Tiempo federal

Lluís Rabell

El pasado sábado, 30 de abril, Federalistes d’Esquerres celebró una asamblea extraordinaria con objeto de elegir su nueva Junta directiva. Tras la singladura de estos últimos años, conducida por Manuel Cruz y Joan Botella, será la escritora Mireia Esteva quien presida la asociación. 


La acompañan destacadas personalidades, cuadros políticos, intelectuales o sindicalistas, como Carme Valls, Lídia Santos, Antoni Camacho… y una larga lista, representativa de diversos territorios, currículums y ámbitos profesionales. Yo mismo he tenido el honor de poder incorporarme a ese equipo.


FED nació, hace algo menos de diez años, en un momento crítico, cuando el “procés” parecía sumergir a la sociedad catalana y las izquierdas estaban a la defensiva frente a la retórica nacionalista. 


Era necesario reivindicar la perspectiva federal, aquella que había animado al movimiento obrero y al propio catalanismo popular, como salida democrática a la crisis territorial, acomodando la diversidad de culturas y sentimientos nacionales de los pueblos de España en un proyecto compartido. Ese primer objetivo ha sido cubierto con creces. 


El “procés” se agota a ojos vista, pero el federalismo demuestra su vitalidad. Así lo atestiguan los centenares de socias y socios de FED y, mucho más allá, el impacto de su discurso en las filas de unas izquierdas necesitadas de reencontrarse consigo mismas y con sus propias tradiciones.

Ahora, se trata de encarar un nuevo ciclo. 


El relevo que ha supuesto la asamblea se inscribe en la continuidad de la etapa anterior, al tiempo que pretende abordar las tareas del movimiento federalista en un complejo escenario político, tanto en Catalunya y en el resto de España como a nivel europeo. 


Un escenario cuyas encrucijadas plantean justamente la urgencia de implementar, a todos los niveles, soluciones solidarias, cooperativas y fraternales; es decir, federales.

            

La pandemia puso claramente de relieve la necesidad de una estrecha colaboración entre las distintas administraciones, centrales y autonómicas, para hacer frente a aquella emergencia. Ese impulso se hizo sentir en España, donde se activaron las reuniones de trabajo entre el conjunto de las comunidades, y se hizo sentir vigorosamente en Europa, dando pasos inéditos a la hora de mutualizar los esfuerzos de contención de la crisis y reactivar la economía bajo parámetros medioambientales. 


Seguir por esa senda se ha vuelto más necesario aún, si cabe, ante los últimos acontecimientos. Las dificultades económicas derivadas de la pandemia y, ahora, de la guerra en Ucrania han sembrado cansancio, temor y enfado en unas sociedades laceradas por profundas desigualdades. Las democracias liberales sufren el descrédito de sus instituciones y se ven amenazadas por la polarización política y el ascenso de los movimientos populistas, portadores de mensajes de odio y repliegue nacional.

            

Así lo estamos viendo estos días. Un buen amigo destacaba en un reciente artículo un hecho paradójico: a pesar de los notables aciertos del gobierno de Pedro Sánchez en muchos ámbitos – desde la gestión de la crisis sanitaria hasta la negociación de los fondos europeos, pasando por las mejoras sociales, la reforma laboral, la obtención de la “excepción ibérica” en materia energética o el decreto de medidas paliativas a los efectos de la guerra -, la coalición de izquierdas parecía estar siempre en la cuerda floja, con una derecha y una extrema derecha enardecidas. A pesar del fracaso del independentismo en 2017, las brasas permanecen calientes bajo las cenizas de aquel intento. 


El escándalo del espionaje a líderes catalanes, así como al propio presidente del gobierno y a la ministra de defensa – un asunto sin duda poliédrico, con distintos actores implicados y numerosas derivadas -, en lugar de ser tratado con la cautela y la exigencia democrática requeridas, ha sido rápidamente simplificado para desgastar al ejecutivo y reavivar el victimismo. Hemos pasado del “España nos roba” al “España nos espía”. Pero la claridad, exigible en un tema que afecta a las libertades y a la propia seguridad del país, sólo puede llegar de la mano de una recíproca lealtad institucional. Ese es el espíritu federal. Al margen de esa lealtad, una crisis como ésta puede ser explotada para obtener ciertos réditos políticos a corto plazo, pero no puede resolverse en términos democráticos.

            

¿Y qué decir de la situación en Europa? La guerra ha situado a la UE ante una disyuntiva histórica: avanzar decididamente en la práctica, en los hechos, hacia una mayor integración… o arriesgarse a un colapso de la construcción europea y a un declive general. Desde una óptica que no es la de la izquierda, pero llena de realismo y conocimiento de causa, Mario Draghi acaba de afirmar ante el Parlamento de Estrasburgo la necesidad de un “federalismo pragmático” en el ámbito económico, energético, migratorio y de seguridad. 


La izquierda añadiría que ese federalismo, para recabar el apoyo efectivo de las distintas opiniones nacionales y vencer sus reticencias, debería tener un fuerte componente social y ecológico, hacer realidad una armonización fiscal entre los Estados, acabar con los paraísos fiscales, armar un presupuesto comunitario ambicioso, orientado a la transición ecológica, la educación y los proyectos compartidos… Pero no por ello las palabras de Draghi tienen menos relevancia. 


Efectivamente, la guerra nos confronta a una realidad insoslayable. Ningún país miembro de la UE es capaz, por sí solo, de afrontar el desafío de la crisis energética. Putin, consciente de ello, hurga en el retraso de la construcción europea para propiciar la división y dinamitar el proceso. Más allá del propio destino de Ucrania, eso es lo que está hoy en juego. 


Tampoco es sostenible una política migratoria de fortaleza asediada: eso sólo fomenta el “sálvese quien pueda” de cada Estado; es decir, medidas retrógradas, espoleadas por la extrema derecha, que van desde el cierre de fronteras y el maltrato administrativo de los migrantes hasta la deportación de demandantes de asilo a destinos indeseados. 


Si Europa está acogiendo fraternalmente a millones de refugiados ucranianos – y eso nos honra -, no dispensa el mismo trato a quienes llaman a sus puertas huyendo de otros conflictos – en cuyo desenlace, como en el caso de Afganistán, mucho han tenido que ver los países miembros de la OTAN. Es cierto, la guerra de Ucrania se enmarca en una nueva configuración geoestratégica, que tiene como principales potencias en liza a Estados Unidos y China. 


Pero la contienda tiene lugar en nuestro continente, y supone la invasión de un país deseoso de incorporarse a la UE. Si no quiere ser un simple apéndice de la política exterior norteamericana, si no quiere que los gastos militares desbaraten sus presupuestos sociales, Europa está obligada a avanzar hacia un sistema común de defensa y a fortalecer su diplomacia.

            

En una palabra: basta con mirar a nuestro alrededor para constatar que, lejos de ser una rémora del pasado, el federalismo se perfila como la filosofía, el método más adecuado para encarar los problemas del presente. Eso da idea de la ingente tarea que incumbe a quienes, procedentes de distintas corrientes de la izquierda, compartimos tal convicción. En las próximas semanas, FED adoptará su plan de trabajo para el próximo período.


Un plan que incluirá ir al encuentro de la juventud en universidades e institutos, buscar la complicidad de partidos y sindicatos, articular propuestas con diversos actores de la sociedad civil, difundir nuestras ideas, multiplicando debates y presentaciones en todo el territorio… 


Y, por supuesto, estrechar la colaboración con las asociaciones que, como la nuestra, trabajan por una España Federal, y con la Unión de Federalistas Europeos de la que igualmente formamos parte. Así pues, trabajar, crecer y sembrar. Sembrar obstinadamente. Porque, a pesar de la incertidumbre y los nubarrones que se ciernen sobre nosotros, vendrá el tiempo de la cosecha. Vendrá un tiempo federal. 

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