​El hombre invisible

Lluís Rabell


Sindicato OTRAS


A raíz del intento de registrar la entidad OTRAS como "sindicato de trabajadoras sexuales", ha resurgido con inusitada fuerza el debate acerca de la legalización de la prostitución, enfrentando a los sectores partidarios de normalizar esta actividad con la corriente abolicionista –que la considera una forma extrema de violencia de género. El debate divide al movimiento feminista y, de manera no menos aguda, a la izquierda.


Este último es un hecho muy relevante. Tiene que ver con todo un haz de factores ligados al triunfo de la neoliberal: retroceso del movimiento obrero, incremento de las desigualdades y precariedad generalizada, hundimiento de las utopías de emancipación del siglo XX… En sus últimas décadas, el ascenso del feminismo se cruzó con la crisis del Estado social, conquistado en la posguerra. La crítica de sus rasgos androcéntricos, que perpetuaban la discriminación, fue tiñéndose de individualismo. La desazón de haber llegado "al fin de la historia" acabó impregnándolo todo, incluido el pensamiento de la joven generación, formada en el mundo fragmentado de la posmodernidad. Sólo así se explica que la visión de la prostitución como "trabajo" o "fuente de empoderamiento" haya calado en amplios sectores de la "nueva política". Algo muy llamativo a tenor de la secular tradición abolicionista de todas las corrientes de la izquierda y del propio feminismo histórico. Hoy en día, Louise Michel, Rosa Luxemburgo, Alexandra Kollontai, Federica Montseny o las"Mujeres Libres" de la CNT serían tildadas de mojigatas victorianas. Y la entrañable Fantine de "Los miserables" sería celebrada como una mujer emancipada, ejerciendo el derecho a su propio cuerpo tras abandonar un empleo mal pagado en una fábrica. Así, podemos a ver profesoras universitarias, por cuya imaginación jamás ha cruzado la idea de encontrarse ellas mismas "haciendo la calle", lucir con toda frivolidad camisetas con el eslogan "Soy puta feminista".


Pero no menos llamativa resulta la ausencia de los hombres como tales en esta confrontación. El feminismo siempre ha denunciado la invisibilidad de la mujer en la esfera pública como la expresión del dominio patriarcal sobre la sociedad. 


Pues bien, cuando hablamos de prostitución, ese dominio se manifiesta justamente… a través de la invisibilidad del hombre. El debate queda muy falseado en la medida que los sectores partidarios de legalizar la prostitución lo presentan como una discrepancia entre mujeres. La pretensión de que sólo aquéllas que se encuentran inmersas en la prostitución tienen legitimidad para hablar de ella supone una doble impostura: por el hecho de reivindicar su reconocimiento como una actividad profesional más, todas las mujeres devienen candidatas a la prostitución. Y, por otro lado, la situación de coacción y pérdida de autonomía en que malviven las mujeres prostituidas las reduce al silencio. Curiosamente, las demandas de quienes dicen hablar en nombre de las "trabajadoras sexuales" coinciden siempre con las de los proxenetas, deseosos de expandir sus negocios.


La prostitución constituye un privilegio masculino. Tanto si se trata de mujeres y niñas como de hombres, los consumidores de sexo de pago son siempre varones. A lo largo de la historia, la prostitución ha sido un comercio viril: mediante engaño, brutalidad o abusos, algunos hombres han condicionado y deshumanizado mujeres, convirtiéndolas en mercancía y poniéndolas a disposición de otros hombres. Eso es más cierto que nunca en nuestra época, en que las industrias del sexo mueven ingentes sumas de dinero a nivel mundial y necesitan incorporar constantemente nuevos contingentes de mujeres y niñas, reclutadas entre las más pobres. No hay actividad que constituya un vector tan claro de la opresión de género, étnica y de clase. Y no hay institución que, como ésta, esculpa de modo más rotundo la masculinidad en términos de dominación y violencia sobre la mujer. ¿Hasta cuando interpretaremos el papel del hombre invisible?

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