Cabe implementarlo. Sin mayores dilaciones. En una situación crítica como la que atraviesa España, no sirve seguir mareando a la perdiz y deslomarla en vuelos cortos, fútiles y cansinos. Las voces que reclaman la puesta en vigor de un programa de ingresos mínimos para aquellos ciudadanos necesitados es un clamor. Hasta el Papa Francisco se ha unido a las demandas. Bravo por el pontífice.
Además, es la auténtica prueba de fuego de política pública para el gobierno de coalición PSOE-UP. Una decisión que justifica su propia existencia. Si no es ahora, ¿cuándo…?
No será porque la medida suponga una decisión radical extemporánea o disolvente. Más bien es un instrumento de cemento social para legitimar la cohesión de nuestra democracia. Y altamente legitimada por las élites pensantes, la intelligentsia y el común de las gentes. Hasta adalides del neoliberalismo más rampante (Milton Friedmann o Luis de Guindos) han abrazado la propuesta. Y es que, más allá de su razón de ser filosófica, los mercaderes se rinden a la evidencia de que las gentes deben disponer de dinero para gastarlo y estimular la demanda interna de la economía. Algo de Perogrullo keynesiano.
Se oponen los que quieren bajar los impuestos, la derecha cavernícola que confunde la ‘sopa boba’ con la dignidad de las personas. En España se recauda en promedio un 15% menos en impuestos que en Europa. En 2017, la cuña fiscal de España fue del 34,5% del PIB, es decir casi 7 puntos porcentuales menos que en la eurozona. Pagamos menos impuestos en un sistema que debería ser más progresivo y que evitase los escaqueos impositivos para contribuir a los gastos de todos.
El redactor de estas líneas dirigió una tesis doctoral pionera de Ana Arriba González de Durana (‘Rentas mínimas de inserción’, 1999), ahora profesora en la Universidad de Alcalá de Henares, y que en su momento supuso un auténtico aldabonazo académico en una área de estudio no hace mucho olvidada. Afortunadamente el debate ha ganado mucho recorrido últimamente. No son ajenos a ello los previsibles efectos que la digitalización y robotización en el mundo laboral traen consigo (Robotized democracies, Moreno & Jiménez, 2018).
La labor de BIEN (Basic Income Earth Network), de la que me honro en ser miembro vitalicio, ha sido y sigue sido formidable. Naturalmente hay distintas sensibilidades y enfoques sobre si la Renta Básica, en puridad, debe ser universal e incondicional como apuntan algunos amigos ‘robesperrianos’ (permítaseme la expresión), o gradual con criterios selectivos de asignación de la prestación.
Dejemos correr a los galgos y podencos y pongámonos en marcha, por favor. Opiniones hay para muchos gustos. Aquí echo mi propio cuarto a espadas con la fijación de algunos conceptos claves. La denominación del programa no debería ser banal ni llamar a equívocos. Se trata de un ingreso y no de una renta (esta última se entiende generalmente como una contraprestación en el mundo mercantil). Es decir, es un derecho subjetivo, cuya cuantía de mínima alude a un nivel de gasto que permita la supervivencia material del perceptor, según los estándares vitales del momento. Y por último, quizá la conceptualización más decisiva es la de ‘ciudadano’. Su percepción valida la pertenencia de todos a la politeya, en especial la de los ciudadanos precarios que son ‘ciudadanos’ en el papel de los textos legales y constitucionales, pero que luchan malamente por hacer realidad sus derechos y titularidades y su justa aspiración a vivir la vida con una mínima decencia.
De entre las varias opciones para hacer efectivo el programa del ingreso mínimo ciudadano, parece adecuada aquella relativa al denominado ‘impuesto negativo de la renta’, que se relaciona con la percepción de un mínimo de ingresos exento del IRPF. A partir de dicho mínimo se cotiza fiscalmente si es positivo y por debajo del cual no se paga y se obtiene el diferencial en dinero. Se trata, por tanto, que si los ingresos de una persona no llegan a un mínimo exento, el IRPF se aplique también, pero en sentido contrario, a la cantidad de renta que le falta para alcanzar el mínimo ciudadano. Esa cantidad representada para llegar al mínimo exento, se abonaría al declarante hasta llegar al nivel establecido como ingreso mínimo ciudadano.
Entre otras ventajas de la propuesta, debe destacarse que la implementación del programa no requeriría de gastos extras de gestión administrativa. Con el empleo eficaz de los métodos de big data y robotización, su efectividad sería optima. Habría resistencias de parte del funcionariado, ya que chocaría con una administración en parte napoleónica que mantiene posturas renuentes y alérgicas a las posibilidades funcionales de la era digital.
Los ingresos mínimos de ciudadanía deben reflejar el sentido de pertenencia y deben sustentarse en la reciprocidad de la contribución de las personas al bienestar del conjunto social. Por ello, el requisito esencial para su percepción debe ser la “justificación” por parte de los beneficiarios de ser ciudadanos de pleno derecho que cumplen con sus obligaciones fiscales y con la presentación de sus declaraciones anuales de la renta.
Aunque parezca paradójico aseverarlo, un efecto benigno para la salud de las gentes habría sido la irrupción del COVID 19 y la necesaria puesta en vigor del ingreso mínimo ciudadano. Las gentes reflexionan y saben que o actuamos juntos o las consecuencias de anomía y desestructuración son letales para la vida social. No perdamos esta ocasión de civilizar nuestro modelo social europeo en la ‘piel de toro’. A veces las golondrinas no vuelven…
Escribe tu comentario