Acostumbra a haber mucho cuento en las cuentas públicas. A veces, más que en el relato de las Mil y una noches. Y no debería ser así. La de Presupuestos es la ley más importante que se somete al Parlamento a lo largo del curso. De su aprobación o rechazo depende la estabilidad del gobierno. Los presupuestos condensan inversiones y gasto social, definen prioridades y proyectos de país. En resumen: todo aquello que afecta a las condiciones de vida presentes y al futuro de la ciudadanía. Sin embargo, pocos debates resultan más opacos para el común de los mortales que la discusión de los presupuestos. Su presentación acostumbra a basarse en medias verdades y tiene más de narrativa – por no decir de propaganda – que de exposición rigurosa y accesible. El destino de los presupuestos, sobre todo en su fase inicial, cuando se trata de lograr la luz verde de la cámara para su tramitación, depende muchas veces de negociaciones y cálculos políticos que sólo remotamente tienen que ver con la discusión de las cuentas propiamente dichas. Los presupuestos de la Generalitat, ahora en liza, son buena prueba de ello.
Los números pueden leerse de muchas maneras y encerrar no pocas trampas. El gobierno de Pere Aragonés presenta sus presupuestos como los más sociales jamás vistos. Y difícilmente podría ser de otro modo. La Generalitat tiene a su cargo la gestión de los grandes servicios públicos y asistenciales – sanidad, educación, servicios sociales… Resulta obligado, por tanto, que estas áreas absorban el grueso del gasto no financiero. Pero ese dato global puede recubrir distintas políticas, de sesgo más o menos social, con repercusiones muy distintas también para la población. En primer lugar, para evaluar correctamente un presupuesto, conviene situarlo en perspectiva, comparándolo con lo ejecutado en el ejercicio anterior. Sin ir más lejos, la CUP, que tiene en vilo a todo el mundo amagando con una enmienda a la totalidad, cuestiona el discurso del ejecutivo acerca del carácter expansivo de estos presupuestos. Según la CUP, lo ejecutado en 2021 será superior a los 3.500 millones de euros adicionales, que llegan gracias a los fondos europeos y a la inversión del Estado. En otras palabras, ese dinero servirá para cubrir lo que ya se está haciendo. De ser cierto ese reproche, el relato presupuestario del govern tendría una vía de agua difícil de ocultar.
Pero es que, a la hora de enjuiciar las cuentas, hay que fijarse sobre todo en los programas que sustentan. Así, aunque todo compute como gasto sanitario, no tendrá los mismos efectos una partida destinada a reforzar la atención primaria, donde faltan médicos y recursos, que el pago de servicios externalizados… o la implementación de determinada modernización administrativa. Enric Sierra denunciaba hace unos días en las páginas de La Vanguardia: “Salut ha aprovechado el período de restricciones para consolidar prácticas impopulares”. Concretamente, se refería a “la asistencia telemática que agranda la brecha digital y afecta a los colectivos más vulnerables como nuestros mayores”. “La digitalización, concluía el periodista, puede aligerar mucha burocracia, pero mal aplicada refuerza un sentimiento ciudadano de disuasión del uso de la sanidad pública”. ¡Ojo pues a lo que hay detrás de las cifras deslumbrantes! Esa es la verdadera discusión presupuestaria que debería llegar a la calle.
¿Presupuestos sociales? Las cuentas de Derechos Sociales para el próximo año se incrementan en un 30% respecto a 2020… gracias, una vez más, al aporte de los fondos europeos. Sin embargo, si la partida dedicada a dependencia aumenta en 150 millones de euros, queda lejos de los 300 suplementarios que reclaman desde hace años sindicatos y entidades del Tercer Sector. Por otro lado, la partida destinada a la Renta Garantizada de Ciudadanía se reduce en 30 millones. ¡Y eso ocurre cuando informes encargados por la propia Generalitat indican que el 62% de los hogares en situación de pobreza severa no percibe esa prestación! Su operatividad tiene que ver con los requisitos demandados. Como sucede, a otro nivel, con el Ingreso Mínimo Vital, del que sólo se beneficia en Catalunya el 4’9% de los hogares que viven bajo el umbral de la pobreza. Los datos recientemente publicados acerca del impacto de la epidemia sobre las desigualdades en el área metropolitana son sobrecogedores: 800.000 personas viven en riesgo de pobreza; un 12% de la población metropolitana se halla en riesgo de pobreza severa y un 7% en situación de pobreza extrema. El 34% de los menores de edad vive en riesgo de pobreza. El escudo social desplegado por el gobierno de Pedro Sánchez ha evitado que las cosas fuesen aún a peor para la clase trabajadora. Con todo, ese alarmante panorama reclama una intervención enérgica de la administración. Para atender a la emergencia social, por supuesto. Pero también para propiciar una reactivación de la economía bajo parámetros de sostenibilidad medioambiental, de resiliencia a las crisis y calidad del empleo. Las halagüeñas cifras macroeconómicas sobre crecimiento tienen subtexto: nueve de cada diez nuevos contratos son temporales y los salarios, en general bajos, ven ahora mermado su poder adquisitivo por la inflación. Barcelona disemina su pobreza por toda Catalunya, expulsando de la ciudad a las familias con rentas más bajas. Abordar esa compleja realidad es precisamente la función de los presupuestos y de sus leyes de acompañamiento, destinadas a incorporar las medidas fiscales necesarias.
Pero no ha llegado en esos términos la discusión a la opinión pública – a pesar de que los presupuestos llevan días debatiéndose en las comisiones parlamentarias correspondientes a cada departamento y que la oposición, singularmente socialistas y comunes, han formulado no pocas objeciones. Si nos atenemos al ruido mediático, lo decisivo parece ser con quien se aprueban los presupuestos. El empecinamiento de ERC y de JxC en sacarlos adelante con el apoyo de la CUP sólo persigue mantener vivo el relato de una mayoría independentista del 52%. Pero esa mayoría parlamentaria no se corresponde con una proporción semejante en el seno de la sociedad catalana, ni constituye un conjunto homogéneo capaz de imprimir un rumbo decidido al país. Tan solo permite a esos partidos mantenerse en el poder, aunque sus tensiones internas resulten paralizantes o impriman un curso errático a la acción de gobierno. El tacticismo pasa a primer plano. ERC no quiere saber nada de un eventual pacto con el PSC para poder sacar pecho frente a Pedro Sánchez. JxC no vería con malos ojos un desenlace del embrollo presupuestario que desgastase a sus socios de gobierno. Y la CUP, que no moviliza ni siquiera a quinientos seguidores en su consulta interna, juega a erigirse en árbitro de la situación. Sin embargo, todos saben que sería muy aventurado romper la baraja. El procés ha terminado. Sólo queda un pósito de amargura, división e impotencia. El independentismo carece de un nuevo relato y la oposición todavía no ha logrado dibujar un escenario alternativo esperanzador. De ahí la confusión del momento. Las cosas no son lo que dicen ser.
Cualquier pronóstico es azaroso. Pero lo cierto es que la CUP podría volver al redil en el último momento y retirar su veto a las cuentas. Sus objeciones tienen menos calado del que se pretende. Cierto, la demanda de una mayor progresividad en los tributos autonómicos tiene sentido desde el punto de vista de la justicia fiscal y de la obtención de recursos. Pero los márgenes son muy limitados al respecto. Una mejora sustantiva de los ingresos depende sobre todo de un nuevo sistema de financiación de las autonomías – y el postureo independentista no facilita avanzar en ese terreno. Del mismo modo, algunos proyectos, como el complejo lúdico y de casinos de Salou, son altamente objetables desde una óptica ecológica y como vectores económicos de interés. No obstante, el modelo de país que propugna la CUP, obstaculizando obcecadamente el despliegue de energías renovables, tiene más de ensoñación paisajística herderiana que de proyecto ecosocialista. Aparte de la retórica sobre “embates” y referéndums en cuya viabilidad ya nadie cree, los contornos de la disputa presupuestaria son menos consistentes, pues, de lo que se da a entender.
Sería buena cosa que la ficción del bloque independentista se desvaneciera y el gobierno se viera obligado a pactar con la oposición de izquierdas. El clima político mejoraría. Y con él, el cuadro social y económico. Catalunya necesita aprobar unos presupuestos para que puedan fluir los fondos europeos. En caso de cerrarse en banda la CUP, una gran responsabilidad recaerá sobre el PSC y los comunes: posibilitar la aprobación de las cuentas que presenta un gobierno al que se oponen, al tiempo que tratan de corregir significativamente su contenido. Veremos.
M'agradaria saber perquè oculta el seu primer cognom (Franco) i el seu currículum per a tantes lliçons.
O sigui que reconeix que hi ha augment en polítiques socials però que és queden curtes perquè no arriben a tothom suposo que és perquè tenim cada vegada més necessitats per a atendre i perquè no tenim una quantitat que cobreixi el 100% de les necessitats. La culpa és de l'independentisme. Ell ho hagués fet millor però com que no hi és...
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