A lo largo de todo el “procés”, el movimiento independentista, sus acciones masivas o la conducta de sus dirigentes han discurrido siempre por cauces pacíficos. En ese sentido, está fuera de lugar el parangón con ETA que pretendía establecer Ciudadanos en el debate parlamentario del jueves pasado, exacerbando la crispación ambiental. El rechazo de tales maneras - y, por descontado, la presunción de inocencia que ampara a cualquier acusado en tanto no haya recibido una sentencia condenatoria -, no deberían llevarnos a ignorar las señales de peligro. La defensa cerrada de los detenidos, cuestionando la legitimidad de la investigación judicial, constituye un tremendo error. En él incurrieron los portavoces de ERC, JxCat y la CUP, adoptando una declaración que “exigía el fin de la represión y la libertad de las personas perseguidas y presas por sus ideas políticas” (¿Junqueras y los demás encausados por el Supremo en el mismo saco que unos presuntos saboteadores?)… y que, lamentablemente, suscribieron también los comunes.
Estos años han removido las aguas de la sociedad catalana. Se han roto los grandes consensos del catalanismo. Han surgido fracturas. Y ha ido adquiriendo nuevo vigor un nacionalismo de rasgos identitarios que palpitaba ya en la obra de Jordi Pujol. Con el fracaso de la vía unilateral, la esperanza de alcanzar la República se ha desvanecido y la “revolución de las sonrisas” ha mutado en un rictus de amargura.
La combinación de esos factores con el discurso de los dirigentes podría convertirse en el caldo de cultivo de fenómenos indeseables... que acabasen cobrando vida propia. Los días 6 y 7 de septiembre de 20017, el independentismo proclamó que la mayoría lo podía todo: la “democracia” así entendida estaba por encima de las leyes que la encarnan, de las garantías que amparan a las minorías y, por supuesto, de los tribunales. Quienes no compartíamos tal visión quedábamos de hecho excluidos de la catalanidad. El independentismo era, pues, depositario de“la voluntad del pueblo”. Enfrente había una España monolítica, retrógrada y autoritaria. Las cargas policiales del 1-O cristalizaron definitivamente esa percepción y abrieron una profunda herida emocional en el país. Tras el aciago otoño de 2017, los lazos amarillos substituyeron a las “esteladas”. No sólo como una legítima protesta por los encarcelamientos, sino como expresión de una superioridad moral ungida por el dolor.
¿Sería acaso extraño que, en esa atmósfera caldeada, determinados individuos o grupos, más allá de los cálculos de los partidos, sintiesen la tentación de radicalizar la lucha? Cuando el propio president Torra habla de confrontación con el Estado, ¿debería sorprendernos que algunas mentes ofuscadas concluyesen que eso no puede limitarse a la disputa sobre una pancarta en el balcón de la Generalitat? Estos días hemos podido ver a entrañables abuelas gritando “pim, pam, pum, que no quede ni uno” frente un cordón policial. O a un ilustre doctor, distinguido con Creu de Sant Jordi, proclamar que “esta tierra es nuestra y a quien no le guste que se vaya” ante un auditorio emocionado por una soflama digna del más rancio carlismo. Una paranoia de conspiraciones y atentados de falsa bandera se extiende por las redes. Alguien frotó la lámpara y surgió un movimiento de masas, abrazado a un relato maniqueo. Ahora, el genio se resiste a volver a su estrecho habitáculo. Y ni siquiera quienes querrían emprender un camino más pragmático se atreven a enfrentarse a su mal humor.
Tan insensato sería excitar los ánimos en busca de una profecía auto-cumplida del terrorismo, como ignorar que la atmósfera se está cargando de electricidad. No cabe ambigüedad alguna respecto a la violencia. Es la hora de la responsabilidad. Y la izquierda debería dar ejemplo.
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