La constitución española de 1978 estableció una «monarquía republicana»
Según el catedrático Joaquín Varela, autor de “Historia constitucional de España. Normas, instituciones doctrinas”, quien dice de ella que consiguió “una legitimación social nunca alcanzada en nuestra historia”
Se advierten si no vientos de fronda, sí como mínimo brisas que tienden a poner en tela de juicio la validez del consenso constitucional alcanzado en España en 1978 que permitió aprobar una ley fundamental aceptada por todos los partidos, salvo algunos muy minoritarios extremistas y fue respaldada inequívocamente por el pueblo español.
Un consenso que, en la fecunda e inestable peripecia constitucional española, sólo había existido con anterioridad, a su manera, en la elaboración de los textos de 1837 y 1876. Parece, por tanto, un momento muy oportuno no sólo para analizar el vigente texto, sino para contrastarlo con los precedentes habidos en nuestro país desde principios del siglo XIX y así lo ha hecho el catedrático de Derecho constitucional de la Universidad de Valladolid Joaquín Varela Suanzes-Carpegna en su “Historia constitucional de España. Normas, instituciones, doctrinas” que publica Marcial Pons.
Realmente nuestra historia constitucional es tan rica como inestable, salvo algunas honrosas excepciones. Todo empezó con el Estatuto de Bayona impuesto por Napoleón tras la renuncia de los Borbones y la entronización impuesta de José I. Una carta otorgada que no llegó a tener verdadera vigencia. Como tampoco la tuvo la famosa constitución de Cádiz, elaborada por las Cortes reunidas en la isla de León durante la guerra de la Independencia que, promulgada en 1812 en ausencia de Fernando VII, el Deseado se apresuró a derogar a su llegada a España en 1814. Le cabe, de todas formas, el mérito de haber establecido los principios de soberanía nacional y división de poderes, aunque configuró un Estado no sólo unitario, sino también uniforme. Fue no obstante, restablecida dos veces: a consecuencia del pronunciamiento de Riego en 1821 y del amotinamiento de los sargentos de La Granja en 1836. Entre uno y otro momento hubo un efímero Estatuto Real de 1834 al que el autor adjudica el mérito de haberle puesto la puntilla a la monarquía absoluta.
Le siguió la de 1837, tampoco muy duradera, y ello pese a que nació con una inequívoca vocación integradora, frustrada por la ruptura del consenso entre progresistas y moderados que dio lugar a una reforma o, por mejor decir, a una nueva constitución, la de 1845., sujeta, a su vez, a varios proyectos de revisión suspendida de hecho por la “Vicalvarada” de O’Donell que supuso el inició de un proceso constituyente. Su fruto fue la constitución de carácter progresista, pero «non nata», de 1856, que no llegó a estar vigente porque se restableció la de 1845 con un acta adicional.
La “revolución gloriosa” que destronó a Isabel II supuso sin duda el fin definitivo del régimen de 1845, aunque el autor puntualiza que aquel hecho fue “una revolución antidinástica, aunque no antimonárquica”. Buena prueba de ello fue la entronización como rey del duque de Aosta (Amadeo I) Tuvo, como es natural, su propia constitución, la de 1869 “la más progresista de nuestra generación” en palabras de Castelar, que reafirmó el principio de soberanía nacional y configuró una monarquía con poder moderador, pero eludió tres temas importantes: la esclavitud, la pena de muerte y los derechos sociales. La proclamación de la República supuso su derogación «de facto» y la elaboración de un nuevo texto, el de 1873, que no llegó a aplicarse. Pese a ello, las Cortes instituyeron una “república democrática federal” de vida asendereada y breve, experiencia a la que Varela atribuye el fracaso del federalismo en nuestro país y la renuencia posterior a adoptar cualquier forma análoga.
Todo ello llegó a su fin con el regreso de la dinastía borbónica en la persona de Alfonso XII y la subsiguiente aprobación de un nuevo texto constitucional, el de 1876, también pactado que permitió “el establecimiento de una legalidad común que hizo posible el juego regular de las instituciones y el libre ejercicio de las prerrogativas del monarca”, mediante la articulación práctica del bipartidismo dinástico entre Cánovas y Sagasta, una herramienta que dio estabilidad al país hasta que con la desaparición de ambos próceres entró en una larga crisis que acabó con la quiebra del sistema a raíz del golpe de Estado de Primo de Rivera en 1923. Ha sido, no obstante y hasta la fecha, la más duradera de todas.
La quiebra de la legalidad constitucional por la Dictadura hizo inviable la continuidad de la monarquía e inevitable la proclamación de la segunda república en 1931. Nuevo texto constitucional en el que Varela destaca un cambio radical con el constitucionalismo anterior, sobre todo en lo concerniente a la garantía de los derecho individuales. Los constituyentes articularon un Estado integral, aunque favorable al reconocimiento de autonomías regionales, social y laico, si bien con un fuerte componente anticlerical, de lo que culpa a Azaña y Albornoz, por lo que critica en su elaboración “el predominio de la voluntad de la mayoría pasando por alto el respeto debido a la voluntad de las minorías”. También tuvo un proyecto, no culminado, de reforma en 1935.
La guerra civil con la subsiguiente la victoria del Movimiento supuso un cambio copernicano. ¿Tuvo el franquismo constitución? se pregunta Valera y considera que en sentido formal no, aunque sí siete leyes fundamentales que “regulaban el poder público y los deberes y derechos de los españoles desde unos esquemas ajenos, más bien contrarios, al constitucionalismo liberal”. Pese a ello, en los años setenta muchos expertos acabaron considerando dicho conjunto legal como una verdadera constitución. El autor no tiene, sin embargo, dificultad en reconocer que “el Estado franquista tuvo un marcado carácter social con el que consiguió atraerse a un sector de la clase trabajadora”.
Aunque la ley de Reforma política promovida por el gobierno Suárez después de la muerte del generalísimo fue formalmente la última fundamental del franquismo, puede considerarse de hecho la primera de la democracia. Gracias a ella se estableció un parlamento bicameral que actuó con carácter constituyente buscando el consenso entre la derecha y la izquierda. El resultado fue una “monarquía republicana” y un texto con la “triple característica de ser una constitución ecléctica, a veces ambigua, e inacabada, fruto de su carácter consensuado, lo que la convierte en una auténtica constitución «abierta»” que consiguió “una legitimación social nunca alcanzada en nuestra historia” y que ha sido “un factor de unión y no de discordia”.
Un libro claro, documentadísimo, con innumerables acotaciones doctrinales sobre las influencias habidas en cada texto y momento, veraz, objetivo y desapasionado, de lectura y/o consulta imprescindible para toda persona interesada en nuestra historia contemporánea.
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