Colonialismo tóxico
¿En qué medida se pueden clasificar y reciclar, separar y reutilizar? ¿Cuál es la realidad de lo que tiramos y a dónde va a parar?
Ceder terreno a las mafias, en cualquiera de sus formas, siempre es un mal negocio. A partir de los millones de toneladas de residuos sólidos que se generan en el mundo, hay una industria de los residuos que merece la atención de organizaciones sin escrúpulos que la controlan para su abuso y provecho y ocasionando el mayor perjuicio para la comunidad.
Hace más de treinta años que se lanzó al ruedo la expresión ‘colonialismo tóxico’. Ha cogido auge y es redundante, pues el término colonialista ya supone invasión y opresión; es peyorativo e insano, pues augura efectos perjudiciales. Sin embargo, con ella se quiere denominar la práctica de verter los residuos lejos de casa para que otros se coman el marrón, no importa que se intoxiquen. La realidad de los residuos obliga a pensar y a ser justos y ecuánimes: ¿En qué medida se pueden clasificar y reciclar, separar y reutilizar? ¿Cuál es la realidad de lo que tiramos y a dónde va a parar? ¿Es indiferente que las ballenas, por ejemplo, aparezcan en las costas con el estómago lleno de plástico o que el río más sagrado del planeta, el Ganges, sea uno de los más contaminados del mundo? Resulta muy conveniente, si no es imprescindible, disponer de plantas de basura bruta que permitan un tratamiento mecánico biológico para rescatar lo mejor que se pueda todo lo que salga de las casas sin separar, a saco; consiste en poner en marcha una cinta transportadora, distinguir y recoger metales y vidrios, en especial, o bien materia orgánica.
Se investiga sin descanso sobre los límites de lo posible. Arthur C. Clarke, el autor de 2001: la Odisea del espacio, afirmó hace más de sesenta años que cualquier tecnología suficientemente avanzada no llega a distinguirse de la magia. En su libro Vertedero (Capitán Swing), el periodista británico Oliver Franklin-Wallis desarrolla la importancia y repercusión de todo aquello que se desecha. Entre los muchos datos que da, cuenta que la industria agrícola mundial genera cada año del orden de 4.500 millones de toneladas de excrementos, la mayoría se almacenan en estanques de líquidos efluentes superficiales, y su escorrentía (corriente de agua que se vierte al rebasar su depósito o cauce) está asfixiando nuestros sistemas fluviales. O que, sólo en Estados Unidos y en un solo año (el 2020) se enviaron unos 20.000 millones de paquetes embalados. En todo lo que compramos se genera basura. También en los miles de productos nuevos de ropa, numerosas fibras textiles acaban incineradas o arrojadas a vertederos. No resulta indiferente tampoco el destino de los productos electrónicos desechados. Hay que saber qué consecuencias implica, a no pocos les trae sin cuidado. Hay que encontrar un punto medio: ni el indiferente egoísta y perezoso ni el agobiante puritano y talibán (a veces perseguir ser perfecto ocasiona daños inesperados).
Nadie ignora (tampoco quienes buscan dinero rápido, tanto da el perjuicio que así se produzca) que es fundamental reducir las concentraciones en la atmósfera de los gases del efecto invernadero (su reducción limita los daños y costes del cambio climático), pero también nos conviene minimizar la generación de residuos. A menudo, propuestas sensatas e incluso muy provechosas quedan devaluadas a ojos de muchos ciudadanos, por ser transmitidas en continuas campañas partidistas, de espaldas al consenso y a su natural asentimiento. Deberíamos orientarnos según un modelo de producción y consumo que busque maximizar los recursos disponibles para que permanezcan el mayor tiempo posible en el ciclo productivo, es lo que se entiende por economía circular.
Por otro lado, sabemos que se producen cánceres u otras enfermedades por una larga y abusiva exposición al amianto o al plomo. Hay suelos y aguas residuales saturadas de metales pesados y sustancias químicas tóxicas que se acumulan en la cadena alimentaria. Hay que pensar también en los desechos radiactivos de los hospitales.
Los residuos nucleares, dice Franklin-Wallis, obligan a pensar en un tiempo profundo: “Los desperdicios enterrados en Onkalo (un depósito de combustible nuclear gastado, en la costa oeste de Finlandia) seguirán siendo radiaciones durante decenas de milenios”. ¿Cómo advertirlo con avisos que duren 10.000 años?
Asimismo, recuerda la rotura de una presa de relave de uranio en Church Rock, Nuevo México, cuatro meses después del accidente del reactor de Three Mile Island en 1979: “La catástrofe liberó 360 millones de litros de agua radiactiva y vertió más de mil toneladas de lodo de uranio en el agua potable de la nación navajo, dejando un legado tóxico que aún es perceptible hoy en día”. Al fondo de la escena, hay otro colonialismo del que se habla muy poco y que nos intoxica y envenena con basura mental. Deberíamos distinguir sus residuos.
Escribe tu comentario