¿Cuál es el balance final de muertos y heridos? Sea cual fuere el cómputo, el horror prevalecerá. Las imágenes que llegan desde la verja ensangrentada de Melilla interpelan a la conciencia democrática. Indignación y exigencia de responsabilidades están a la orden del día. Sin embargo, si queremos actuar eficazmente, si no queremos que la emoción y el deseo de justicia de hoy se diluyan bajo el estrépito de los acontecimientos que el desorden global nos deparará mañana, debemos tratar de entender todas las implicaciones de la tragedia.
Hace tiempo ya que las fronteras de Europa, aquellas que definen todo cuanto queda fuera del “espacio Schengen”, son las más mortíferas del planeta. Desde el Egeo hasta Gibraltar, el Mediterráneo se ha convertido en una fosa común para millares de hombres, mujeres y niños que huyen de las guerras y la pobreza. La globalización neoliberal ahondó las desigualdades estructurales legadas por el colonialismo. Los efectos devastadores del cambio climático y la pugna por el acceso a las materias primas en el marco de una nueva disputa geoestratégica, empujan a millones de seres humanos a desplazarse para sobrevivir. Ahora, la guerra de Ucrania, provocando una penuria en el suministro de cereales, amenaza con desencadenar una hambruna. Putin ha hecho del hambre una temible arma de guerra, contando con que la desesperación de África se revolverá contra esa “Europa corrompida y sin fe” que tanto odia el amo del Kremlin.
Pero la guerra está desnudando también la fragilidad de las economías desarrolladas y sus múltiples dependencias. La incertidumbre y un miedo difuso van apoderándose de las sociedades occidentales. Sociedades que una sucesión de crisis ha vuelto cada vez más injustas, fragmentadas y volubles. Europa está lejos de alcanzar una integración de su potencial económico, humano y cultural que le permita incidir en el curso de los acontecimientos mundiales, actuando de modo acorde a los valores que proclama. Esos principios se desgarran en las alambradas donde tantos desesperados dejan girones de su piel y naufragan en un mar convertido en frontera entre civilizaciones. El temor que nos invade da la medida del retraso en la construcción europea, así como de los peligros que ello comporta para las democracias y para unas conquistas sociales cuya fragilidad intuimos. Europa envejece y necesita la savia nueva que sólo puede proporcionar un amplio movimiento migratorio. Sin esa aportación no podrá mantener productividad, progreso y bienestar. Sin embargo, los Estados de la UE siguen reaccionando de modo miope y defensivo, siguiendo las pautas de una soberanía que ya no es real. Se coordina el temor inmediato a lo desconocido… en lugar de compartir una determinada visión de futuro. Miedo. El nacionalismo populista agita el fantasma de una “gran sustitución”, con la consiguiente desaparición de una identidad nacional mistificada. Ese relato formatea la desazón de unas clases medias que se deslizan por la pendiente de la decadencia, ocultando que ésta es irremisible en el marco asfixiante de las viejas fronteras nacionales. En la medida que, aquí y allá, las mutaciones tecnológicas en la producción amenazan el empleo o la inflación devora salarios y pensiones, la pulsión hacia el repliegue nacional se propaga también entre la clase trabajadora y condiciona la política de los gobiernos, incluidos los de izquierdas. Las deportaciones a Ruanda de solicitantes de asilo por parte del gabinete tory de Boris Johnson han suscitado protestas y repulsa por parte de las entidades defensoras de los derechos humanos. Esa práctica, sin embargo, fue inaugurada en tiempos recientes por el gobierno socialdemócrata danés de Mette Frederiksen.
Lo ocurrido en Melilla resulta de la conjunción de todos esos factores. España ha recibido el encargo de “defender” el flanco sur de la UE. Y, por distintas razones, ha acabado haciéndolo de un modo tremendamente arriesgado: “externalizando” el control de la frontera y poniéndolo en manos de un régimen autocrático como el marroquí, cuyo racismo y cuyo desprecio por la vida humana son notorios. Sin duda, Pedro Sánchez no era consciente de la brutalidad de la actuación de la gendarmería cuando fue preguntado por primera vez sobre los hechos de Nador. La felicitación a las fuerzas del orden marroquíes se hacía más y más insoportable a medida que se difundían los testimonios de su brutalidad. Sin embargo, dos días después, no llega ninguna rectificación. Incluso UP traga saliva y pone sordina a su malestar. El gobierno español ha sido empujado a una nueva forma de cooperación con la monarquía de Mohamed VI. Y no ha podido o no ha sabido sobreponerse a esas presiones. El viraje sobre la cuestión del Sáhara fue propiciado por el alineamiento de Bonn y de París con la “solución autonomista” marroquí, pero sobre todo por una presión diplomática americana mucho más intensa de lo que se quiere admitir. La polémica alianza con Marruecos, más allá de las implicaciones de orden económico – con especial incidencia por cuanto se refiere al suministro de gas – responde, por así decirlo, a un mandato internacional implícito. En él confluyen la reacción de la Europa asustada – Marruecos ha utilizado la presión migratoria sobre España, y la derecha ha amplificado su impacto en la opinión pública – y el cálculo de Estados Unidos, que tiene en Rabat un aliado estratégico de primer orden. Sobre todo en la actual coyuntura, cuando las estrechas relaciones de la vecina Argelia con Rusia la sitúan en “el bando opuesto”. Es de temer, pues, que no veamos a Pedro Sánchez exigir explicaciones por lo sucedido. Por lo menos en público. El cepo de la realpolitik se ha cerrado con fuerza. Joe Biden llega a España para asistir a la cumbre de la OTAN. No es momento de cuestionar la actuación de Marruecos.
Pero, ¡atención! Ese pragmatismo puede tener unos costes muy elevados para la izquierda. Nos guste o no, el pacto con Marruecos nos hace corresponsables de lo que ocurre al otro lado de la valla. Y hay más. La noticia de la matanza coincide con el anuncio, por parte del gobierno, de un nuevo paquete de medidas para proteger a las capas más vulnerables de la población frente a los impactos socioeconómicos de la guerra. Aunque está por ver su alcance, Sánchez ha avanzado la propuesta de una tributación especial de las grandes compañías eléctricas para financiar esas medidas, subrayando el carácter progresista de un ejecutivo que defiende a las clases medias y a los trabajadores. Un gobierno “incómodo” para determinados grupos empresariales y sus proyecciones mediáticas, según la expresión del propio presidente. Quizá alguien espere que ese discurso, netamente de izquierdas, baste para diluir el impacto de los hechos de Melilla. Pero el resultado puede ser un giro narrativo no deseado, si nada cambia en la frontera: las medidas de protección social, incluso el desafío a las élites, concernirían a “los nuestros”, a los “nacionales”; pero no habría piedad para quienes pretendiesen irrumpir en nuestro precario oasis. No hace falta decir quién saldría ganado, si semejante percepción se instalase en el ánimo de la ciudadanía.
Gestionar una política migratoria equilibrada no es tarea fácil en el actual contexto. Guardémonos, pues, de invocar salidas sencillas a una situación tan endemoniada. Pero habrá que buscarlas. La relación con Marruecos es tóxica. Será una fuente de descrédito y de infección política, si no se reformulan los términos del acuerdo de un modo mucho más acorde al respeto de los derechos humanos y a la legalidad internacional. Por otra parte – y por muy a contrapelo de la correlación de fuerzas que hoy pueda parecer -, tampoco será posible seguir difiriendo el problema que representa la situación de irregularidad administrativa de millares de hombres y mujeres que trabajan en nuestro país. Su precario estatus les coloca en situación de indefensión ante todo tipo de abusos, nutriendo una economía sumergida de efectos perversos para el interés general. Se hace necesario contemplar un nuevo proceso de regularización, por lo menos tan ambicioso como lo fue aquel que llevó a cabo en su día Zapatero. Y que nadie se eche las manos a la cabeza, invocando los riesgos de un “efecto llamada”. Desde luego que existen las mafias que denuncia Pedro Sánchez. Pero proliferan en las zonas grises de nuestras políticas migratorias. Y es la más acuciante necesidad lo que engendra el éxodo imparable al que asistimos.
Evidentemente, el problema no es bilateral, sino que concierne a toda la UE. Es inaplazable plantear un debate en profundidad, con visión a largo plazo, para definir una política migratoria y de acogida común. Una política que no puede quedar en una enésima distribución de cupos para salir del paso, sino llegar al fondo de la cuestión: cuál debería ser el semblante de una Europa social y democrática a finales del siglo XXI. Si eso no llegara a abordarse con decidido espíritu federal, si venciesen los repliegues identitarios, veríamos a naciones enteras hundirse en la decadencia y el nihilismo entre violentas convulsiones sociales. Y las inhóspitas murallas de la Europa fortaleza seguirían tiñéndose con la sangre de los desheredados.
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