“La historia no se repite, pero rima”. La ocurrente frase se atribuye a Mark Twain. Con el fragor de la guerra de Ucrania como telón de fondo, algunos comentaristas la han mencionado estos días. Es cierto. Pero, si reconocemos ecos del pasado en los acontecimientos presentes, ello no se debe a una pulsión lírica de la historia, sino al hecho de que la humanidad sigue peleando con algunos de sus viejos demonios y todavía está lejos de haberlos vencido.
El siglo XX conoció guerras mundiales y también grandes revoluciones, el capitalismo tuvo que ceder posiciones ante los embates del movimiento obrero y los pueblos coloniales. Sin embargo, la centuria concluyó con la proclamación del final de la historia: el Estado soviético se desmoronaba estrepitosamente y China se integraba en la órbita capitalista. No había nada “más allá” de un mundo regido por las leyes del mercado: ni utopías, ni horizontes de emancipación.
La promesa de felicidad y abundancia de la globalización neoliberal ha sido cruelmente desmentida por los hechos. Unos hechos que han mostrado también la inconsistencia de la visión crítica de ese desarrollo sistémico, elaborada en los albores del nuevo siglo por pensadores como Toni Negri y Michael Hardt. No, el capitalismo no ha devenido un imperio biopolítico mundial, envolviendo a sociedades y naciones en una tupida tela de araña.
La globalización no ha sido eso. La liberalización y las desregulaciones impulsaron los intercambios comerciales y el desarrollo impetuoso de las finanzas. Las nuevas tecnologías facilitaron una nueva división mundial del trabajo, al tiempo que generaban estrechas interdependencias. Las cadenas de valor se internacionalizaron, estirándose a escala planetaria. Todo ello generó la ilusión de una superación de los paradigmas que rigieron las anteriores etapas del capitalismo. Pero no era cierto.
Las grandes corporaciones multinacionales manejan presupuestos superiores a las de muchos países. Las transacciones, fluyendo a la velocidad de la luz de una a otra plaza financiera, representan un valor nominal que se aproxima al 200% del PIB mundial. Sin embargo, régimen de acumulación por antonomasia, el capitalismo no ha logrado desdibujar las fronteras nacionales, ni deshacerse del Estado. Muy al contrario: lo necesita como garante del orden social, respaldo diplomático y militar de su expansión, gran prestamista y regulador económico durante sus crisis cíclicas.
“El capitalismo lleva en su seno la guerra como la nube lleva la tormenta”, decía el socialista francés Jean Jaurès. Jaurès fue asesinado la víspera de la Primera Guerra Mundial, a la que se oponía en nombre de la fraternidad internacional de la clase trabajadora. Hasta ese momento, no pocos observadores decían que la conflagración era imposible, dada la intensidad de los intercambios comerciales y el desarrollo civilizatorio alcanzado por Europa. Sin embargo, sus naciones se descuartizaron durante cuatro años, impelidas por unas élites que se disputaban el derecho a expoliar los continentes menos avanzados. Las fuerzas productivas, que habían crecido al amparo de los Estados nacionales, se rebelaban así contra sus fronteras, reclamando ansiosamente materias primas y acceso a nuevos mercados. “Espacio vital”, en suma.
Las potencias en liza y las hegemonías han cambiado varias veces desde entonces. Algunos imperios cayeron y otros alzaron su poderío sobre el mundo. El viejo imperio austro-húngaro despareció para siempre. Gran Bretaña, otrora dueña de los mares, cedió el testigo al coloso americano. Hace mucho tiempo ya que Francia alardea por encima de sus posibilidades. Estados Unidos fue el gran vencedor de la segunda contienda mundial. Pero no es cierto que aquella terrible experiencia conjurase el fantasma de las guerras imperialistas.
Desde 1945 hasta ahora, el mundo ha vivido sangrientos procesos de descolonización, guerras civiles, expediciones militares devastadoras en Oriente y Asia Central… aunque no un enfrentamiento general. La derrota del nazismo en Europa, con la consiguiente aureola que envolvió a la URSS, el ascenso del movimiento obrero y las revueltas coloniales dibujaron los contornos de varias décadas de paz armada – “guerra fría” – entre las dos grandes potencias nucleares.
Pero la apoteosis del capitalismo que, pensaban algunos, supondría el desmembramiento de la economía nacionalizada soviética y el giro de Deng Xiaoping – “Un país, dos sistemas” -, no fue tal. Ciertamente, la perspectiva socialista parecía desvanecerse para siempre. Pero las bases materiales nacionales sobre las que asientan las fuerzas productivas no se disolvieron. Rusia se integró plenamente en los flujos de la economía global. McDonald’s aterrizó en Moscú, seguido por todas las grandes corporaciones transnacionales. No obstante, lejos de convertirse en una colonia de Occidente, Rusia vio emerger de las propias filas de la antigua nomenklatura – en notable connivencia con el crimen organizado – un nuevo régimen de oligarcas, que se enriquecieron apropiándose de los inmensos recursos naturales del país y del potencial industrial legado por el Estado soviético. Es ese régimen el que hoy pugna por su “espacio vital”, presionado por la ampliación de la OTAN, tratando de someter a los pueblos que configuraron en su día los dominios del Zar de todas las Rusias.
La historia rima. Alemania fue humillada tras la primera gran guerra. Pero se levantó rápidamente sobre la base de su poderosa industria, comprimiendo sus contradicciones sociales internas bajo la bota del nazismo, decidida a expandirse mediante la guerra y la conquista. Derrotada la URSS al final de la guerra fría, de su desmembrada economía nacional ha surgido una Rusia autocrática de ambiciones imperialistas. No obstante, su nivel tecnológico sigue siendo inferior al occidental y, desde luego, no puede compararse con los portentosos avances de China.
El nuevo gigante de la economía mundial merece un capítulo aparte. Tutelada por la casta gobernante, la apertura de China al capitalismo – llegando a convertirse en “la fábrica del mundo” – ha supuesto un prodigioso crecimiento económico. Cientos de millones de hombres y mujeres procedentes del campo han engrandecido deslumbrantes ciudades, donde han emergido una clase media y una red de avanzadas empresas tecnológicas y financieras, cuyos multimillonarios ejecutivos están adscritos al Partido Comunista.
El éxito diplomático de Nixon, aislando a la URSS merced a la reconciliación de Estados Unidos con el régimen maoísta, no abrió la vía hacia una progresiva recolonización de China, sino hacia la modernización y engrandecimiento del país asiático. A pesar del carácter híbrido de su economía – con un estratégico 30% de los recursos productivos nacionalizados -, la expansión financiera y comercial china se realiza según pautas imperialistas.
China no exporta ninguna revolución, ningún modelo progresista alternativo. Su influencia creciente en Asia, África y América Latina, en busca de materias primas y mercados, discurre por los surcos que décadas atrás trazaron el FMI y el Banco Mundial con su estrategia de endeudamiento y dependencia de los países en vías de desarrollo. Si bien el avance neocolonial de China se realiza de modo pacífico y con cautela, no hay que olvidar que un enorme potencial militar respalda su lugar en el mundo.
Dos bloques mundiales se están configurando en una clara disputa por el dominio del planeta y de sus recursos. La crisis climática no hace sino exacerbar la conflictividad en torno a ellos. Por un lado, Estados Unidos lidera el frente de las democracias liberales occidentales. La guerra de Ucrania ha reforzado la preeminencia de Washington sobre unos países europeos cuya integración, demasiado incipiente, no les permite pesar de un modo decisivo y autónomo en la arena internacional. El otro bloque lo encabeza indiscutiblemente China. Aunque Putin haya iniciado una guerra de impredecibles consecuencias, su dependencia de China es ya total y el propio desarrollo del conflicto no hará sino consolidarla. En medio de esos dos bloques, se mueven potencias regionales y naciones más o menos dependientes que, de crisis en crisis, irán “alineándose”.
Quienes hemos conocido una dictadura lo sabemos bien: no es lo mismo vivir bajo una democracia, por imperfecta que sea, que bajo un Estado policial. La izquierda, que es consciente de ello, no debería sin embargo interpretar que el mundo se encamina hacia un conflicto de valores, una suerte de choque entre democracia y autoritarismo. No. El choque que se perfila es de naturaleza imperialista. Se trata, una vez más, de un enfrentamiento por el control de materias primas y mercados, al que empuja inexorablemente el movimiento expansivo del capital. Y que, en las condiciones históricas concretas de su desarrollo, acaba dirimiéndose militarmente entre Estados nacionales. Las metrópolis democráticas nunca exportaron sus valores liberales a los pueblos sojuzgados. La Europa democrática que acoge a los refugiados ucranianos se muestra mucho más selectiva cuando se trata de inmigrantes africanos o de gente que viene huyendo de lejanas guerras en las que nuestros países estuvieron implicados como miembros de la OTAN.
¿Una tercera guerra imperialista mundial, de consecuencias devastadoras para la civilización? Su temor se instala ya en nuestras mentes. Pero es que tal posibilidad se inscribe plenamente en la crisis de la globalización y la conformación de esos dos grandes bloques. Las plegarias pacifistas no disiparán la amenaza. A término, sólo podrán hacerlo un ascenso revolucionario de las fuerzas progresistas en Norteamérica, derrotando el poder de Wall Street y del complejo militar-industrial, y embridando con mano de hierro a las grandes corporaciones… y una revolución democrática en China, bajo el impulso de su renovada clase obrera. ¿Cómo? ¿Se nos antoja lejana, acaso improbable, semejante hipótesis? Tal vez.
En cualquier caso, lo que hay que descartar rotundamente es la ilusión de un mundo en paz bajo el capitalismo. En tiempos de relativa prosperidad, esa afirmación parecería también descabellada. Pero, bajo el azote de insoportables desigualdades, cuando las bombas siegan vidas humanas por millares, el sentido común de los pueblos muta con rapidez. Los primeros compases de la guerra que asola Ucrania son favorables al repliegue de Europa bajo la tutela americana. Pero las privaciones que comportará para la ciudadanía desatarán por doquier malestar social y agitación.
La izquierda europea debe entender que no habrá un progreso general en el continente – ni éste podrá contribuir a una nueva perspectiva mundial – sin una plena integración federal, económica y social de la Unión Europea. Separadas, sus naciones otrora poderosas y hoy venidas a menos, están condenadas a ser vasallas y comparsas en el enfrentamiento entre Estados Unidos y China que preside ya el siglo XXI.
Las propias dificultades del momento, como las derivadas de la crisis energética, llevan a plantear medidas intervencionistas y cooperativas, innombrables hasta hace pocos días en Bruselas. Hay avances posibles a la orden del día en la construcción europea. Pero, aquí también, la resistencia de los bastiones nacionales del capitalismo será muy poderosa y alentará sobresaltos populistas. Al cabo, sólo unos Estados Unidos Socialistas de Europa pueden liberar sus fuerzas productivas, reconciliarlas con la naturaleza y ponerlas al servicio del progreso humano.
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