Aunque en algunos edificios públicos, calles y plazas se exhiben todavía carteles anunciando y saludando a la invisible ‘república’, lo cierto es que la mayoría de la población presta escasa atención a tales exhibiciones de derroche presupuestario de los Ayuntamientos, y cada vez son más los catalanes que dan por sentado que la fantasía acabó el 27 de octubre de 2017, justo en el mismo instante en que el Parlamento de Catalunya aprobó su constitución. Tras escuchar a sus líderes repetirles una y otra vez “ahora es la hora” y todo está “a punto”, los ciudadanos esperaban que Puigdemont apretara en ese instante el botón rojo y activara la ‘ley de transición jurídica y fundacional de la república’ (aprobada con ese fin el 8 de septiembre de 2017), para sustituir la Constitución y el Estatut por la nueva legalidad republicana y poner en marcha las tan cacareadas estructuras de estado: los consejos de electos y de la república, la agencia tributaria, el banco central y la agencia de protección social. Pero los promotores del engendro aceptaron mansamente su destitución por el Gobierno: unos salieron huyendo a su ‘exilio’ dorado en Bélgica o Suiza; otros dejaron sus cargos y despachos sin apenas rechistar y comparecieron puntuales ante los jueces instructores; la heroína Forcadell llegó incluso a excusarse, diciendo que la cosa iba de mentirijillas y ella no proclamó nada. Descorazonador espectáculo para los republicanos de buena fe que haberlos quizá haylos.
Tras los meses de impasse y desconcierto por la aplicación del 155, la batalla por el poder entre ERC, la embrionaria Crida-JxC de Puigdemont y los restos del naufragio de CDC (PDeCAT) ha vuelto a recrudecerse, una vez recuperado el control del gobierno de la Generalidad y del Parlamento de Catalunya. Quienes defendemos la igualdad de todos los españoles y rechazamos el federalismo mal entendido, al dejar vacía de competencias las instituciones federales, no podemos olvidar que todos los partidos secesionistas comparten dos objetivos: seguir desacreditando la democracia española, dentro y fuera de nuestras fronteras, y continuar impulsando el proceso secesionista en Catalunya. Difieren tan sólo en cómo deben administrar su doble fracaso: como rapaces administradores y pésimos gobernantes, y como conspiradores fracasados.
Torra, pese a su verborrea radical, plagada con guiños a los CDR y a la vía eslovena, pasará a la historia como un ‘botifler’ melifluo, incapaz de colmar las expectativas de quienes esperaban ver al nuevo presidente de la ‘república’ presentarse en Lledoners, no a lanzar improperios contra el Estado que él representa en Catalunya, no a compadecer a unos presos según él injustamente encarcelados, sino a decirles ‘sois libres’ y abrirles personalmente las puertas de sus celdas. Como nadie le impide hacerlo, Torra se ha convertido en cómplice necesario de los jueces que los enviaron a prisión. Aunque Puigdemont vive a cuerpo de rey en su mansión republicana de Waterloo a costa de los contribuyentes –me temo que más del Reino que de la ‘república’–, contempla con desasosiego como el paso de los días va diluyendo su halo de ‘playmóbil’ revolucionario. Su última ocurrencia ha sido requerirle a su solícito emisario –120.000€ lleva Torra dilapidados en viajes ‘oficiales’ para visitar a prófugos– y a JxC que propongan por enésima vez su investidura telemática, no porque crea que tiene alguna posibilidad de ser investido, sino para recuperar protagonismo y poner en aprietos a sus compadres de ERC que, aunque con la boca pequeña, han avalado a Puigdemont como ‘president’ legítimo.
Por su parte, los republicanos de Esquerra reconocen que la hoguera de polvo y paja que ellos mantuvieron viva, incluso cuando Puigdemont parecía inclinarse a convocar elecciones, se apagó el 27-O. Su objetivo primordial en esta nueva fase es mantener la agitación durante el juicio a Junqueras, pero sin arriesgarse a perder el control de la máquina de hacer independentistas que es la Generalidad. Con capacidad legislativa y 38.061 millones de presupuesto consolidado en 2017, su control resulta vital para levantar barreras que impiden al resto de españoles acceder a las Administraciones catalanas, para adoctrinar impunemente en escuelas e institutos públicos (y concertados), para alimentar infundios (‘España nos oprime’, ‘España nos roba’) y desafección desde los potentes medios públicos (y subvencionados) de comunicación, y para inyectar recursos al entramado asociativo comprometido con el derecho a decidir, donde junto a ANC y Òmniun, están Fomento, Cocet y Pymec, el Consejo General de Cámaras, organizaciones sindicales como CC.OO. y UGT, y un denso entramado de asociaciones culturales y sociales (Asociaciones por la lengua, Plataforma por la lengua, Consejo escolar de Catalunya, FC Barcelona y un larguísimo etcétera).
La cuestión clave para quienes estamos comprometidos con la defensa de la igualdad de los españoles es cómo debemos afrontar los próximos meses y años. En una entrevista publicada hace unos días, Molina, investigador del Real Instituto Elcano, afirmaba que “el independentismo ha de pasar el duelo, vendrá la depresión y la aceptación”. No comparto, en absoluto, este pronóstico. Aunque es cierto que quienes organizaron el golpe de Estado eran conscientes de la debilidad de sus cartas, lo cierto es que las jugaron con gran habilidad hasta el final y salieron prácticamente indemnes del embate: apenas seis meses después recuperaban el timón de la Generalitat y el entramado administrativo-mediático-asociativo seguía intacto. Si además los secesionistas obtuvieran de Sánchez, como parece sugerir con aprobación Molina, concesiones tales como “plasmar la pluralidad del Estado (por ejemplo en el terreno de la lengua)” y mejorar el autogobierno y el reparto del poder con las minorías ‘nacionales’, la conclusión que podrían extraer es que aunque el 27-O no lograron la independencia, salieron fortalecidos y están mejor pertrechados para librar la próxima batalla. Un error mayúsculo.
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