Ningún Estado de Derecho puede permitirse prescindir de un poder judicial independiente y eficaz como máxima garantía de la democracia. Lo que está ocurriendo en España es consecuencia de la grave irresponsabilidad de una clase política que la ciudadanía no se merece después de una larga dictadura en la que la justicia estuvo relegada a una dirección general del ministro de turno. En la transición se intentó construir un sistema homologable al de las democracias occidentales en las que es esencial que los tres poderes del Estado funcionen adecuadamente.
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Lo que ha vuelto de nuevo a ser actualidad con motivo de la apertura del nuevo año judicial ya ha dejado secuelas irreparables. Muchas personas recelan de la justicia cuando más se necesita su intervención eficaz frente al azote de la corrupción política, de la crisis de la estructuración territorial del Estado o de los abusos de las grandes empresas de la energía o de la gran banca.
Hace ya un año que desde esta misma columna alertábamos contra las consecuencias del secuestro del poder judicial con un bloqueo que se ha convertido en una enfermedad crónica. Hemos presenciado una escalada de la politización de los altos tribunales al descargar en ellos la lucha de los dirigentes políticos por la gestión pandemia de la COVID-19, o por las medidas para hacer frente a la crisis económica y a la endémica saturación de los juzgados. Ha sido imposible el pacto por una política de Estado consensuada y necesaria para la convivencia social.
¿De quién es la culpa? En la teoría general de los conflictos se señala que, salvo en casos extraordinarios, la responsabilidad nunca es de una sola de las partes. En este caso la raíz del bloqueo está en que las dos grandes fuerzas políticas que han gobernado desde la transición no han asumido que, por encima delos intereses partidistas, debe reforzarse la independencia de un poder llamado a ser el árbitro inapelable de los conflictos que no pudieran ser resueltos por la vía del consenso.
En los primeros años de la transición se compartió el respeto a la exigencia de que el CGPJ estuviese integrado por profesionales de gran prestigio que no fueran serviles gregarios de los dirigentes políticos de turno. Dependía de ello que la composición de los altos tribunales fuesen imparciales e independientes.
Pero pronto esta convicción se devaluó demasiado en la época que entonces se denominó del “desencanto”. No solo el PP y el PSOE, sino también los partidos nacionalistas PNV y Convergencia-Unió, e incluso Izquierda Unida, se sintieron cómodos repartiéndose los cargos entre personas próximas. El CGPJ se convirtió en una comisión parlamentaria con sus correspondientes jefes de fila que imponían la línea de actuación de la política judicial. Con honrosas excepciones, todo juez que aspirase a ser vocal del CGPJ lo primero que tenía que hacer era buscar el apoyo de uno de los partidos que tenían opciones de participar en el reparto de las cuotas. De esta forma se generó un consejo enfrentado por bloques irreconciliables y desapareció lo que tendría que haber sido un verdadero órgano constitucional que trabajase de consuno y en armonía como garantía de una justicia independiente, imparcial y eficaz.
Como era de esperar, también surgió en el ámbito de las Comunidades Autónomas la aspiración a fragmentar la justicia para crear órganos territoriales similares en los que poder colocar a los representantes de sus partidos. Precisamente ahí radica una de las claves para entender la sentencia del Estatuto de Cataluña en esta materia, así como la aberración, propiciada por el Tribunal Constitucional, del invento de la “administración de la administración de justicia”, con la que los poderes ejecutivos de cada autonomía pugnan con el ministerio de justicia por manejar el presupuesto de los medios materiales y personales que condicionan la actividad judicial.
Es cierto que este “status quo”, cómodo para los partidos, fue roto por el PP con el primer bloqueo de la renovación del CGPJ cuando Rodríguez Zapatero obtuvo su mayoría absoluta. Precisamente fue Enrique López, el actual responsable de la política de justicia del PP el jefe de filas de la mayoría conservadora de aquel consejo, mientras que Carlos Lesmes, el actual presidente del CGPJ ostentaba un alto cargo en el ministerio. De esta forma se convirtió este órgano en el ariete más eficaz contra las políticas de la mayoría parlamentaria de aquel gobierno socialista. Curiosamente, ante la coalición del actual gobierno se ha vuelto a repetir la misma estrategia, y con los mismos actores.
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Pero la mayoría parlamentaria socialista tuvo en la época de Zapatero la oportunidad de cambiar el sistema, y no lo hizo. Cuando se consiguió el desbloqueo después de dos años, con la fórmula Dívar, se cometió la irresponsabilidad de no acometer una reforma que ya entonces resultaba absolutamente necesaria.
No obstante, no se trata en este momento de juzgar quién ha tenido la mayor responsabilidad en la situación actual, sino de procurar buscar alternativas para que esta pieza de tanta importancia del andamiaje constitucional que ha fallado pueda recomponerse para el futuro, con garantías de que perdurará y de que devolverá a los ciudadanos la necesaria confianza en la justicia.
Para lograr este objetivo no existe otra fórmula que la de un pacto por la justicia al que con responsabilidad histórica y altura de miras, participe el mayor numero de fuerzas parlamentarias. Es necesario modificar la Ley Orgánica del Poder Judicial con una mayoría cualificada. Tenemos en nuestras universidades grandes y prestigiados especialistas en esta materia, conocedores del derecho comparado, que pueden elaborar en un tiempo récord una propuesta que nos permita salir del atolladero.
La opción por la que sean los jueces quienes elijan a la mayoría del CGPJ de la que han hecho bandera el PP y Ciudadanos puede ser un camino, pero siempre que se tenga en cuenta que las asociaciones judiciales han convivido cómodamente con este reparto de cargos entre los partidos afines. Esto ha provocado que haya una mayoría de jueces no asociados. Tomar como bandera que la solución está en que sean los jueces los que elijan a los jueces es demagógica y no se sostiene tras un somero análisis. Desde luego, los jueces tienen que ser la mayoría, y se deben garantizar los intereses sindicales del colectivo judicial, de casi seis mil profesionales, pero también se han de respetar todas las sensibilidades ideológicas y las diferentes jurisdicciones y territorios.
Pero, sobre todo, tanto las propuestas que surjan de la carrera judicial, como las de los juristas que la Constitución prevé que formen parte del CGPJ no judiciales, deben pasar el escrutinio de la soberanía popular, es decir, se debe asegurar junto con el mérito y la capacidad, la calidad humana, profesional, y el reconocimiento de su prestigio mediante un proceso transparente en el que cualquier ciudadano pueda saber quienes son y tenga la oportunidad de presentar las alegaciones, tachas y opiniones que considere oportunas. Hay que hacer las cosas bien. Llevamos tres años de bloqueo y no se puede volver al mismo sistema. Se debe arbitrar una solución urgente, desde liego, pero que al mismo tiempo sea duradera.
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