La inminente sentencia del Tribunal Supremo pondrá punto final a lo que hemos conocido como el 'procés'. O, según como se mire, punto y seguido. Ésta no ha sido ciertamente la Diada más multitudinaria ni entusiasta de los últimos años. Sin embargo, la asistencia que logró congregar la manifestación convocada por la ANC y Òmnium demuestra que toda una parte de la sociedad catalana sigue ahí, apegada al anhelo de la independencia. Más allá de estados de ánimo, divisiones entre partidos, fracasos y ausencia de estrategia, es un fenómeno que ha venido para quedarse.
Hay poderosas razones para que no decaiga la desazón de las clases medias que confirió fuerza y amplitud al movimiento. El desorden global, el inicio de una nueva fase de recesión en la economía mundial, las incertidumbres que pesan sobre Europa… seguirán favoreciendo las tendencias a los repliegues nacionalistas e identitarios.
Este 11-S hemos podido constatar hasta qué punto el movimiento entraba en conflicto con las propias fuerzas políticas que lo han alentado y amparado. La manifestación exigía “unidad” al tiempo que 'expulsaba' a los dirigentes políticos de su cabecera. En la próxima etapa esas contradicciones irán en aumento, con la pugna inacabable entre ERC y la enésima mutación radicalizada de Convergència por la hegemonía del independentismo. Hoy son los republicanos quienes adoptan un tono más pragmático y querrían celebrar elecciones cuanto antes. (Un objetivo que, de fracasar definitivamente la investidura de Pedro Sánchez, quedaría relegado y tal vez cuestionado por un eventual giro en España, favorable a las derechas). Torra y Puigdemont, cuya influencia tiene mucho que ver con la permanencia de una fuerte tensión con el Estado, preferirían, por el contrario, prolongar la legislatura. Aunque ello suponga seguir con una Generalitat paralizada, sin presupuestos, incapaz de atender las demandas de una sociedad cuyas bolsas de pobreza se hacen crónicas y camina hacia una fase decadencia.
Si esa división restó afluencia al 11-S, por otro lado contribuyó a que aflorase el pósito de amargura que el fracaso de la vía unilateral ha dejado en el movimiento. Ya nadie cree que la independencia esté a la vuelta de la esquina. Pero nadie se atreve a hacer un auténtico balance, nadie quiere ser tildado de botifler. Marta Rovira aventura que quizás el 1-O no tuvo suficiente legitimidad – ¡llevaron el país al precipicio en nombre de aquel "mandato" - y reconoce "que nadie sabe muy bien cómo lograr la independencia". No obstante, cuando menos en un primer momento, la sentencia permitirá ocultar responsabilidades, luchas intestinas y ausencia de perspectivas. El objetivo de una inalcanzable secesión dará paso a la protesta indignada contra la justicia de un "Estado carcelero"; la enseña de la República será substituida por la exigencia de una amnistía. Un objetivo no menos improbable que el anterior – pues sería necesaria una reforma previa de la Constitución y supondría una abdicación del Estado de Derecho frente a quienes, más allá de la calificación de su conducta, quebraron el ordenamiento democrático vigente… Pero un objetivo que permite apelar a la emoción, invocar el sufrimiento de las personas que puedan ser condenadas y evitar que la razón y la política se abran paso.
Que antes de conocerse la sentencia - y sus razonamientos jurídicos - se oigan voces airadas rechazando de antemano cualquier otra alternativa, indica que una parte del independentismo prefiere tener mártires a explorar salidas factibles al conflicto. Salidas que, sin duda, requerirán atender a las situaciones penales que pueda producir la sentencia – poco prosperaría un diálogo con interlocutores encarcelados -, pero que deben ser respetuosas con las resoluciones judiciales y la separación de poderes. Las izquierdas y el catalanismo moderado deberán esforzarse por desactivar una nueva escalada, que sólo podría saldarse con otro fracaso.
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