“El imperio zulú”: cómo los zulúes armados con lanzas derrotaron al ejército británico en Sudáfrica
Un hecho tangencial, acaso anecdótico, pero no exento de consecuencias, fue la muerte en esta guerra del único hijo que tuvieron Napoleón III y la española Eugenia de Montijo
Uno de los problemas de la historiografía clásica es la obsesión por contemplar el pasado desde una perspectiva eurocéntrica, como si el devenir de las sociedades humanas hubiera girado siempre en torno a la vieja Europa. Esta visión deformada nos lleva a ignorar casi todo lo que se refiere a los demás continentes antes de que la presencia o de los contactos europeos empezaran a tener lugar. África es, a estos efectos y muy posiblemente el continente peor conocido y pocos saben que algunos imperios subsaharianos, como los de Mali, Ghana o Shongai resplandecieron en cultura y riqueza mientras en el viejo continente vivíamos en la tenebrosa Edad Media.
Hasta el fin del apartheid, de Sudáfrica nos ha llegado una historia condicionada por sus colonizadores europeos. Tras contactos superficiales con los portugueses que doblaban el cabo de Buena Esperanza para navegar hasta el continente asiático, fueron los holandeses los que llegaron en 1721 a las costas de Natal y un siglo más tarde, en 1824, los británicos. La competencia entre ambos colonizadores dio lugar a un largo enfrentamiento, las guerra anglo-bóer, que se solapó a la vez con las que se mantuvieron con las tribus nativas a lo largo del siglo XIX y que provocaron la decadencia final del imperio zulú, uno de los más importantes reinos locales.
El periodista Carlos Roca es un profundo conocedor de la historia sudafricana y explica pormenorizadamente en “El imperio zulú. El sangriento final de una nación de guerreros” (Península) esta peripecia bélica que tuvo su máximo clímax en la batalla de Isawaldwana, ocurrida en la comarca de ese nombre el 22 de enero de 1879 y en la que un ejército tribal descalzo, casi desnudo y armado únicamente con lanzas, que iba al mando del rey Cetshwayo kaMpande, se enfrentó a una tropa moderna uniformada y dotada de armas de fuego. La batalla tuvo un costo enorme en vidas humanas para ambos contendientes, pero lo cierto es que el ejército británico fue literalmente diezmado por los zulúes en “la más severa derrota provocada por un ejército nativo a uno moderno durante el siglo XIX” como indica Roca. Aunque a la postre constituyera una victoria pírrica porque, como el mismo autor apunta, “habían vencido, pero a un precio elevadísimo” y, en todo caso, “la militarizada sociedad zulú (que, por cierto, compara por su sistema de ideas y valores, a la japonesa de la segunda guerra mundial) estaba condenada a desaparecer”. Semejante desastre produjo incluso repercusiones en la metrópoli y en particular al primer ministro Disraeli.
Un hecho tangencial, acaso anecdótico, pero no exento de consecuencias, fue la muerte en esta guerra del único hijo que tuvieron Napoleón III y la española Eugenia de Montijo y que, asilado en Gran Bretaña tras el desmoronamiento del segundo imperio en Sedán, acudió como voluntario con el ejército inglés a este rincón recóndito del planeta.
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