Hemos heredado un sistema democrático en estado degenerativo. En la política, la economía, lo social, y en las creencias. Estamos viendo con nuestros propios ojos cómo se están profanando los ideales que han impulsado los movimientos regeneradores de la Humanidad. Ya no hay que exclamar “si los padres de la democracia, la economía, los movimientos sociales y religiosos levantaran la cabeza…”: no hace falta que llegue el mensaje a donde reposan sus restos: lo estamos viendo y sintiendo en nuestras carnes. El asalto al Capitolio ha sido el acta de un certificado de profanación que lentamente se había ido materializando.
El Capitolio por desgracia lo tenemos hoy día demasiado cerca en nuestras vidas y en nuestra realidad territorial y social, por la degeneración que ha sufrido la política y en consecuencia la economía. Todo ello animado y consentido por un sinfín de predicadores, muchos de ellos con sueldos públicos, que pretenden con mensajes negacionistas y de falsas libertades reivindicar lo que no les pertenece porque se apropiaron de esos derechos cuando gobernaban. Ocurre con la educación, el medio ambiente, la economía y tantos sectores que se privatizaron como ahora con la electricidad, que los que son responsables del encarecimiento, se ponen al frente de la protesta.
Danielle Allen escribía en el Washington Post en 2017, que el problema central de las democracias en el mundo es que nunca se han construido con una base multiétnica. Yo añadiría multi social, multi religiosa y multicultural: esto es, una democracia de la diversidad, en la que la igualdad política y social se aplique en todo el sistema y así, que su economía posibilite la armonía. Esa democracia rechazaría el resentimiento y la polarización para evitar que las desigualdades se afianzaran.
Puede parecer utopía, pero es imperativo que los demócratas acometamos las desigualdades con su profundidad universal, puesto que ya no se trata solo de un problema de justicia social sino de la salud de nuestra democracia, como dicen Levitstky y Ziblatt. Y de no solucionarse, hasta su supervivencia, como explican con detalle en Cómo mueren las democracias. Para estos autores, las crisis de las democracias en el mundo tienen matices comunes, y son muy vulnerables por las mismas patologías: sus Constituciones han sido un muro de fortaleza, pero con el abuso de las redes sociales su fortaleza se está minando y es la ciudadanía la única que puede rescatarla.
No olvidemos que las ideas básicas de igualdad, civismo y libertad fueron un sentimiento compartido que fortaleció la democracia después de superar la Guerra Mundial. Hoy lo hemos olvidado, y debemos comprometernos a que se recuperen. Precisamos una nueva etapa de igualdad étnica y cultural que marque una nueva misión a la democracia, que debe comenzar por un primer paso: la transformación de las formas de gobernanza. Porque se habla mucho de gobiernos abiertos -ya estamos en el cuarto plan para ello- pero la sensación es que se ha hecho poca cosa para que los beneficios previstos fortalezcan el sistema democrático. El segundo paso ha de ser una gran alianza entre todos los actores del sistema, que deben impedir que se secuestre instituciones impidiendo que se renueven a su debido tiempo: los acuerdos tienen que darse sí o sí, y no pueden ser objeto de chantajes para conseguir cosas que por la vía legítima no se han logrado. Un ejemplo muy claro lo tenemos con lo que ocurre con el Poder Judicial y otras instituciones, que están años pendientes de ser renovadas: quienes lo impiden están profanando la democracia.
La democracia necesita cambios y sin esos cambios no podremos llegar a los Objetivos de Desarrollo Sostenible previstos para 2030. La presente década no será un tiempo pacifico, porque dirigir la transformación necesaria sin preparación educativa y cultural, y con el predominio de los intereses de los grupos de presión, es sencillamente una guerra encubierta frente a un enemigo que se disfraza con personajes de lo más variopinto. Y deja a una ciudadanía tan perpleja y cansada que puede ser arrastrada a los disparates más espantosos.
Hay que encontrar con urgencia valores que nos den fuerza, y un pensamiento que cree nuevas fuerzas estructurales democráticas que faciliten un diálogo que se traslade a todas las esferas de la vida política. El diálogo es la esperanza que nos dará la posibilidad de soñar con una nueva democracia, que haga realidad el deseo de convivencia. Y esa sería la mejor lección que nuestra clase política nos puede dar: iniciar de verdad el Plan de Gobierno Abierto que figura en todos los Portales de la Transparencia y que lamentablemente se ha quedado petrificado, como si de una pintura prehistórica se tratase.
No soy utópico porque lucho desde el compromiso y con la esperanza de llegar a verlo.
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