Corresponde el muermo a un estado existencial proscrito en nuestras sociedades de felicidad compulsiva. Si no eres feliz, mejor muérete. La construcción de un mundo propio en continua excitación vital es alfa y omega para la filosofía de vida de muchas gentes. Quienes no la consiguen se hallan sometidos a una frustración domeñada mediante el escapismo, a menudo farmacológico. En los últimos años, el consumo de antidepresivos y ansiolíticos en España ha crecido de forma exponencial. Sin embargo tales usos palidecen si se les compara con la deletérea plaga que se extiende en Estados Unidos con el rampante consumo de analgésicos y opiáceos.
A no pocos frustrados ‘perdedores’ estadounidenses --en una sociedad de winners and losers-- el consuelo de atiborrarse con las drogas médicas les basta para pasar los días y las horas. En 2016, el economista de la Universidad de Princeton, Alan Krueger, publicó datos sorprendentes respecto al uso de analgésicos en el país norteamericano. Según sus investigaciones, casi la mitad de los hombres de entre 25 y 54 años que no eran activos laboralmente tomaban medicamentos diariamente para aliviar el dolor (o la percepción del mismo). Dos tercios de ellos lo hacían con prescripción médica.
La prestigiosa Brookings Institution emitió un informe sobre la epidemia de los opiáceos en el que se señalaba al consumo de opiáceos como factor decisivo en la reducción de la población activa laboral masculina, la cual había descendido en septiembre de 2015 al mínimo del 62% del total de la población varonil. El propio Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca publicó otro inquietante informe en el estimaba unas pérdidas de casi el 3% del PIB estadounidense en 2015, a consecuencia del abuso de las drogas. Se tomaba en cuenta no sólo el incremento del gasto médico y la cantidad de horas no trabajadas por la adicción farmacopea, sino también por las muertes producidas por sobredosis. El coste suponía medio billón (millón de millones) de dólares, cifra no muy lejana a la mitad del PIB de España.
Apunta mi admirada colega Helena Béjar, ensayista y profesora de sociología en la Universidad Complutense de Madrid, que nuestra sociedad individualizada ha estimulado modos y convenciones zombis, eliminando viejas certezas como las provistas por el matrimonio y la familia, aún en profunda transformación, las cuales contrarrestan con desigual fortuna el caos normativo de la modernidad líquida. “Fuera de ellas es el desierto emocional y sexual, la soledad, la depresión y el abismo del suicidio. Dentro, el colchón económico en tiempos de crisis, el salvavidas afectivo, la energía emocional que nos dan los otros y que nos mantiene como seres vinculados”, escribe la autora de Felicidad: la salvación moderna.
Como seres sociales, los humanos cuentan con los demás para procurarse felicidad y bienestar. ¿O ya no es así? Según las proclamas del individualismo posesivo cada cual es único propietario de sus destrezas y capacidades, y de ello no debe gran cosa a sus congéneres. Los individuos asociales son alérgicos al Estado del Bienestar, y sólo aceptan una versión residual del mismo con mínimo coste y máximo beneficio para ellos. Se pretende alcanzar una autonomía individualizada que no necesita imperativamente del prójimo. La mundialización económica y la difusión del modelo neoliberal de globalización anglo-norteamericana reduce a una cuestión puramente de gustos la forja de identidades individuales autosuficientes, huérfanas del esfuerzo común ciudadano y del amparo de las instituciones públicas.
Así, los riesgos inherentes a la vida social deben ser cubiertos, en primera instancia, por los propios individuos. Según palabras de Margaret Thatcher, “…existen individuos, hombres y mujeres, y existen familias. Y ningún gobierno puede hacer nada si no es a través de las personas, y las personas han de ocuparse, ante todo, de ellas mismas. Nuestro deber consiste en ocuparnos de nosotros mismos, y [solo] después de ocuparnos de nuestro prójimo”. La sociedad queda reducida, pues, a la sociedad de mercado. Si acaso, y en vez de una militancia de hostilidad hacia el colectivo social, se prefiere una posición de autosuficiencia en clave personal con una evitación de obligaciones sociales, las cuales sí predominan --por paradójico que puede parecer-- en sociedades individualistas, como las nórdicas, pero con un alta interiorización personal de los deberes para con los otros.
En este tipo contrapuesto de individualismo social los ciudadanos emplazan vicariamente a las instituciones estatales del bienestar a ocuparse de quienes necesitan ayuda, eludiendo quizá una implicación personal directa. Pero el alto grado de confianza mutua y capital social de las sociedades escandinavas hace posible una gran solidaridad institucional en una ‘sociedad de individuos’ dispuestos a sufragar generosamente con sus impuestos alta prestaciones y servicios sociales. Dichas sociedades no están, claro está, exentas de críticas. Para los amantes de la novela negra les recomiendo vivamente la lectura de las célebres intrigas de Maj Sjöwall y Per Wahlöö, redactadas entre 1965 y 1975, durante la época que se conoció como Edad de Oro del bienestar social. Más allá de la urdimbre policiaca desarrollada en cada una de las novelas, se cuela --aún subrepticiamente-- la mirada crítica de los autores denunciando que no todo era ‘oro lo que relucía’ en la próspera y civilizada sociedad sueca de los años 1960-70. Su acerada disección es de carácter moral respecto a la persistencia del desviacionismo criminal y de cierta mentalidad de retraimiento individualista.
No se confunda, empero, que hacerse el ‘sueco’ y refugiarse en opciones de proyectos individuales sea una etiqueta referida a muermos sociales, tediosos y aburridos. O a personas que vegetan adormecidos por el efecto de los opiáceos u otras drogas. Las clasificaciones de los países donde mejor se vive en el mundo insisten en posicionar en sus primeras posiciones a los europeos del norte. Será por algo, ¿o se trata de otro escapismo esta vez estadístico?
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