Política y justicia

Lluís Rabell

Antoni Bayona, letrado mayor del Parlament de Catalunya durante la tormentosa legislatura que desembocó, el 27 de septiembre de 2017, en una presunta y discutible declaración de independencia, ha publicado recientemente un libro apasionante, merecedor de la mayor atención: “No todo vale”. (Ed. Península). En él nos advierte de cuán peligroso resulta “intentar disociar democracia y legalidad… porque no hay nada tan anti-democrático como negar el valor de un derecho cuyo origen es democrático”. La práctica y el relato del procés están atravesadas por el intento de desbordar el ordenamiento jurídico. Y, por ese camino, la política se desliza fácilmente hacia un populismo autoritario y fractura la sociedad en lugar de organizar la convivencia. Así ocurrió en las lamentables sesiones parlamentarias del 6 y 7 de septiembre de aquel año, en que la mayoría independentista, atropellando los derechos de la oposición, forzó la adopción de las leyes de “desconexión”. Así pues, la sesión que supuestamente debía consumar el mandato democrático del pueblo catalán, dice Bayona, “fue la menos democrática celebrada jamás”. Tan poco democrática como el esbozo de República que surgió de aquel Pleno: un Estado sin separación de poderes, en que la magistratura quedaba bajo el control del ejecutivo… mientras sus decretos escapaban a cualquier control jurídico. Como escribió por aquel entonces el constitucionalista Xavier Arbós, “quizá se trata de un Estado nuevo, pero no mejor”.


Bajo los lodos de aquella crisis, la relación – siempre tensa – entre política y legalidad atraviesa una auténtica prueba de fuego con el juicio de los líderes del procés que se celebra en el Supremo. No se trata, repite su presidente Manuel Marchena, de un juicio contra el independentismo, sino contra la vía unilateral que emprendieron sus dirigentes. Se juzgan hechos, no ideas políticas. Lo cierto, sin embargo, es que este juicio tiene una enorme y explosiva carga política. Su desenlace será trascendente para el devenir político de la democracia española – que el independentismo se esfuerza por poner en entredicho a los ojos de Europa – y, por descontado, para la cohesión de la propia sociedad catalana. Más aún: la celebración de este juicio certifica el fracaso de una acción política que no supo gestionar y encauzar el mayor conflicto institucional habido desde la transición. Por un lado, hubo temeridad al poner en peligro la autonomía y desafiar al Estado en una jugada “de farol”. Por otro, Rajoy dimitió de la política y se refugió tras las togas. De tal modo que la magistratura debe enfrentarse a una tremenda crisis política... en unas condiciones propicias a hacer que los jueces se sientan como el último baluarte del Estado. Y estos, como es sabido, declinan su percepción de las cosas según las pautas del Código Penal. Envenenada combinación que explica sin duda el relato de Pablo Llarena – apuntando a los delitos de rebelión y sedición – y que hace temer un veredicto severo por parte del Supremo.


No pocos juristas contestan la pertinencia de tales cargos, que requieren el concurso de la violencia. Y, no de cualquier violencia, como la que podría resultar del desbordamiento de una protesta callejera. Se requiere, indica Bayona recordando la posición del tribunal de Schleswig-Holstein, “un nivel de violencia de suficiente intensidad para forzar a la autoridad estatal a ceder a las exigencias de los acusados”. Estos cometieron sin duda graves tropelías, de consecuencias políticas y sociales muy negativas. El verdadero juicio debe ser el de la opinión pública, el de la ciudadanía. Para que la democracia y la política triunfen es decisivo que la justicia sea ecuánime, que se ajuste a Derecho y no fuerce los hechos hasta que encajen en determinados tipos penales. “La “desobediencia sistemática” podría ser objeto de consideración penal. Pero hoy no lo es y hay que aceptarlo. Lo que no se puede hacer es castigar por elevación”.

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