudadanía agita sus banderas de resentimiento la extrema derecha.

 

Por lo pronto, la discusión – en términos políticos, no estériles y moralizadores – empieza a aflorar en el seno del socialismo. A ello se refiere el artículo, recientemente publicado por Le Monde que recogemos a continuación. Ojalá la reflexión se extienda y desemboque en un rearme político de la izquierda. El tiempo apremia.

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