La desconcertante situación política y social en Catalunya requiere una reflexión serena respecto a una cuestión clave: ¿vivimos una verdadera pandemia de lo que se podría denominar "Síndrome de la discordia"?
En Medicina, un "síndrome" (del griego "syndrome") es un conjunto de signos y síntomas que presenta alguna enfermedad con cierta identidad y significado. Por otra parte, la discordia es un desacuerdo, una oposición entre personas que tienen pensamientos, sentimientos o deseos enfrentados. Esta palabra proviene del latín "discordia" y contiene dos elementos. El primer elemento es el prefijo "dis-", que indica separación. El segundo es "corazón-cordis", es decir corazón. Por tanto, el alejamiento de los valores, sentimientos y emociones de una parte de la ciudadanía hacia la otra provocaría la instauración de este imaginario (o no tanto) síndrome.
Obviamente, en nuestro país hay discordia. La ha habido siempre, desde la Guerra de los Segadors del siglo XVII hasta los hechos de mayo de 1937 entre anarquistas y comunistas. Pero la verdadera pregunta que nos debemos hacer hoy es: ¿la discordia ha alcanzado ya el rango de pandemia?
La respuesta es no -un no rotundo-, aunque algunos medios de comunicación lo quieran hacer ver con sus prácticas desinformativas y manipuladoras.
Les daré cuatro argumentos y una posible solución al respecto.
El primer argumento tiene que ver con la manipulación de los "mass media" por parte de ciertas corporaciones que operan de forma solapada y oculta. Su influencia ha conseguido que determinados medios de comunicación de masas -tanto tradicionales como modernos- se empeñen en generar un falso relato sobre los recientes acontecimientos públicos acaecidos en Catalunya. Un falso relato inventado tanto por determinada prensa, radio y televisión más propagandística que informativa como por algunos hiperventilados pregoneros de las redes sociales. Ambos tipos de profetas de la postverdad convergen en un mismo objetivo: la distorsión deliberada de la realidad con el fin confundir a la opinión pública para influir negativamente en sus actitudes sociales y crear, en el imaginario colectivo, un falso estereotipo de situación casi prebélica. Pero no nos engañemos: esta propaganda espuria no resiste la mínima confrontación con los hechos objetivos. Basta con salir de casa y ver la realidad, el ambiente social que se vive a pie de calle en nuestras ciudades y pueblos.
Basta con una mirada crítica a nuestro entorno para ver que el día a día lo desmiente tozudamente. El anecdotario de lamentables enfrentamientos no amenaza seriamente la paz social. No sería sensato ni realista creer que la violencia ha podido finalmente enseñorearse de unas calles y plazas donde durante la última década se han venido manifestando pacíficamente cientos de miles de ciudadanos -tanto unionistas, independentistas como equidistantes- cuyo comportamiento cívico ha sido la envidia y admiración de Europa.
Una segunda razón se fundamenta en la cultura de nuestro pueblo. La idiosincrasia de los catalanes no es en absoluto proclive a conflictos violentos. Somos más partidarios del diálogo, de la cordura y de la inclusión del otro respetando la diversidad. Somos un pueblo de migrantes que acoge más de un millón de recién llegados mayoritariamente integrados en nuestra cultura. La nuestra es una Sociedad multicultural que habla 277 idiomas. Conviven en ella 160 nacionalidades que, en su diversidad, han conseguido hacerlo en paz y concordia. Esta convivencia inclusiva se ha basado tradicionalmente en el "fer les coses plegats" a partir de la interacción solidaria entre las personas. Somos gente pacífica que ha demostrado siempre un exquisito respeto a la diversidad que nos conforma y nos enriquece como seres humanos y como Sociedad.
¿Qué persona sensata puede creer a aquellos que nos quieren hacer ver lo contrario magnificando las acciones violentas de una pequeña parte de ciudadanos que apenas son un hilo de agua en medio de un mar sereno y calmado?
Una tercera razón es de carácter demoscópico. La mayoría de catalanes -sean unionistas, independentistas, equidistantes o neutrales- no suelen expresar sus opiniones en público. Los que sí lo hacen -en un sentido u otro- apenas son la mitad de la ciudadanía. Naturalmente, no se trata de contraponer a la mitad de ciudadanía activa y reivindicativa contra la otra pasiva y sufridora. En absoluto: ambas merecen el mismo respeto ya que son las dos caras de la misma moneda social. Respeto y consideración por igual a todos los sectores de una Sociedad que sigue conviviendo serenamente, como siempre, haciendo de la concordia uno de nuestros grandes valores cívicos. Pero lamentablemente esta buena convivencia no suele generar noticias. Lo que sí lo hace son los incidentes violentos tan espurios como estadísticamente minoritarios, pero que algunos insensatos se obcecan en pregonar públicamente como si fueran las siete plagas de Egipto.
El cuarto y último argumento tiene relación con la identidad de los catalanes. Sería pueril creer que estamos ante un problema de identidad como pueblo, a pesar de que muchos nacionalistas de los dos lados quieran llevar el debate a este extremo. No se trata de un verdadero problema identitario: sentirse español o catalán o ambas cosas a la vez siempre ha sido y sigue siendo considerado por la mayoría de nuestros conciudadanos como algo perfectamente legítimo y respetable. Cada uno es libre de sentirse una cosa u otra, ¡faltaría más! Hemos sido y somos diferentes entre nosotros —y lo somos en muchos sentidos—, pero esto siempre nos ha enriquecido más que separado. No cabe duda que esta diversidad enriquecedora es una característica estructural de nuestro país. Pero ahora que renacen fuerzas irracionales que pretenden enfrentarnos, hay que trabajar más para que nuestras legítimas y lógicas diferencias no se conviertan en desigualdades inaceptables.
Finalmente, me gustaría expresar mi punto de vista sobre cuál podría ser la solución: el empoderamiento de la ciudadanía. La nuestra siempre ha sido una tierra donde los ciudadanos se han unido libremente para avanzar socialmente. Existen asociaciones de todo tipo: culturales, deportivas, sociales... y hay más de 4.000 registradas. A través de este denso tejido asociativo, todos -unionistas, independentistas, equidistantes y neutrales- deberíamos poner nuestro granito de arena para conseguir que se oiga la voz de la ciudadanía. Es tan necesario como urgente alzar la voz y denunciar tanto el autismo de algunos políticos ultraconservadores como las mentiras de otros alocados agitadores populistas. Nuestra ciudadanía en su conjunto tiene el legítimo derecho (y el deber cívico, creo yo) de reclamar soluciones políticas a los problemas políticos, rechazando una judicialización de la política y una politización de la judicatura que nos han conducido a un callejón sin salida.
Cada poder debe ser un instrumento que sólo se utilice para lo que ha sido diseñado. Lo contrario sería tan desastroso como intentar curar una pulmonía a golpes de bisturí o tratar una fractura de cadera con antibióticos.
Por tanto, ya basta de callar. Exijamos respetuosamente que se inicie un diálogo constructivo para lograr la concordia social. Un diálogo que respete las leyes pero que no sea visto como una opción más sino como una necesidad tan irremplazable como urgente. Un diálogo que tenga en cuenta que las leyes —sean europeas, españolas o catalanas— cuando se interpretan torticeramente como la única alternativa al diálogo, nunca son una solución si no un problema añadido. Porque la elaboración, interpretación y aplicación de las leyes necesita obligatoriamente del diálogo para tener legitimidad social. Sin diálogo, la imposición de leyes rechazadas por parte de la Sociedad puede ser antinatural y convertirse en un obstáculo insalvable para la convivencia.
A los ciudadanos nos toca reclamar que se acabe la sordera de algunos políticos -catalanes, españoles y europeos-, exigirles que escuchen la voz de la calle, recordarles que son ellos los que deben servir a los ciudadanos y que están obligados a acatar el clamor popular que demanda que se sienten y dialoguen sin condiciones ni prejuicios. Que no se levanten hasta que lleguen a acuerdos favorables para todos. Obliguemos respetuosamente a los políticos a que construyan, con generosidad, puentes de entendimiento y comprensión. El inexplicable ensañamiento irracional de la política debe acabar ya. No es tan solo el deseo de la mayoría social, es una necesidad vital.
En definitiva, si queremos evitar que execrable Síndrome de la discordia se convierta próximamente en una peligrosa pandemia, tendremos que reclamar la aplicación de una vacuna que es tan simple como efectiva: diálogo para la concordia social.
Escribe tu comentario