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Afganistán es el primer productor mundial de heroína. Ahora también se está convirtiendo en el epicentro de la metanfetamina, nueva droga estimulante derivada del cultivo de la amapola y la cual es sumamente adictiva y rentable. Se calcula que más del 90% de la heroína mundial se genera en el país surasiático. Ello sitúa a los talibanes, junto con los narcos sudamericanos, como el grupo de traficantes de drogas más poderoso del mundo.
En realidad, y como bien apuntaba recientemente el escritor y periodista italiano Roberto Saviano, lo que se está obviando en los análisis de la espantada militar USA en Afganistán es que los talibanes son, ante todo, narcotraficantes y que su negocio ha financiado su guerra contra los ocupantes extranjeros en los últimos decenios: “En realidad se ha transformado en un narcoestado. Los USA han gastado 80 mil millones de dólares durante veinte años de guerra para adiestrar a un ejército afgano, tropas de policía y guardias locales de fachada, mientras los talibanes han obtenido exorbitantes ganancias en sus negocios con la amapola”.
En el abanico de posibles adversarios y próximos enemigos de los talibanes hay que considerar a los iraníes, no sólo por razones de la secular disputa religiosa entre facciones musulmanes chiitas y sunitas, sino por los intereses económicos en el tráfico y consumo de la heroína. Los iraníes pretenden controlar la proveniente de Afganistán y convertirse ellos mismos en los principales intermediarios de acceso a Europa, eliminado a los concurrentes grupos turcos, libaneses y hasta kurdos.
Según Saviano, la heroína talibán ha establecido un eje muy importante con la mafia de Mumbai, controlada por la D Company de Dawood Ibrahim, el soberano de los narcos indios protegido por Dubái y Pakistán. El mercado chino todavía no ha sido ‘controlado’ por la heroína afgana, la cual mira incluso más al este en los mercados y distribuidores japoneses y filipinos.
Como no podría ser menos, China, país limítrofe con Afganistán sigue muy atenta a los posicionamientos geoestratégicos que produce el abandono militar estadounidense. En realidad, la guerra de los últimos años nos hace rememorar las infames guerras del opio auspiciadas por el imperialismo europeo del siglo XIX. Entonces los británicos en una primera guerra (1839-1842) y en una segunda, a la que se sumó Francia (1856-1860), humillaron a los chinos con el establecimiento de settlements o puertos francos bajo su control que inducían el rentable consumo de opio, que creció exponencialmente. Poco importaba al capitalismo imperialista occidental si se dañaban irremisiblemente las vidas de los cultivadores de la amapola explotados en el sudeste asiático por las autoridades británicas, y la de los millones de consumidores chinos.
En los tiempos que corren, drogas como la heroína y los opiáceos son las que causan estragos en los antiguos países colonizadores imperialistas occidentales. Considérese que mientras el año pasado la pandemia del COVID-19 asolaba el mundo, el cultivo de la amapola aumentaba un 37%, según los datos de Oficina de la ONU contra las Drogas y el Delito (UNODC). Y es que en un mundo en el que se hace cada vez más inhumana y difícil la existencia para amplios sectores de inadaptados, la necesidad de la droga y del escapismo facilitado por los estupefacientes y sus derivados se ha incrementado exponencialmente. Especialmente en el caso de los EEUU.
Baste mencionar que el número de fallecimientos en el país norteamericano por sobredosis de narcóticos durante el período 1999-2019 aumentó siete veces. Casi 250.000 personas, un tercio de todas las muertes inducidas por el consumo de opiáceos facilitados mediante prescripciones de fármacos, lo fueron con ‘analgésicos’ derivados de la heroína.
El nexo entre drogas, terrorismo y geopolítica global es evidente. El escenario probable como consecuencia de los acontecimientos de las últimas semanas en Afganistán será un aumento de la amenaza terrorista. Justo cuando se cumplen veinte años de los atentados de las Torres Gemelas, y como bien indica mi colega Fernando Reinares, estudioso de las motivaciones y acciones del terrorismo internacional, puede anticiparse más terrorismo en Occidente.
La ‘guerra contra el terror’ ha fracasado, Al-Qaeda, la organización de Bin Laden, persiste como estructura global y compite por la hegemonía yihadista con el ISIS. Sólo cabe confiar en una más eficiente utilización de los recursos de seguridad y de inteligencia digitales en la lucha contra la barbarie terrorista.
En la compleja disyuntiva entre seguridad y libertad, y según la teoría del republicanismo de la ‘no dominación’, la primera tiende a prevalecer. Se diluye el propio concepto constitutivo republicano de la ‘virtud cívica’ y se multiplican por doquier los controles a los ciudadanos. Han pasado ocho años desde que el ‘soplón’ Edward Snowden expusiese al mundo la red de vigilancia a escala global auspiciada por los servicios de inteligencia anglo-norteamericanos. Ocho años después nos encontramos más vigilados que nunca. En realidad, no hay recoveco de información de nuestras existencias biográficas que sea opaco a los ojos de lo que George Orwell ficcionó como el Gran Hermano. Ello debería dar resultados virtuosos en la lucha antiterrorista.
Seguimos confrontando esa vieja dicotomía de nuestro mundo civilizatorio. Olvídense de rastrear y eliminar las cookies que incesantemente nos avisan que aceptamos ser ‘espiados’ permanentemente cuando realizamos nuestras búsquedas con el móvil u otros medios computacionales. ¿Reviviremos las pesadillas de los atentados del 11 de marzo de 2004 en la Estación de Atocha, del autobús londinense del 7 de julio de 2005, los de París del 13 de noviembre de 2015 o los de Barcelona de 17 de agosto de 2017?
Libertad y seguridad.
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