Alea jacta est. Pedro Sánchez pone la directa de cara a la excarcelación de los líderes del "procés". La decisión se antoja, pues, irreversible. Naturalmente, el anuncio de los indultos ha desencadenado una tormenta político-mediática. La derecha y la extrema derecha, conscientes de que la medida de gracia va a contracorriente del sentir mayoritario de la opinión pública española, esperan asestar un golpe definitivo a un gobierno declarado "ilegítimo" desde el minuto cero de la legislatura. Por su parte, los sectores más radicalizados del independentismo tampoco han tardado en denostar los indultos como una trampa del Estado. Sánchez, sin embargo, está convencido de la necesidad inaplazable de mover ficha en el tablero catalán. En ese caso, la ciudadanía sí se muestra claramente favorable a un diálogo... que no podría prosperar con una parte de los interlocutores entre rejas. En tales circunstancias, lo mejor que puede hacer el gobierno es actuar con celeridad. Quien tiene la iniciativa determina las condiciones y el ritmo de la partida. Conviene que los presos estén en la calle antes de que el PP despliegue por todo el país sus mesas petitorias contra el indulto, en un remake de aquella aciaga campaña contra el Estatut.
No obstante, la suerte de la apuesta que hace la izquierda dependerá de lo que suceda "el día después". Nada resulta tan azaroso como los pronósticos políticos. Pero dirigir es prever. Cuando menos, intentarlo. ¿Cómo va a reaccionar la Generalitat ante el arriesgado gesto del gobierno español? ¿Tendrá Pere Aragonés los arrestos necesarios para asumir a su vez el papel de "traidor a la causa nacional"? Si no hay plena correspondencia, si no se acepta el indulto como prueba de una voluntad sincera de reconducir el conflicto al terreno de la política - excluyendo, por tanto, la confrontación institucional y los desbordamientos unilaterales -, todo puede irse al traste. Ni que decir tiene lo que semejante fracaso supondría para la izquierda en España. Como tampoco hace falta ser muy imaginativo para entrever lo que supondría para el autogobierno catalán el retorno al poder de una derecha enfervorecida y espoleada por Vox.
Por lo pronto, ERC, llamada a desempeñar un papel determinante, emite señales contradictorias. Habla a Sánchez, deseosa de no perder el tren de la historia... y habla al mundo independentista, temerosa de verse desestabilizada por los sectores que le disputan su hegemonía. Por un lado, Aragonés reconoce el papel apaciguador de los indultos; incluso ha hecho de su concesión la condición sine qua non de cualquier colaboración con el Congreso. Por otro, proclama que su objetivo es "culminar" la instauración de la República Catalana y declara la amnistía y un referéndum de autodeterminación como objetivos irrenunciables. Quizá eso no facilite precisamente las cosas. Las consignas las carga el diablo y la CUP no dejará de recordarle a ERC el compromiso suscrito durante la investidura. Pero tampoco resulta sorprendente que, en los preliminares de una negociación, las partes expresen sus máximas aspiraciones. Una negociación exitosa deberá llegar, sin embargo, a un punto de encuentro. Y los interlocutores deben saberlo. Otra cosa es que el independentismo está dividido y viene de una larga fase de inflamación. El aterrizaje de quienes quieran salir del atolladero no va a ser fácil, a pesar del inapelable fracaso del "embate" de 2017. En toda negociación es necesario que cada parte tenga la inteligencia de entender los límites y necesidades de la otra.
Pero el indulto no es un preámbulo de la amnistía. Más bien la aparta de la ecuación. La remisión de las penas de cárcel no cuestiona la acción de la justicia, acreedora de las opiniones más diversas en cuanto a su acierto y ecuanimidad. Una y otra se enmarcan en la legalidad vigente. La amnistía, por el contrario, nos dice que no hubo, por parte del independentismo, comportamiento merecedor de reproche penal alguno. El Estado de Derecho no puede negarse a sí mismo. Y Catalunya no es, ni ha sido nunca, una colonia. Ninguna nación sojuzgada dispone de un autogobierno al frente de la sanidad, la enseñanza y el orden público, e incluso la gestión de los centros penitenciarios. Tampoco cabría invocar el "modelo escocés", sin duda tentador para el independentismo. La experiencia del Brexit debería ser concluyente por lo que respecta a las consultas vinculantes binarias: no permiten resolver cuestiones complejas, que requieren deliberación y pacto antes que plebiscito. Recurrir a ellas produce desgarros profundos en la sociedad y sólo genera nuevos conflictos. (Por si fuera poco, la fórmula ensayada en Escocia no contemplaba la necesidad de mayorías cualificadas. Con lo cual, si una mayoría ajustada se decantaba por la secesión, se iniciaba un proceso irreversible. De lo contrario, los nacionalistas siempre podrían volver a intentarlo, lo cual no representa precisamente el summum de la democracia).
Si ha de intervenir algún referéndum o consulta en Catalunya, debería referirse a la ratificación ciudadana de los acuerdos alcanzados, acaso bajo la forma de un nuevo pacto estatutario, tras un sosegado proceso de negociación. En cierto modo, tienen razón los independentistas cuando dicen que ya hicieron un referéndum el 1-O. Fue ilegal, de parte, carente de garantías democráticas, imposible de homologar según los estándares internacionales... Pero tuvo lugar. Y mostró un país dramáticamente partido en dos. Una negociación seria no puede desembocar en la cronificación de semejante cesura, sino en un nuevo pacto de convivencia. En ese sentido, tienen razón quienes insisten en que las conversaciones entre el gobierno español y la Generalitat deben acompasarse con un diálogo entre las fuerzas representativas de la sociedad catalana. El independentismo sólo encarna las aspiraciones de una parte de la misma. No hay que olvidar que la aventura unilateral de 2017 fue vivida por el resto de la ciudadanía como una verdadera agresión contra sus derechos. Catalunya debe dialogar consigo misma si quiere restablecer la unidad civil.
Pero, ¿hay margen para un acuerdo? Es muy razonable pensar que sí. (No, desde luego, desde las posiciones ultramontanas de quienes rechazan la diversidad cultural y nacional que engloba España, o de quienes aborrecen esa realidad como una negación de su particular identidad). Hay mucho trecho por recorrer en la mejora de una financiación que esté a la altura de los servicios que debe prestar una comunidad autónoma. Y también lo hay por cuanto se refiere a su participación en la gobernanza del Estado y a la proyección de su voz en Europa. Hay aspectos del Estatut, impugnados por la sentencia de 2010 del Tribunal Constitucional, que podrían ver la luz mediante leyes orgánicas. Es posible un reconocimiento satisfactorio de la singularidad catalana que no exija las difíciles mayorías requeridas para una reforma en profundidad de la Carta Magna... Habrá que tirar de imaginación y generosidad. No se trata de acabar con un problema - imbricado en la inacabada historia de España y que sólo el propio curso de la historia tal vez zanje algún día -, sino de llegar a un pacto de convivencia, entre catalanes y con el resto de españoles, que pueda durar otros treinta años, por decir algo. Nadie debe renunciar a sus ideales. Pero es necesario establecer un marco, aceptado por una amplia mayoría, que permita a una sociedad diversa y compleja como la nuestra afrontar los tremendos desafíos globales que se avecinan. Quienes a una y otra orilla del Ebro apuesten por el diálogo, tendrán que esforzarse por propiciarlo, acompañarlo y blindarlo desde todos los ámbitos de la sociedad civil: desde sindicatos, entidades y asociaciones hasta las universidades y el mundo de la cultura. Urge empezar a pensar en el disputado escenario que nos dejarán los indultos.
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