Por fin, solemnizada por el encuentro previo entre Pedro Sánchez y Pere Aragonès, inició su singladura la mesa de diálogo entre el gobierno español y la Generalitat. El acontecimiento político consiste en el propio encuentro. Nada garantizaba de antemano que fuera a celebrarse.
No tras el desencuentro sobre la ampliación del aeropuerto del Prat. Pero, sobre todo, después de la provocación de Junts, tratando de incluir en la delegación catalana a dirigentes del partido ajenos al Govern. La reunión de un gobierno, por un lado, y de medio ejecutivo por otro, anuncia un trayecto sembrado de minas. En un país normal, un choque tan brutal entre dos socios de coalición como el que se ha producido entre ERC y los partidarios de Puigdemont hubiese hecho saltar por los aires cualquier gobierno.
Pero éste no es un país normal. O, mejor dicho, está profundamente alterado por un desbordamiento de emotividad nacionalista que obliga a los hermanos enemigos a permanecer juntos, aunque sea maldiciéndose y tirándose cada semana los platos a la cabeza. Con todo, es una buena cosa que ERC haya aguantado el tirón, aferrada a la convicción de que no hay alternativa al diálogo.
Son muchos los analistas que han coincidido en esta apreciación: Sánchez y Aragonès han ganado tiempo. De eso se trataba. "El tiempo es la materia prima de la política". Ambos necesitaban sacudirse de encima la presión de la inmediatez. Los desacuerdos nucleares acerca de la autodeterminación y la amnistía han sido verbalizados por ambos interlocutores. Constan en acta. A partir de ahí, empieza una laboriosa búsqueda de puntos de encuentro, de caminos de acercamiento. Sin prisas, sin plazos acotados.
Tiempo para hacer política. Ahora bien, se trata de hacerla. La foto de los dos presidentes ha quedado preciosa en el New York Times. Y ha cumplido su función. Como dice Joan Coscubiela, a partir de su oficialización ante la opinión pública mundial, ya no resulta tan fácil interrumpir una conversación. Sin embargo, aunque los negociadores no se hayan fijado plazos, éstos existen.
Vendrán dados por las citas electorales de 2023 - municipales y legislativas - y por el compromiso de Aragonès, exigido por la CUP, de someterse a una cuestión de confianza en el ecuador de la legislatura. Es imposible pronosticar qué peso tendrá entonces el balance de los trabajos de la mesa. Pero, viendo las fuerzas que, desde la derecha española al independentismo más radical, apuestan por su fracaso, no parecería prudente llegar a esas citas con las manos vacías.
No obstante, las urgencias pueden no parecer las mismas en Madrid y en Barcelona. Tras los indultos y su compromiso personal con el arranque de las negociaciones, Pedro Sánchez podría entender que la cuestión catalana está encarrilada, que deja de ocupar un lugar primordial en su agenda. Desde luego, ha dejado ya de ocuparlo en el ranking de las preocupaciones de la ciudadanía española. La conmoción que está provocando la subida desbocada del precio de la luz no es sino un augurio de los tiempos que se avecinan.
Esta misma semana, el rotativo "Le Monde" se preguntaba sobre quién iban a recaer los enormes costos de la transición ecológica. La revuelta de los "chalecos amarillos", expresión encolerizada de los perdedores de la globalización, demostró que, sin justicia social, la transformación del modelo productivo generará una enorme conflictividad. La época de la transición ecológica empieza a vislumbrarse como un período histórico de intensas luchas de clases en todos los países. Los fondos europeos no bastarán para una metamorfosis pacífica de la economía.
Con la supresión de los coches convencionales, sobrará en torno al 40% de la mano de obra actualmente empleada por la industria de la automoción. No se podrá evitar la pugna con el oligopolio de las compañías eléctricas, ni soslayar una profunda reforma fiscal que grave la riqueza y los beneficios de las grandes corporaciones. En el fondo, la controversia sobre el hub del Prat no radica en señalar o desconocer la realidad de la urgencia climática, sino en la necesidad no menos apremiante de reactivar y redirigir una economía local en declive. Nueve de cada diez nuevos empleos son temporales.
Y, según un reciente estudio de la Cámara de Comercio, a pesar del incremento del PIB y de la productividad, el poder adquisitivo real de los salarios en Catalunya no ha progresado en los últimos veinte años.
Habrá, pues, muchos frentes abiertos. Pero es dudoso que un problema anule los otros. Más probable - y peligroso - será que se mezclen. Por eso, el gobierno de izquierdas no debería dejar de avanzar en propuestas que colmen déficits anteriores del Estado en materia de inversiones, financiación o competencias autonómicas. Es decir, medidas que redunden en la mejora de las condiciones de vida de la ciudadanía. Aunque no por ello debería subestimar las enormes dosis de emotividad que el "procés" ha inoculado en la sociedad catalana.
No serán baladíes los reconocimientos formales de su singularidad cultural y nacional - algo que, al cabo, habrá que consagrar de un modo u otro en el ordenamiento jurídico español. Por otro lado, es imperativo que la sociedad civil tome cartas en el asunto para evitar que el diálogo descarrile. La pinza entre el PP y la extrema derecha, por un lado, y Junts por otro, jugará a fondo sobre el registro de los agravios. "España nos oprime" y "Catalunya reclama privilegios".
Es la hora de los ofendidos, fórmula de éxito en tiempos de desazón social. En cualquier caso, el proceso que comienza debería tener una faceta, todavía ausente en el diseño del diálogo, pero que será finalmente decisiva: la formulación de un nuevo pacto de convivencia entre catalanes. Sin eso, sería imposible asentar un acuerdo sólido con España. Es prematuro decir si tal propósito acabará revistiendo la forma de un nuevo Estatut, si habrá que recuperar mediante leyes orgánicas aquello que suprimió la sentencia del TC en 2010, o si se encontrarán fórmulas más imaginativas de entendimiento.
Pero, no es razonable que el independentismo espere alcanzar su sueño en las próximas décadas, a no ser que apueste por una desintegración caótica de la Unión Europea. Tampoco lo sería pensar que un problema de raíces históricas, envenenado por la crisis de la globalización, vaya a encontrar solución en el próximo período. ¿Y un acuerdo que permitiese, tanto a la sociedad catalana como al conjunto de España, afrontar durante veinticinco o treinta años, desde el respeto y la cooperación, los nuevos paradigmas mundiales?
El tiempo que resta hasta el próximo ciclo electoral se antoja muy corto para alcanzar semejante meta, realmente ambiciosa. Pero hay que empezar a caminar en esa dirección, tantear, perseverar. Sólo avanzando se tornará más nítido el horizonte. No perdamos el tiempo, el precioso tiempo que acabamos de ganar.
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