La propuesta ha quedado en agua de borrajas, pasados pocos días desde su agitadora propuesta inicial y su posterior retirada vergonzante. La creación de una Superliga de fútbol en la que participarían un puñado de destacados clubes de España, Inglaterra e Italia ha convulsionado algo más que a la forofería de balompié europeo (y mundial). De momento ha acabado como el ‘rosario de la aurora’, con todos sus promotores diciendo ahora ‘digo cuando dije diego’ y escarnecidos apabulladamente por sus propios socios y seguidores. Más allá de sus implicaciones deportivas, la crisis de la Superliga del balompié ha puesto en almoneda no sólo al fútbol como ‘religión civil’ de nuestros tiempos, sino que llega a cuestionar un valor consustancial a nuestra civilización cultural de matriz greco-romana, y hasta nuestro propio Modelo Social Europeo. El valor del logro.
Son muchas las aristas interpretativas sobre el asunto de la posible creación de la Superliga y hay opiniones para todos los gustos. En aras de la simplificación argumental, dos resaltan por su síntesis explicativas y pueden narrarse causalmente como sigue:
En primer lugar, y a fin de incrementar la competitividad de la excelencia de los equipos en liza (los más pudientes económicamente se sobreentiende) se requiere incrementar el volumen de sus ingresos. Ya no bastan con los dineros aportados, en buena parte de los casos, por las fortunas de jeques o supermillonarios asiáticos que han comprado clubes de larga trayectoria deportiva. Además de sus caprichos por ser dueños de equipos gloriosos también cuenta, y no poco, la rentabilización de sus ‘inversiones’ entendiendo el fútbol no sólo como negocio en el Viejo Continente, sino a nivel global. Se necesita más parné para comprar a los mejores.
Una segunda línea de discusión es que el fútbol es un deporte competitivo que debe primar el esfuerzo y el talento de los jugadores involucrados. Se comenta al respecto que esto podría haber sido así hace unos decenios, pero que ahora todo ya está superprofesionalizado, y los resultados son una función del dinero que se pueda destinar a contratar a jugadores de la máxima categoría y eficacia. Si no disponen de ellos los equipos están condenados al ostracismo y son acreedores de la frustración por las derrotas continuas. Pero ello es falso. Recordemos el ejemplo canónico que ‘falsa’ tal presuposición, en la más genuina línea argumentativa popperiana, como es el caso de ‘la Naranja Mecánica’ (década de los 1970s). El equipo holandés maravilló a todos los amantes del fútbol con su ‘fútbol total’, pero no olvidemos que se gestó y compuso con jugadores baratos. Eran extraordinarios jugadores de talento provenientes muchos de ellos de las modestas canteras de sus clubes.
Por elevación discursiva en este asunto podemos apuntar hasta la propia idea del desarrollo capitalista en Europa. En un primer modelo mercantil representado por las pujantes economías genovesa, florentina, veneciana o catalano-aragonesa, este tipo de (proto) capitalismo posibilitó en el medioevo la expansión de las artes y del humanismo renacentista hacia una nueva era de la humanidad que ahora lucha penosamente por pervivir. Ese combate con el posterior desarrollo del capitalismo industrial monopolista ha sido incierto pero apunta a un cuestionamiento que, se lo crean Udes. o no, ilustra el debate de la Superliga.
El enfoque capitalista teorizado por Schumpeter tiende a enfatizar la destrucción compulsiva y creativa en aras de nuevos negocios. Sólo está interesado en invertir para generar rentabilidades que vuelve a invertirse ad infinitum. Pero sus rentabilidades no nos dejan obras como ‘La Gioconda’ o el ‘Retrato del Papá Inocencio X’, pongamos por ejemplo. Con el fin del crecimiento sin límites se emplea con mayor fruición lo que se denomina ‘táctica del aplastamiento’ (concepto tomado por prestado de mi querido colega sociólogo Pau Mari-Klose). Es decir, en este caso se trata del acaparamiento futbolístico de superfiguras y de galácticos que hacen ‘imposible’ ser batidos por sus competidores. Ganan sin dejar respirar a sus adversarios.
Elevando aún más el tono de nuestro discurso, el ‘cuento’ de la Superliga también puede relacionarse con nuestro propio Modelo Social Europeo (MSE) , siempre bajo asedio por los sistemas alternativos del ‘neoesclavismo’ asiático (China e India principalmente) y del ‘individualismo remercantilizador anglo-norteamericano (USA y UK, como casos preclaros).
Debe recordarse que la UE implica una confluencia de recursos, representaciones sociales y acciones entre los países del Viejo Continente. Y que es el resultado, principalmente, de los conflictos y difusión de ideas y valores compartidos, de los procesos de armonización estructural económica, de la construcción de un sistema institucional transnacional y de una común preocupación por lo social. El Modelo Social Europeo (MSE), por su parte, es un proyecto político articulado axiológicamente en torno a los valores de equidad social (igualdad), solidaridad colectiva (redistribución) y eficiencia productiva (logro), y es resultante de los procesos contemporáneos de conflicto y cooperación en el Viejo Continente.
Mucho se habla de dos valores basilares del MSE (igualdad y redistribución). Menos lo hacemos respeto al valor del logro optimizador (traducción circunstancial del más preciso vocablo inglés achievement, utilizado regularmente en los medios académicos). Y es que a los descendientes del pensamiento abstracto socrático nos resulta importante ‘conseguir cosas’, sin mirar al techo de lo que el destino pueda deparar. Entre los claroscuros de tales enfoques el logro por quebrar la ‘lógica del aplastamiento’ es consustancial al código de nuestro ADN social. ¿O quizá no? ¿Caminamos ya irremisiblemente hacia el mundo bárbaro de los nuevos señores feudales que ‘ordenan y mandan’ y la canalla obedece?
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