​Centinelas en Varennes

Lluís Rabell

El Parlament de Catalunya celebró ayer, 7 de agosto, a petición del President Torra, un Pleno extraordinario para debatir de la situación creada por la abrupta salida de España del rey emérito. No hubo demasiadas sorpresas, en la medida que sólo cabía esperar de esa sesión lo que finalmente ocurrió: que la cámara se convirtiese en un circo preelectoral de tres pistas. En la primera, el gobierno de la Generalitat levantaba una espesa cortina de humo acerca de la manifiesta incompetencia de su gestión de los estragos causados por la pandemia, desviando la atención de la opinión pública hacia la crisis que atraviesa la institución monárquica. En la segunda pista, se definía el frame de la próxima contienda autonómica: "República Catalana o sumisión a una monarquía corrupta", expresión acabada de una España irreformable. En la tercera, se trataba de desacreditar a la izquierda, socialistas y comunes, cómplices y esbirros del "régimen coronado del 78", ahondando en sus divisiones.


El president de la Generalitat, Quim Torra (c), durant un ple del Parlament extraordinari sobre la monarquia.


Lo primero que hay que decir es que semejante utilización torticera del Parlament no hace sino contribuir a la degradación y al descrédito de la institución. Una labor de erosión de la democracia representativa muy propia de los tiempos populistas que vivimos. Por otra parte, el nacionalismo siempre ha tenido una concepción patrimonialista de las instituciones del autogobierno, que considera su particular cortijo: una poderosa maquinaria donde colocar a su gente y desde la cual tejer tupidas redes clientelares.


De hecho, lo que se planteaba ayer de verdad era el inicio de una nueva batalla por mantener el control de esos resortes de poder. El debate sobre la monarquía sólo pretendía marcar perfil político y empezar a movilizar a las bases electorales. Todo el mundo sabía – y los partidos independentistas los primeros - que ni está a la orden del día la caída de la monarquía parlamentaria española, ni mucho menos se vislumbra ninguna ventana de oportunidad para el advenimiento de la independencia. Todo era pura retórica y abundante demagogia para tapar las vergüenzas domésticas y apelar al sentimentalismo. El carácter meramente propagandístico de la sesión apareció tras las votaciones finales, cuando se supo que la altisonante resolución promovida por JxC, ERC y la CUP – que declaraba que Catalunya era una República emancipada de la "monarquía delincuente" española – ni siquiera sería publicada en el Boletín Oficial del Parlament. Su letrado mayor, Joan Ridao, advirtió a la Mesa que, de hacerlo, incurriría en desobediencia a las reiteradas conminaciones del Tribunal Constitucional. Torra aún aprovechó para protestar en nombre de la "soberanía" irrestricta que el independentismo ha querido atribuir al Parlament. Ridao, al igual que Torrent, presidente de la cámara, son miembros destacados de ERC, y era una buena ocasión para demostrar quienes son los auténticos adalides de la independencia. La CUP ni se molestó en hacerlo. Era de noche y ya había caído el telón del teatrillo.


Sin embargo, no por vacua la sesión deja de tener un trasfondo muy real. La "operación salida" de Juan Carlos I no es ninguna banalidad. La presencia del antiguo monarca, envuelto en una imparable sucesión de escándalos y graves indicios de corrupción, devenía insostenible para Felipe VI, empeñado en dar una imagen renovada de la corona, acorde con su desempeño constitucional. Todo parece indicar que el rey emérito se resistió a emprender el camino de una expatriación que tiene visos de acabar siendo irreversible. La crisis de la institución resulta innegable y no podrá sustraerse el debate a la ciudadanía.  Como presidente del gobierno, Pedro Sánchez ha asumido la responsabilidad de la decisión de "soltar lastre" por parte de la Casa Real. Un papel nada fácil, que la voluntad de Juan Carlos I de diferir el anuncio del destino final de su periplo no hace sino complicar. Lo que jurídicamente es impecable – una gestión de esta naturaleza corresponde en exclusiva al Presidente del ejecutivo y no está sujeta a la deliberación del Consejo de Ministros – se ha convertido, en el caso de un gobierno de coalición, en un quebradero de cabeza. Sánchez no informó a sus socios de gobierno, ni tampoco a los ministros socialistas que no estuviesen directamente concernidos por el movimiento en curso – interior, defensa y exteriores. Las protestas de algunos ministros morados y, sobre todo, de los portavoces del espacio son conocidas.


Pero, aquí también hay bastante sobreactuación y cálculo político. Sin minimizar la gravedad del problema, contrariamente a lo que se ha dicho en distintos ámbitos, ni el antiguo monarca está "fugado" – ni siquiera está formalmente imputado en las investigaciones en curso -, ni está ilocalizable – aunque se retrase el anuncio de su nueva residencia -, ni podría sustraerse a la acción de la justicia. Se ha querido marcar un adusto perfil republicano, tratando de contrastar con la supuesta tibieza de los socialistas, aferrados a la defensa de la monarquía parlamentaria. No hay que creer, sin embargo, que Unidas Podemos pretenda dejar el gobierno. Las consecuencias serían catastróficas para las izquierdas. Aunque hay que andarse con cuidado con las sobreactuaciones, porque a veces uno puede pasarse de frenada. Las denuncias de "deslealtad" dirigidas a Sánchez y los gestos de indignación han procedido sobre todo de los comunes. Ada Colau es persona muy dada a la emotividad – y este tema permite bordar un discurso desde el sentimiento, que en política es como el colesterol: a partir de ciertos niveles, resulta dañino. La explicación reside sobre todo en la presión que reciben los comunes por parte del independentismo, como se pudo apreciar en la sesión del Parlament – y a la cual se muestran muchas veces permeables, en la medida que la definición del horizonte estratégico y el proyecto territorial de la izquierda alternativa sigue siendo cuando menos "vaporosa".


Ayer tuvimos ejemplo de ambas cosas. El independentismo se crece ante los escándalos de la monarquía y proclama su fe republicana con un aire de superioridad moral y altura democrática. Lo cierto, sin embargo, es que cuando esos mismos partidos tuvieron la ocasión de dibujar los contornos de su República – el 6 y 7 de septiembre de 2017 -, esbozaron un Estado de rasgos autoritarios, sin separación de poderes, patrocinado por los prohombres del 3% y aspirando a sobrevivir como paraíso fiscal. Si asociamos el concepto de república a un régimen de progreso y garantías democráticas, hay que decir que la monarquía parlamentaria de Felipe VI es más "republicana" que el engendro propuesto por Puigdemont y el resto de fuerzas independentistas. Los comunes nunca se han atrevido a decir las cosas con esa crudeza, a contrapelo de las ilusiones de buena parte de las clases medias catalanas, esperando que una fracción del independentismo – ERC – acabase por tenderles la mano. Pero las cosas no van por ahí: los de Junqueras sienten de nuevo el aliento de los posconvergentes en el cogote. La indefinición de la izquierda alternativa redunda en una actitud acomplejada. En Comú Podem no podía votar la resolución incendiaria de los independentistas – ni, por supuesto, hacerse eco de las exigencias de Torra para que los morados abandonen el gobierno de izquierdas. El grupo trató de compensarlo con una resolución que invocaba una "República plurinacional". Lo que no quiere decir gran cosa, porque España, con monarquía o república, es objetivamente una realidad plurinacional que reconoce la propia Constitución. Pero plantear el carácter federal de esa república significaría partir peras con el independentismo, afirmar sin ambages un proyecto alternativo y opuesto a la secesión. A la izquierda alternativa le tiemblan las piernas ante la perspectiva de esa confrontación. Y esa actitud constituye una pésima noticia: aunada al discurso moderado que ha escogido el PSC, da como resultado una izquierda catalana que, en su conjunto, dista mucho de aparecer como un relevo creíble frente a la hegemonía nacionalista.


El momento es difícil. Y el otoño se anuncia endiablado. Es evidente que Pedro Sánchez no quiere abrir ahora el melón del debate entre monarquía y república. No hay mayorías para ello. Y, por cuanto a la sociedad se refiere, es de temer que la pérdida irremisible de popularidad de la monarquía se conjugue mucho más con el descrédito general de la política que con un ascenso de la consciencia republicana. No hay ningún destacamento revolucionario acechando al Borbón en Varennes. No hemos salido de la pandemia. Se avecina una grave crisis social y económica. La confección de los presupuestos y la gestión de los fondos europeos abrirán el campo de una difícil batalla política. Parece evidente que, en el próximo período, el independentismo seguirá jugando la carta desestabilizadora de "cuanto peor, mejor", aunque sólo sea para preservar sus actuales cotas de poder autonómico. En tales condiciones, el gobierno deberá decidir cuántas crisis está en medida de gestionar a la vez. Porque una cosa es la insoslayable exigencia de transparencia, de probidad y de sometimiento al imperio de la ley de la institución monárquica... y otra abrir una crisis de Estado en ese marco general cargado de incertidumbres. La Historia es, desde luego, impredecible y esa crisis podría acabar estallando un día. Pero, hoy por hoy y a pesar de todo, se antoja más frágil y amenazado el gobierno progresista que la propia institución monárquica. Hacer política es decidir sobre prioridades. Y asumirlas con responsabilidad... y sin complejos.

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