Cuando discutían, mis padres solían acabar con la misma cantinela: “Sólo quieres llevarme la contraria”. En la política, y en su forma democrática de confrontación, las elecciones facilitan el ejercicio de la disparidad y hasta de la polarización.
Para Isaiah Berlin (1909-1997), uno de los grandes pensadores liberales del siglo XX, las democracias facilitan la libertad ‘negativa’ de rehusar a aquellos candidatos que no coinciden con sus preferencias. O, simplemente, que no les gustan. Todo ello se hace sin menoscabar los derechos y la libertad de los otros ciudadanos. Los motivos para la elección pueden ser consistentes o banales pero, a menudo, obedecen a la idea del pluralismo de los valores morales. Es decir que pueden existir valores válidos y, no obstante, ser incompatibles entre sí, lo que influye decisivamente en las opciones a tomar. En el terreno pragmático de la política, Berlin rescataba la plena funcionalidad de democracias mayoritarias como la del bipartidista Reino Unido donde residía porque, en última instancia, los electores podían votar a un partido alternativo al gubernamental sin mayores dilemas morales (conservador o laborista). Algo parecido suele suceder también con los referéndums o plebiscitos del “sí o no”, del “blanco o negro”.
El ejemplo del Brexit ofrece un campo fértil de corroboración de las tesis de Berlin. Aunque fuese por la mínima diferencia (52% a favor y 48% en contra), los británicos decidieron que lo mejor para su país era abandonar la Unión Europea. Poco importó, entonces, que muchos de los análisis y consejos de los expertos avisasen de los grandes riesgos que podría comportar el divorcio con el resto de lo que aún hoy son sus socios europeos. En la actualidad aquellas prevenciones se manifiestan en el creciente desconcierto político imperante en Gran Bretaña. Tras la campaña del referéndum del 23 de junio de 2016, el mínimo margen de aquellos que se ‘dejaron’ convencer por los populistas xenófobos, o que simplemente mantenían el convencimiento moral de la supremacía de la soberanía británica, hizo posible lo que medios, redes sociales y afinados consultores políticos juzgaban como “imposible”.
En el terreno de los estudios de psicología inversa, las prácticas de “llevar la contraria” se califican en ocasiones como expresión de una personalidad polar, especialmente en la edad de la adolescencia. Es decir, cuando se está en un período autorreferencial y de consolidación identitaria, los jóvenes a menudo optan por no hacer lo que se les sugiere, incluso aunque pensasen que la sugerencia es la mejor opción a tomar en consideración.
En las prácticas políticas de nuestras democracias occidentales en los últimos tiempos, y en especial en aquellos casos relativos a decisiones electorales inesperadas, hay un elemento explicativo de la conducta de los votantes que tiene mucho que ver con “llevar la contraria”. Si pensamos en los resultados del propio referéndum del Brexit o de la elección de Trump, es plausible explicar la conducta de minorías que han rechazado votar por aquello que se ajustaba a sus expectativas ideológicas, existenciales o culturales. Lo hicieron sencillamente por la autoafirmación de proceder a la inversa de lo que se esperaba de ellos. Semejante conducta es consecuencia del ejercicio de un peculiar “efecto de demonstración” que les impele a hacer posible aquello que parecía imposible.
Afortunadamente, y durante el año que ahora va consumiéndose, los europeos han mostrado un grado de madurez política con la superación electoral de los peligros que representaban líderes populistas como Geert Wilders o Marine Le Pen, en Holanda y Francia. En Alemania, así mismo, la reelección de Angela Merkel y la formación eventual de un ‘gobierno Jamaica’ con liberales y verdes, parece evitar la destrucción política del proyecto europeo, el cual aguanta y sigue su marcha aunque sea fatigosamente. En el caso de nuestro doloroso conflicto interno catalán-español, las prácticas de “llevar la contraria” pueden haber superado el paroxismo de algunas actuaciones poco razonables y sin sentido común. La fractura social es un alto precio que tendrá que pagarse en cualquiera de los desarrollos y escenarios futuros.
El gremio de los académicos, como seguramente sucederá en cualquier otro, lleva penosamente y con harta pena los desencuentros entre colegas sobre el asunto de Cataluña. Es evidente entre aquellos que se declaraban incluso amigos y aparentaban estar en la misma longitud de onda intelectual. Hace no mucho eran cómplices a la hora de analizar y juzgar la vida social que les circunda y sus avatares azarosos. Pero ahora no. Han aflorado disparidades incontroladas no sólo de apreciación analítica y de convicciones. Han emergido incompatibilidades entre algunos valores morales que antes parecían unirles. Se generalizan las posiciones de “llevar la contraria” y se propagan las disquisiciones autorreferenciales tan insufribles en el mundo académico.
Ante la disyuntiva de ahondar en la herida de la desunión y el enfrentamiento, más nos convendría la superación de las diferencias mediante el sosiego político alejado de la imposición o la rabia destructiva.
Las últimas encuestas demoscópicas vuelven a insistir en la prevalencia de una ‘identidad dual’ entre los catalanes. En anteriores artículos de opinión (‘Catalán, no español’, ‘Más catalán que español’, ‘Tan catalán como español’) ya expuse algunas interpretaciones sobre la que se conoce en el mundo académico anglosajón como ‘the Moreno question’. De acuerdo a lo que se colige de los anteriores análisis sería altamente improbable en Cataluña la opción de la independencia en un hipotético referéndum legal y consentido por todos. En el clima de desbocado desencuentro y confrontación, no debería descartarse sin embargo un resultado imprevisible. Así sucedería si un número de catalanes sintiéndose también españoles, decidiesen “llevar la contraria” a que se evitase la separación.
Lamentablemente con el paso del tiempo se incrementan los malos modos, los desplantes y el veneno discursivo. Todo lo contrario de aquello que observábamos mis hermanos y yo mismo cuando nuestros padres atemperaban sus enfados pese a sus fuertes caracteres independientes.
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