En los últimos lustros se ha intensificado el debate popular y político en Europa sobre quiénes son acreedores a vivir en el Viejo Continente. El discurso se ha articulado aduciendo la capacidad limitada que las sociedades europeas tendrían para integrar a los inmigrantes venidos desde otros lugares del mundo. Muchos de ellos son refugiados que escapan del horror de guerras y de conflictos destructivos.
Más de un millón de personas han llegado a las costas de Europa desde 2015. Tal movimiento migratorio es ya el más grande en tan poco espacio de tiempo desde la Segunda Guerra Mundial. Los abusos y ausencia de derechos humanos en países tales como Afganistán, Eritrea, Siria, Somalia o Sudán, han impelido a emprender la marcha de unas 10.000 personas de promedio diario hacia el Viejo Continente. Cinco mil de esos peregrinos desafortunados han encontrado la muerte en las aguas del Mediterráneo, viejo Mare Nostrum.
Ante tal estado de cosas, el egoísmo de algunos europeos, especialmente del centro y el norte europeo, rechaza el acceso de inmigrantes y refugiados: Europa es propiedad de ellos y no se comparte. Los partidos populistas y xenófobos han ido ganando predicamento en nuevos países (Suecia, Finlandia, Reino Unido, Hungría) y se ha apuntalado electoralmente en otros donde ya contaban con una presencia significativa (Italia, Francia, Dinamarca o Países Bajos). Incluso algunos representantes de formaciones políticas con vocación mayoritaria, cuestionan dicho acceso a los inmigrantes alegando que se trata de un ‘gorroneo’ por parte de inmigrantes que toman más de lo que aportan a sus comunidades de acogida e integración. Según esta línea de pensamiento, los inmigrantes se benefician del capital asistencial acumulado por el esfuerzo de las anteriores generaciones de ciudadanos nativos, sin haber contribuido ellos de igual manera. Es decir, los de afuera no tienen derecho a lo disponible para los de dentro.
Desde una perspectiva más general, se arguye que la inmigración es ya la causa del irremisible declinar de Europa. Es un fenómeno premonitorio de su eventual desaparición cultural. Algunos pensadores desde la otra orilla del Atlántico, tales como Walter Laqueur, han escrito ya el epitafio al Viejo Continente. Entre otros argumentos, se contiende que existe un cambio generacional con jóvenes autóctonos menos interesados en el devenir futuro de su propio Modelo Social Europeo, y que han sido ganados irremisiblemente por el glamur del capitalismo hollywoodiense. De resultas, la conjunción de la desidia y hasta hostilidad de los inmigrantes no integrados provenientes de otras creencias religiones, provoca una contradicción que algunos consideran insuperable para el cosmopolitismo europeo. Los atentados terroristas no serían sino la manifestación extrema de de una integración imposible. Se trata, claro está, de una visión normativa interesada en socavar los fundamentes normativos axiológicos y morales aún distinguibles en el Viejo Continente.
En realidad, la inmigración es un recurso crucial para el futuro de Europa. Los inmigrantes constituyen el principal recurso para mantener no sólo ritmos de crecimientos y prosperidad económica análogos a los producidos durante la Época Dorada del welfare europeo (1945-75), y la subsiguiente Edad de Plata (1976-2007). En la ahora amenazada Edad de Bronce (2008 --¿?), los inmigrantes contribuyen con sus cotizaciones sociales e impuestos a mantener el acosado Modelo Social Europeo. En España, por ejemplo, la inmigración ha sido un activo muy positivo para financiar los sistemas de protección social en las primeras fases del proceso de asentamiento de poblaciones de origen inmigrante (1995-2010). Ello fue debido, en gran parte, merced a la mayor juventud y disponibilidad de los inmigrantes para acceder al mercado de trabajo. Según datos empíricos de estudios contrastados, es incierto que los inmigrantes hubiesen abusado de las prestaciones y los servicios sociales españoles. Sin embargo, y en no poca medida fruto del discurso ideológico sobre el parasitismo social de corte neoconservador, las percepciones sociales han acusado a los inmigrantes de recibir más de lo que aportaban a su países de incorporación.
Destaca en la difícil situación de los inmigrantes y refugiados en Europa la suerte de los niños y menores no acompañados. Según datos de la organización internacional, ‘Protejan a los niños’ (Save the Children), hasta 26.000 menores no acompañados llegaron a Europa durante todo 2015. De acuerdo a Eurostat, en el transcurso del año pasado al menos 96.000 menores no acompañados pidieron asilo en la UE, Noruega y Suiza. Se trata de menores que viajan sin tutor legal y que no han habían cumplido los 18 años. Lo terrible de estas cifras, según la Oficina Europea de Policía (Europol), es que se ha perdido el rastro de 10.000 menores refugiados. Técnicamente han ‘desaparecido’, aunque no lo han hecho sólo de los países europeos de entrada, como es el caso de Italia. Allí se perdió el rastro de 5.000 niños en 2015. Incluso en un país septentrional como Suecia, meca de buena parte de inmigrantes y refugiados, se esfumaron 1.000 menores según la policía europea. “Simplemente no sabemos dónde están, qué están haciendo o con quién viven", ha reconocido Brian Donald, responsable policial de la institución continental. Lamentablemente sí se sabe que algunos niños refugiados no acompañados han sido explotados sexualmente en Europa. En Alemania y Hungría, un considerable número de delincuentes han sido detenidos por haber explotado y abusado de los menores no acompañados.
Los inmigrantes en Europa son una inversión para su futuro. Un continente que envejece y donde su tasa de nacimientos apenas sobrepasa la mitad de la que se necesita para mantener la población actual, debería acogerles como un precioso activo para su renovación demográfica. Son como sangre joven para un envejecido continente. Por importantes que sean, las razones instrumentales no son, empero, las sustanciales. Los valores de solidaridad, libertad y dignidad implícitos en su filosofía de vida deben prevalecer ante la amenaza racista y xenófoba que a punto estuvo de destruirnos hace ahora 70 años. Y es que como ya apuntó Miguel de Cervantes, la memoria debería permanecer como la enemiga de nuestro descanso o, en palabras de su coetáneo William Shakespeare, como el centinela de nuestros cerebros.
Luis Moreno es Profesor de Investigación del Instituto de Políticas y Bienes Públicos (CSIC) y autor de ‘Trienio de mudanzas, 2013-15’
Escribe tu comentario