Corren tiempos difíciles para la democracia. Los años de hegemonía neoliberal han removido las entrañas de las sociedades que la sustentaban. La profundidad de la crisis puede medirse por la virulencia de las pulsiones populistas, la polarización de la vida política y el descrédito de las instituciones representativas, constantemente sometidas a tensión y desgaste. Para funcionar adecuadamente, la democracia requiere su aceptación social como norma de convivencia. Pero necesita también cierto grado de lealtad por parte de los actores que se mueven a su amparo. Hoy, ese lubricante escasea y la maquinaria empieza a gripar. Recientemente, hemos podido constatar esa disfunción a través de distintas interferencias entre el poder legislativo y el judicial. En un Estado de Derecho debe prevalecer una estricta separación de poderes. La democracia resulta de un equilibrio y una tensión permanente entre ellos. Lograrlo depende, sin embargo, de la voluntad política. No hay normativa, por detallista que sea, que pueda prever todos los escenarios posibles. No hay legislación, ni principio cuya fuerza intrínseca impida por sí misma una lectura torticera. No hay institución al abrigo de abusos.
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Mucho se ha escrito acerca de la retirada de su escaño al diputado podemita Alberto Rodríguez. No pocos juristas consideran que la decisión finamente adoptada por la presidenta del Congreso supone una interpretación excesiva de la sentencia del Tribunal Supremo, de la que no debería inferirse la pérdida de su condición por parte del diputado canario. Se trata sin duda de razonamientos fundados, que apelan al principio de in dubio pro reo ante una sentenciasujeta a múltiples interpretaciones, a la desproporción entre la levedad de la condena y el alcance de su traslación parlamentaria, al cuestionamiento del derecho de representación ciudadana que ello supone... No obstante, esa lectura rigorista es exactamente la que pretendía el Supremo. Y ahí es donde aparece lo perverso de la situación. La separación de poderes no significa que las distintas instituciones se ignoren, sino que se relacionan desde su independencia. El legislativo hace las leyes. Los tribunales las aplican. Y sus sentencias obligan a todos. El juicio contra Alberto Rodríguez, celebrado en la Sala Segunda del Supremo, dejó asombrada a mucha gente por la práctica ausencia de elementos probatorios de la acusación - referida, de hecho, a un incidente menor durante una protesta. Pero la sentencia está ahí y es firme. Si Meritxell Batet hubiese aplicado un criterio distinto, se arriesgaba a ser acusada de desobediencia. O tal vez a ser objeto de una querella por prevaricación, promovida por Vox y PP... que hubiese aterrizado en el Supremo. Por mucho que uno se resista al victimismo y a las teorías de la conspiración, se hace muy difícil no ver en todo eso una maniobra de la derecha judicial para poner en aprietos al gobierno progresista. Hiciera lo que hiciese la Presidenta, el conflicto estaba servido. Por parte de la izquierda ha faltado quizás temple y coordinación entre los socios de la coalición para minimizar los daños. En cuanto a la derecha, que decretó desde el minuto cero el carácter "ilegítimo" del gobierno de Pedro Sánchez, se trata de una operación de desgaste cuya víctima principal, más allá del ejecutivo, es el propio andamiaje constitucional.
Casi al mismo tiempo, hemos vivido en el Parlament de Catalunya un episodio inverso, pero no menos corrosivo. (Aunque, en este caso, es posible que no pase de una torpe tentativa frustrada). En efecto. Los letrados habían recibido el encargo de proponer toda una serie de correcciones técnicas y de léxico para actualizar el Reglamento de la Cámara. Pero, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, he aquí que el pasado martes se descolgaron con una propuesta de modificación de innegable calado político, concebida para socorrer a la Presidenta de la cámara catalana en sus tribulaciones judiciales.Como es sabido, Laura Borrás está pendiente de la apertura de juicio oral ante el TSJC para responder de los cargos de malversación, prevaricación, fraude y falsedad documental, en relación con la presunta fragmentación irregular de contratos durante su etapa al frente de la Institució de les Lletres Catalanes. Pues bien, la modificación sugerida consistía precisamente en la supresión pura y simple de artículo 25.4, referido a la suspensión de diputados inmersos en causas judiciales: "En los casos en que la acusación sea por delitos vinculados a la corrupción, la Mesa del Parlament, una vez sea firme la apertura del juicio oral y tenga conocimiento de ello, debe acordar la suspensión de derechos y deberes parlamentarios de manera inmediata". Un traje a medida. El artificio, demasiado grosero, no prosperó. Una reforma del Reglamento exige ser propuesta en la Comisión correspondiente por un grupo parlamentario... y ni siquiera está claro que JxCat, el partido de la propia Laura Borrás, se atreva a hacerlo tras el escándalo. No obstante, por su trasfondo, el incidente no es baladí.
Si el proceder era burdo y demuestra una pretensión iliberal de manejar las instituciones a coveniencia, el articulado que se pretendía suprimir no deja de plantear ciertos problemas. El actual redactado, impulsado por la CUP en 2017, respondía a la idea de blindar las instituciones contra la cualquier práctica corrupta. La política catalana no ha sido ajena a ellas - en particular en los tiempos de esplendor convergente -, por lo que se refiere al clientelismo y los tratos de favor desde determinadas administraciones públicas. Pero las normas, impecables sobre el papel, no siempre resuelven aquello que hay que hacer efectivo en la vida. A pesar de todo, no andaban desencaminados los letrados del Parlament al apuntar que el riguroso precepto en cuestión podría menoscabar la debida presunción de inocencia, si su aplicación no se temperase desde la concreción de cada caso. Algo hasta tal punto cierto que incluso el artículo 25.4 concluye así: "Si se plantean dudas sobre el tipo de delito o sobre el régimen de incompatbilidades aplicable a lo largo de la suspensión, es necesario el dictamen de la Comisión del Estatuto de los Diputados". Del mismo modo que una dudosa patada ha bastado para armar un torpedo judicial contra la sede de la soberanía popular, una simple irregularidad administrativa podría inflarse hasta convertirla en un affaire. No parece ser el caso de Laura Borrás, cuya desenvoltura con las instituciones no la hace a priori acreedora de rectitud, ni de talante democrático. Pero tampoco faltan ejemplos de iniciativas de escaso recorrido judicial y abundante ruido mediático, destinadas a desprestigiar a un adversario político. En Podemos o en el Ayuntamiento de Barcelona, que las han sufrido a repetición, saben algo de eso. La calidad y la credibilidad de la democracia dependen del correcto funcionamiento de sus instituciones y de la clara delimitación de sus respectivas funciones. Por eso, nada puede haber tan peligroso y degradante como lanzar a unas contra otras. Aquí, como en Polonia o en cualquier parte, ese es el caldo de cultivo del autoritarismo, el método que agitan la derecha radicalizada y la extrema derecha. La izquierda debe ser consciente del peligro. Sólo una pelea consciente y la politización de la ciudadanía harán que prevalezca la democracia.
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