Quienes creímos detectar en los resultados del 14-F algún motivo de esperanza empezamos a ver nuestro gozo en un pozo. Los comicios catalanes parecían abrir, en efecto, una ventana de oportunidad para salir del bucle del “procés”. Salvador Illa había ganado las elecciones con un discurso netamente orientado a superar ese agotador período de confrontación y división social, apostando por retomar “el gobierno de las cosas” ante la difícil situación que nos deja la pandemia.
Por su parte, ERC lograba el anhelado sorpasso sobre el mundo post-convergente, un hecho que cabía interpretar como un reconocimiento del pragmatismo que supuso facilitar en su día la investidura de Pedro Sánchez y, más tarde, la aprobación de los PGE. (A pesar de la ausencia de un balance autocrítico de la aventura secesionista… y a pesar de las soflamas de Junqueras durante la campaña).
Era razonable interpretar que esos resultados, junto con los de los comunes, indicaban la existencia de un espacio amplio y transversal en la sociedad catalana, deseoso de rebasar la lógica de bloques. Nadie ignoraba la dificultad de articularlo políticamente, tanto más cuanto que se trataba de formar un gobierno que, al querer imprimir un nuevo rumbo al país, iba a ser inevitablemente hostigado desde los nacionalismos extremos. Pero ya se sabe: la esperanza es lo último que se pierde.
Sin embargo, los acontecimientos de estas últimas semanas invitan a abandonarla casi con la misma rotundidad que lo hacía la inscripción grabada en la entrada del infierno de Dante. La formación de la Mesa del parlamento y del govern se está cocinando exclusivamente entre las fuerzas independentistas. ERC no parece en absoluto dispuesta a zafarse de ese entorno. Sin duda, pesa decisivamente en su propósito el deseo de hacerse con la presidencia de la Generalitat, algo que difícilmente podría obtener de un PSC ganador – a pesar de los ingenuos llamamientos a la “generosidad” socialista por parte de los comunes.
Que nadie se llame a engaño al respecto. Las profesiones de fe independentistas y las subastas de radicalidad son, ante todo, un reclamo. Nadie divisa una perspectiva de ruptura.
El fracaso de 2017 fue rotundo. Puede incluso que, en breve, el Parlamento europeo retire su inmunidad a Puigdemont, Ponsatí y Comín. No. Lo que está en juego son consejerías, áreas de influencia, presupuestos, poder mediático, redes clientelares de cuyo mantenimiento depende el ascendente social de cada partido… Eso es lo que realmente se dirime estos días entre ERC, JxCat y la CUP. Ahora bien, la forma en que se desenvuelven las negociaciones no podría ser más inquietante.
Los desórdenes callejeros durante las manifestaciones a favor del rapero Pablo Hasel han sido alentados, “contextualizados” y utilizados por la CUP y JxCat para meter presión a Pere Aragonés. El mundo empresarial – que, tradicionalmente, encontraba representación e interlocución privilegiada entre convergentes y republicanos – ha contemplado atónito como el presidente en funciones de la Generalitat se lo pensaba durante una semana antes de repudiar la violencia y los saqueos… mientras los Mossos de Esquadra eran públicamente cuestionados por quienes tienen la responsabilidad de dirigir el cuerpo.
El PSC ha aparecido, tirando finalmente del gobierno municipal de Barcelona, como el único partido de orden de Catalunya. Mientras Salvador Illa se reunía con el comité de empresa y los trabajadores de Bosch, Laura Borràs visitaba a Pablo Hasel en la prisión de Lleida. Y, mientras Pedro Sánchez y Felipe VI se reunían con los directivos de SEAT y Volkswagen para dar un espaldarazo al trascendental proyecto de transición eléctrica de la automoción… la Generalitat se negaba a “rendir pleitesía al rey”.
En una palabra, la manera en que discuten entre sí los partidos independistas sigue prisionera de la retórica impotente de los últimos años: “autodeterminación y amnistía”, “ya somos más del 50%”… Aunque lo que probablemente se tenga en mente sea una “confrontación inteligente con el Estado” – es decir, una estrategia de tensión controlada, evitando incurrir en conductas que pudieran ser objeto de reproche penal -, el juego resulta más peligroso de lo que algunos pueden creer. Los independentistas no han destacado por su habilidad para frenar a tiempo en su particular “juego de la gallina”. Esa manera de gestionar sus conflictos internos es propicia a todo tipo de patinazos.
Sobre todo en la tensa situación que se avecina. Habría que leer la irrupción de Vox como advertencia de una polarización que va a recrudecerse… y del riesgo para la convivencia que resultaría de declinar los conflictos sociales como un choque de identidades nacionales. En cualquier caso, un gobierno trenzado con semejantes mimbres difícilmente podría generar confianza inversora, mancomunar esfuerzos para gestionar adecuadamente los fondos europeos, ni revertir el declive institucional y moral del país. En eso tampoco hay que dejarse embelesar por la retórica.
Los intercambios acerca de “modelos policiales” y “escudos sociales” no son sino una forma críptica de hablar de cargos gubernamentales. Aún estamos a la espera de aquel “plan de rescate contra la pobreza” que en noviembre de 2015 prometieron los promotores de la resolución de desobediencia al Tribunal Constitucional con que arrancó la XI legislatura. Del mismo modo, tampoco verá nunca la luz esa Renta Básica Universal que anuncia la CUP – y cuya implementación rebasaría con creces el conjunto del presupuesto autonómico.
"Si llega a formarse el gobierno independentista en ciernes tendremos un ejecutivo inestable, sin musculatura, carente de ósmosis con los actores" Foto @EP
Los intercambios acerca de “modelos policiales” y “escudos sociales” no son sino una forma críptica de hablar de cargos gubernamentales. Aún estamos a la espera de aquel “plan de rescate contra la pobreza” que en noviembre de 2015 prometieron los promotores de la resolución de desobediencia al Tribunal Constitucional con que arrancó la XI legislatura. Del mismo modo, tampoco verá nunca la luz esa Renta Básica Universal que anuncia la CUP – y cuya implementación rebasaría con creces el conjunto del presupuesto autonómico.
El problema es que esas palabras las carga el diablo. Hay quien se las puede creer o tratar de hacerlas valer por encima de sus posibilidades. Esas maniobras y bravuconadas no anuncian nada bueno. Si la cosa no se les va de las manos, si llega a formarse ese gobierno independentista en ciernes – se apurarán los plazos para la constitución del Parlament -, tendremos un ejecutivo inestable, sin musculatura, carente de ósmosis con los actores sociales, sin un proyecto ilusionante para encarar los desafíos de la reconstrucción. Un gobierno, en definitiva, que seguirá al albur de las disputas entre sus socios y sobre cuya duración se abrirán las apuestas desde el mismo instante de la investidura. Malum signum, malum signum, que diría Don Quijote.
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